SEGANDO.
¡¡¡Hostias!!!. Exclamó enderezándose, el encorvado bracero, con la hoz en la derecha y contemplándose la mano izquierda chorreando de sangre. Los demás segadores también se enderezaron, mirando hacia el lugar de donde procedía el inesperado grito.
Soltando sus hoces y las casi atadas gavillas, corrieron hasta el hombre, pudiendo ver aun el dedo meñique colgando de la mano por un trozo de piel, como si de un macabro péndulo se tratara.
--¡Joder, qué corte!, exclamaban por igual, conforme iban llegando al accidentado que, de un tirón, arrancó lo poco que unía al dedo con la mano y lo lanzó lo mas lejos que pudo, profiriendo alguno que otro taco y maldición. Se envolvió, o mas bien, se lió el dedo con un pañuelo y, pretendía seguir segando.
--¡Estás loco, tío!, le recriminaron, procurando que se sentara a la sombra del olivo mas cercano. Lo que ocurría, es que, todavía caliente, no le dolía el sesgo y aun le quedaba la mitad del cuadrado que el capataz le había asignado, como faena para el día.
Pasaron los primeros segundos a la sombra, cuando la herida comenzó a despertarse, hasta aumentar el dolor en forma tal, que
hasta el herido, que solía presumir de bruto por su aguante, comenzó a llorar y a dar alaridos. Era el resultado de habérsele enfriado la herida. ¡Menudos gritos que, el pobre, daba!.
No había botiquín, ni practicante, ni menos aun, médico. El pueblo mas cercano estaba a tres días de camino, andando, porque tampoco tenían bestia alguna sobre la que montarlo. El que estaba a cargo de preparar la comida, azuzó el fuego con un puñado de ramas mas, y puso su gran navaja albaceteña entre las ascuas, echando el agua de uno de los botijos en una olla y haciendo unas tiras de una camisa limpia que llevaba como muda, buscó un cordel y halló una tomiza, con la que ataron el antebrazo del herido a una rama baja del olivo, inmovilizándola y mientras, ordenó a sus compañeros sujetar al “cuatro dedos”, que así es como le llamarían desde entonces; le obligaron a beber una bota entera de buen vino a chorro gordo, es decir, quitándole la boquilla reguladora. Algún que otro chorreón le echaron en el dedo, o en lo que quedaba de él, para desinfectarlo, decían. Pero, ¿qué mas desinfección que el acero rojo de la ancha hoja de la faca?. A pesar de estar borracho, el “cuatro dedos” gritó, hasta perder el conocimiento y, bajo la densa nube de humo grasiento, todos pudieron mascar el olor a carne quemada que, el de la faca, había esculpido en un aceptable muñón, que mantuvieron todo lo que restaba de día, dentro de la olla con agua fría. Toda el agua de los botijos se hirvió y las tiras de la camisa de cocieron en ella. Se le cambiaron las vendas aproximadamente cada tres horas y el agua hervida pero ya fría de las ollas, se empleó para sumergir la mano vendada del “cuatro dedos” y refrescarle los sudores del rostro.
Las esperanzas estaban puestas en la pronta llegada del capataz, trayendo provisiones en su mula, en la que trasladarían al amputado hasta el médico mas próximo. Cosa que ocurrió al día siguiente, doce o trece horas después del accidente.
Las cuadrillas regresaron al tajo, pero cortando los manojos de espigas tan a ras de tierra, que apenas dejaban rastrojos. Precaución que duró poco, porque, pasadas unas horas, otra vez se confiaron por la fuerza de la costumbre, y volverían a rebanar los puñados de tallos tan cerca de la mano izquierda, que volverían a sentir el roce curvado del arábigo cuchillo. Todos acordaron trabajar un poco mas para segar la parte que le correspondía al “cuatro dedos”. Cuando regresó el capataz, dijo que el médico le cambió el vendaje, roció con sulfamida y una pomada el medio dedo, volviéndolo a vendar y que todo iba bien porque el “cuatro dedos” tenía buena encarnadura.
A la hora de cobrar, quería el capataz dejar de pagar al mutilado su parte de tajo sin hacer, hasta que supo que los demás segadores la habían completado, a fin de que no se le descontara. Calló y pagó. Además, añadió uno:--“Ha perdido un dedo, ¿cuánto vale un dedo? Y ¿quién le pagará al menos esta temporada en la que no podrá segar?”. A lo que el capataz respondió:
--El dedo y la hoz son suyos. Por lo que debió tener mas cuidado con ambos. Quien maneja una hoz, por su cuenta corren los cortes y los tajos. Aprenda bien a manejarla, quien quiera ser segador.
Así concluyó el capataz ante estas nuevas exigencias. Se conformó la cuadrilla y dieron su parte al del dedo.
--¿Por qué le llamamos “cuatro dedos”?. Dijo uno, en la taberna del pueblo al contar, en grupo, esta aventura. --Le podríamos llamar “nueve dedos”, prosiguió, --si contamos los de ambas manos.
--Sí; y si te parece, el “diecinueve dedos”,contando los dedos de las manos y los de los pies.
De todas formas, estas chanzas no lograban molestarle. Cierto día le preguntó un niño mientras de hurgaba la nariz --¿Por qué te falta un dedo en la mano?, a lo que le respondió: --Porque me lo cortó mi padre por hurgarme la nariz. El crío, terriblemente asustado, sacó el dedo de la suya y salió corriendo dándose en el culo con sus talones.
--Los accidentes en los segadores eran frecuentes. Cortes y picaduras de bichos. Ahora, con las máquinas, no se producen, porque éstas los dejan sentados en la plaza y ya no tienen que segar. Concluyó mi abuelo que, de segar, sabía bastante, porque se recorrió los campos de Andalucía y los de Castilla que maduraban mas tarde, buscando mies que segar. “La mies es mucha y los obreros son pocos. Rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies”. Esto leí en el Evangelio –dijo mi abuelo- pero los señores, los dueños de la mies, ahora lo que envían, son máquinas. Hoy sé que hizo una mala interpretación de la frase de Jesús, pero...mirándola fríamente, no estoy tan seguro de que fuese tan mala exégesis. Ante determinadas crisis, los dueños de la mies, deben aumentar el número de braceros de sus campos. Las máquinas deberían estar para descargar al hombre del trabajo mas duro, pero no para suplantarlo y si lo suplanta, deberían pagar una fiscalidad acorde con lo suplantado. Así de sencillo. Así de justo.
¡¡¡Hostias!!!. Exclamó enderezándose, el encorvado bracero, con la hoz en la derecha y contemplándose la mano izquierda chorreando de sangre. Los demás segadores también se enderezaron, mirando hacia el lugar de donde procedía el inesperado grito.
Soltando sus hoces y las casi atadas gavillas, corrieron hasta el hombre, pudiendo ver aun el dedo meñique colgando de la mano por un trozo de piel, como si de un macabro péndulo se tratara.
--¡Joder, qué corte!, exclamaban por igual, conforme iban llegando al accidentado que, de un tirón, arrancó lo poco que unía al dedo con la mano y lo lanzó lo mas lejos que pudo, profiriendo alguno que otro taco y maldición. Se envolvió, o mas bien, se lió el dedo con un pañuelo y, pretendía seguir segando.
--¡Estás loco, tío!, le recriminaron, procurando que se sentara a la sombra del olivo mas cercano. Lo que ocurría, es que, todavía caliente, no le dolía el sesgo y aun le quedaba la mitad del cuadrado que el capataz le había asignado, como faena para el día.
Pasaron los primeros segundos a la sombra, cuando la herida comenzó a despertarse, hasta aumentar el dolor en forma tal, que
hasta el herido, que solía presumir de bruto por su aguante, comenzó a llorar y a dar alaridos. Era el resultado de habérsele enfriado la herida. ¡Menudos gritos que, el pobre, daba!.
No había botiquín, ni practicante, ni menos aun, médico. El pueblo mas cercano estaba a tres días de camino, andando, porque tampoco tenían bestia alguna sobre la que montarlo. El que estaba a cargo de preparar la comida, azuzó el fuego con un puñado de ramas mas, y puso su gran navaja albaceteña entre las ascuas, echando el agua de uno de los botijos en una olla y haciendo unas tiras de una camisa limpia que llevaba como muda, buscó un cordel y halló una tomiza, con la que ataron el antebrazo del herido a una rama baja del olivo, inmovilizándola y mientras, ordenó a sus compañeros sujetar al “cuatro dedos”, que así es como le llamarían desde entonces; le obligaron a beber una bota entera de buen vino a chorro gordo, es decir, quitándole la boquilla reguladora. Algún que otro chorreón le echaron en el dedo, o en lo que quedaba de él, para desinfectarlo, decían. Pero, ¿qué mas desinfección que el acero rojo de la ancha hoja de la faca?. A pesar de estar borracho, el “cuatro dedos” gritó, hasta perder el conocimiento y, bajo la densa nube de humo grasiento, todos pudieron mascar el olor a carne quemada que, el de la faca, había esculpido en un aceptable muñón, que mantuvieron todo lo que restaba de día, dentro de la olla con agua fría. Toda el agua de los botijos se hirvió y las tiras de la camisa de cocieron en ella. Se le cambiaron las vendas aproximadamente cada tres horas y el agua hervida pero ya fría de las ollas, se empleó para sumergir la mano vendada del “cuatro dedos” y refrescarle los sudores del rostro.
Las esperanzas estaban puestas en la pronta llegada del capataz, trayendo provisiones en su mula, en la que trasladarían al amputado hasta el médico mas próximo. Cosa que ocurrió al día siguiente, doce o trece horas después del accidente.
Las cuadrillas regresaron al tajo, pero cortando los manojos de espigas tan a ras de tierra, que apenas dejaban rastrojos. Precaución que duró poco, porque, pasadas unas horas, otra vez se confiaron por la fuerza de la costumbre, y volverían a rebanar los puñados de tallos tan cerca de la mano izquierda, que volverían a sentir el roce curvado del arábigo cuchillo. Todos acordaron trabajar un poco mas para segar la parte que le correspondía al “cuatro dedos”. Cuando regresó el capataz, dijo que el médico le cambió el vendaje, roció con sulfamida y una pomada el medio dedo, volviéndolo a vendar y que todo iba bien porque el “cuatro dedos” tenía buena encarnadura.
A la hora de cobrar, quería el capataz dejar de pagar al mutilado su parte de tajo sin hacer, hasta que supo que los demás segadores la habían completado, a fin de que no se le descontara. Calló y pagó. Además, añadió uno:--“Ha perdido un dedo, ¿cuánto vale un dedo? Y ¿quién le pagará al menos esta temporada en la que no podrá segar?”. A lo que el capataz respondió:
--El dedo y la hoz son suyos. Por lo que debió tener mas cuidado con ambos. Quien maneja una hoz, por su cuenta corren los cortes y los tajos. Aprenda bien a manejarla, quien quiera ser segador.
Así concluyó el capataz ante estas nuevas exigencias. Se conformó la cuadrilla y dieron su parte al del dedo.
--¿Por qué le llamamos “cuatro dedos”?. Dijo uno, en la taberna del pueblo al contar, en grupo, esta aventura. --Le podríamos llamar “nueve dedos”, prosiguió, --si contamos los de ambas manos.
--Sí; y si te parece, el “diecinueve dedos”,contando los dedos de las manos y los de los pies.
De todas formas, estas chanzas no lograban molestarle. Cierto día le preguntó un niño mientras de hurgaba la nariz --¿Por qué te falta un dedo en la mano?, a lo que le respondió: --Porque me lo cortó mi padre por hurgarme la nariz. El crío, terriblemente asustado, sacó el dedo de la suya y salió corriendo dándose en el culo con sus talones.
--Los accidentes en los segadores eran frecuentes. Cortes y picaduras de bichos. Ahora, con las máquinas, no se producen, porque éstas los dejan sentados en la plaza y ya no tienen que segar. Concluyó mi abuelo que, de segar, sabía bastante, porque se recorrió los campos de Andalucía y los de Castilla que maduraban mas tarde, buscando mies que segar. “La mies es mucha y los obreros son pocos. Rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies”. Esto leí en el Evangelio –dijo mi abuelo- pero los señores, los dueños de la mies, ahora lo que envían, son máquinas. Hoy sé que hizo una mala interpretación de la frase de Jesús, pero...mirándola fríamente, no estoy tan seguro de que fuese tan mala exégesis. Ante determinadas crisis, los dueños de la mies, deben aumentar el número de braceros de sus campos. Las máquinas deberían estar para descargar al hombre del trabajo mas duro, pero no para suplantarlo y si lo suplanta, deberían pagar una fiscalidad acorde con lo suplantado. Así de sencillo. Así de justo.
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