viernes, 12 de marzo de 2010

EL CONDE.

(Dibujo de mi Galería)
EL CONDE

Érase una vez un Conde, dueño de numerosas tierras, haciendas, bosques, casas, e incluso de varios ríos, que tenía alquiladas sus tierras de labranza a unos labriegos que, según decían, eran descendientes de gente mala y belicosa, que antaño habían llegado a sus tierras provenientes de las Alpujarras, en los tiempos del Tercer rey Felipe, deportados a estos nuevos parajes como castigo a su insurrección, y que el mentado rey había entregado como siervos al tatarabuelo del actual Conde.
Aunque por los años que de esto hacía y el cambio de leyes y costumbres, ya no conservaban su condición de servidumbre, sino que se les consideraba como braceros, con parte de las tierras arrendadas al tercio, que pagaban al Conde, de todas las cosechas y también, de los animales de corral que criaban en sus vetustas casas de adobe, por las que también pagaban renta anual.
Un tercio de cosecha para el Conde por arrendarles las tierras, otro tercio entre los animales y la renta de sus casas, empobrecían a los campesinos, sumiéndolos en creciente miseria, pues sólo los años de buenas cosechas no pasaban hambre, habiendo otros que lampaban de miseria. La sangre belicosa, según unos, el hambre según ellos, los impulsó a varias revueltas sofocadas por los alguaciles, y las últimas, por la estrenada Guardia Civil.

El ambiente estaba muy enrarecido y algunos incendios y tiros que le tronaron muy de cerca, confirmaron al Conde lo que ya intuía: algún accidente fortuito podría afectar a su señoría.
Aprovechó una visita de su capellán particular y la coincidencia en el palacio del secretario, para invitarles a un copioso almuerzo y charlar extensamente sobre la situación y temores del Conde.
El cura, que aun se quejaba de la ignorancia religiosa de los labriegos a pesar de sus esfuerzos por catequizarlos, después de cuchichear en voz baja con el secretario, se dirigió al Conde de esta guisa:
--Señor Conde, vuestro padre a quien me honré en servir, tuvo los mismos problemas y halló una posible solución que, por su inesperada muerte, no pudo llevar a cabo, aunque la comentó con vuestro secretario, ¿deseáis conocerla?.
--Por supuesto que sí. Respondió el noble.
El secretario, mirando por encima de sus redondas gafas de culo de botella, como quien revela un secreto después de tantos años silenciado, presumiendo de la confidencialidad del Conde padre, y por ende, de su propia discreción, al no haber hablado de ello con nadie, se expresó de esta manera:
--Vuestro padre, pensó en repartir unas pocas tierras entre los campesinos, para granjearse su simpatía y gratitud, al tiempo que asegurarse el cobro de las rentas que, la mejora de sus economías haría posible, y la desaparición de algunos incendios atribuidos a los rayos de Júpiter. Esta magnanimidad eliminaría también el ambiente enrarecido o de rabia de los braceros contra la casa condal.
--Bien pensado. Mas...¿cuántas tierras pensaba mi padre repartir? Preguntó el conde a su secretario, temiéndose que fuesen muchas.
--Vuestro padre era muy consciente de su obligación de preservar el patrimonio familiar. Así que se decidió por las laderas del Monte Pelao, prácticamente un peñasco. Pero suficiente para, convirtiéndolo en bancales, cada campesino pudiera tener una pequeña huerta. Dijo el secretario.
Todos, los tres, parecían contentos y muy conformes, sobre todo el Conde, con esta conclusión. Así que el Conde procedió a ordenar a su secretario personal, la tramitación del papeleo necesario para que esta idea se llevase a efecto.
--Haced correr la voz de mi voluntad de repartir el Monte Pelao en partes iguales, para todos los campesinos que trabajan para mi familia, para que los efectos benéficos de esta decisión comiencen a notarse cuanto antes.
--Esto no es inteligente. Espetó el cura tanto al Conde como al secretario. --¡No. No lo es!. Remachó, como contrariado.
--No entiendo. ¿No es esto lo que mi padre quiso hacer y lo que vosotros me aconsejabais endenante?. Preguntó el confuso Conde. A lo que el cura, como una reencarnación del Ahitofel de la Biblia, respondió:
--Está muy bien que repartáis las tierras de Monte Pelao entre vuestros labriegos, en pos de la tranquilidad y seguridad de vuestra noble familia, pero no el modo del reparto. No podéis repartir el Monte en partes iguales entre todos, sino sólo entre algunos, un buen número, pero no todos. De esta forma, muchos campesinos en el Condado, se convertirán en pequeños propietarios. Ellos querrán conservar siempre sus exiguas propiedades y, para conseguirlo, os ayudarán a vos a conservar las vuestras. Se pondrán de vuestra parte en cualquier futura revuelta.
Pareció al señor Conde, mucho mas que bien, y así lo hizo.


Y es que no hay nada tan efectivo –me explicaba mi abuelo desde su silla de enea- como embarcar a otros en la propia guerra, en los propios intereses. Así es como las clases medias-bajas de toda sociedad, siempre han apoyado al sistema establecido, por temor a perder su pequeño empleo, su seiscientos, su piso y su pequeña parcelita donde sueñan con hacerse una casita. A los sistemas político-económicos, tanto de derechas como de izquierdas, no les preocupan demasiado las capas bajas, ni las marginales, siempre que a su lado conviva una sumisa, agradecida y pancista (de panza) clase media, que colaborará con la perpetuación del sistema. Y para evitar una desmedida desesperación de los marginados, todos los sistemas establecen algunas limosnas sociales, alguna cobertura social, que evite que la mecha se encienda y no les permita disfrutar de sus muchas y amplias prerrogativas y comodidades.
Los sistemas, unos en mayor medida que otros, siempre se encargan de administrar las migajas que caen de la mesa del rico Epulón, entre los muchos Lázaros hambrientos que –igual que las palomas de la plaza- se pelean entre sí, para ver de conseguir la migaja mas gruesa.

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