

Juan era gitano. Su padre no lo había inscrito en el Registro Civil cuando nació en aquella variopinta chabola de tablas, cartones, plásticos de colores cubierta de hojalata y gris uralita que, junto a otras, permanecía milagrosamente en pie cuando soplaba el aire de la sierra por el descampado de las afueras del pueblo.
Juan conservaba intactos los valores y las tradiciones de su raza y aunque, se sentía orgulloso de pertenecer a etnia tan antigua, sufrida y noble, no menospreciaba del todo a la sociedad paya, entre la que tenía varios buenos amigos, algunos aceptables conocidos e incluso el secreto deseo pasional por una moza, hija –según se decía- del cura del pueblo y una, en sus días jóvenes, hermosa beata.
Juan visitaba, en los días de la vendimia, a unos primos suyos que vivían en la ciudad a unas veinte leguas del pueblo. Estos primos, gitanos también, parecían no serlo. Se habían integrado de tal suerte en la sociedad paya que, a no ser por el moreno y faraónico rostro de sus padres, tíos de Juan, nada hubiera señalado su ascendencia calé. Mi abuelo conocía a ambas familias y , buen andador, huésped, hospedador, charlatán y escuchador como era, conoció algunas historias, que luego, me contó.
-¿Cuántos gitanos sois?. Le preguntó a Juan un señor muy trajeado, acompañado del cura y un cabo de la Guardia Civil.
-No sé, -dijo Juan- creo que un montón.
Como ni una palabra mas lograron sacarle al mozalbete, se internaron los tres visitantes entre las chabolas, sorteando los charcos, hoyos embarrizados y algún que otro cubo y tablas que se interponían a su paso, en su camino al interior del poblado. Hallaron al que resultó ser el padre de Juan, que se dirigió hacia los forasteros que acompañaban a su hijo, creyendo que algo pudiera estar pasando con el muchacho. Viéndole con su pelliza, tocado con sombrero y bastón colgado en el antebrazo, le supusieron el patriarca o, al menos un mandón del grupo, por lo que se dirigieron a él, repitiéndole la pregunta que hicieron a Juan:
-¿Cuántos gitanos sois?. Obtuvieron la misma respuesta:
-Creo que un montón.
Esta respuesta irritaba a los visitantes, que esperaban una cifra concreta. El padre de Juan argumentaba que dar una cifra era, prácticamente, imposible, porque unos estaban en la vendimia, luego se iban a recoger la aceituna, los jóvenes emigraban a la ciudad y tras un tiempo, regresaban al poblado porque se les acababa el trabajo, Otros venían a visitar a familiares, los viejos cambiaban de chabolas al casarse los hijos o aumentar la prole, etc. Nadie podía saber el número de gitanos que habitaban allí.
Se marcharon sin conseguir su propósito. Sin averiguar el número de gitanos del asentamiento. Días mas tarde, comentó el cabo a mi abuelo en la taberna que, aunque los hubieran contado a la fuerza, no habría servido de mucho. Porque la población gitana solía variar de un día para otro ¡no digamos en semanas o en varios meses!.
-Si no sabemos el número de gitanos, no se puede gestionar la escolarización de sus niños, tampoco podemos obligarles a que se empadronen, puesto que continuamente cambian de residencia, ni podemos cobrarles los arbitrios municipales, ni notificar a sus mozos su entrada en la Caja de Reclutas para el Servicio Militar, ni solicitar a la Diputación subvenciones, ni contar con ellos para el trabajo comunal, ni nada de nada, de nada. Estas palabras las oyó el cabo del Secretario, además de las que apostilló el cura, que fueron éstas:
-Ellos se lo pierden. Si no quieren vivir como Dios manda, que carguen con las consecuencias. ¡Luego dicen que se discrimina a los gitanos! Ellos son los que se discriminan a sí mismos. Ni siquiera vienen por la iglesia y cuando lo hacen, no pasan de la puerta, donde las gitanas con sus churumbeles al cuadril, molestan a los feligreses que salen de Misa, con sus insistentes maneras de pedir limosnas, que luego, seguro, gastarán en vino sus holgazanes maridos.
Y así, reflexionaron si no sería mejor, expulsarles del pueblo. Pero, entonces, el Ayuntamiento podría tener dificultades con esas asociaciones de ayuda al marginado, y cosas así, que, aunque pocas, algunas habían en la capital. Tal vez, sería mejor dejarles donde están, ignorándoles como siempre, y que se pudrieran, pues tal parecía que éste fuera su deseo. Esto último pareció lo mas sensato, y así quedó la cosa. Mi abuelo, días mas tarde, comentó con el padre de Juan esta charla mantenida con el cabo, añadiendo por su cuenta:
-Tus gitanos no han perdido gran cosa. Fíjate en nosotros, los jornaleros. Somos payos. Estamos en el censo y tenemos todos los papeles en regla. ¿De qué nos sirve?. Nuestros niños tampoco van a la escuela y si van, tienen que dejarla pronto, porque sus padres necesitan sus pequeños brazos para trabajar, sobre todo en la uva y en la aceituna. Mira cuantos viejos estamos sin pensiones, porque los amos que tuvimos, nunca nos dieron de alta en la Seguridad Social y, aquellos que sí lo hicieron, ahora cobran una miseria. En cambio, todos pagamos una contribución por casas que se están cayendo de viejas, sin luz, sin agua, ni alcantarillado. No tenemos ni aceras y la mayoría hemos de pelearnos con las gallinas, para poder cagar en el corral. Hicimos la “mili” en Marruecos, llenos de chinches, bofetadas del sargento y ejerciendo de “machacas” del capitán. Me pusieron una multa por no renovar a tiempo el carnet de identidad y casi voy al cuartelillo, cuando nos negamos a varear mas olivos, si no nos pagaban dos reales mas. Y la única vez que estuve malo, casi me da un patatús, porque el médico estaba de vacaciones y el pobre practicante, no sabía cómo bajarme la inflamación del brazo. No hombre, no. Tus gitanos no han perdido nada. Los payos, nada os tenemos que dar y nada os tenemos que enseñar. Tenéis vuestras leyes escritas en la memoria de vuestros viejos, tenéis vuestras fiestas, vuestras costumbres, tan válidas como las de cualquiera. Yo no he visto aun, un gitano viejo en el asilo, ni un gitano sin trabajo que no coma del caldo de los demás, ni un gitano chivato, ni quien huyendo, no halle entre vosotros hospitalidad. Nada os quita la alegría, ni el apego a la libertad.
-Es lo que digo yo. ¿Para qué quieren saber cuánto somos?. Somos los que somos. ¡Y ya está!. Se comienza por un censo, luego por un carnet, después te llaman para el sevicio militar, para pasar revista, para la guerra, para vacunarte, para la escuela, para casarte, para sindicarte, para los impuestos y hasta para morirte. Los payos, hasta para mear necesitáis papeles. Mi bisabuelo –afirmó seriamente el padre de Juan- me dijo: Evitad todo lo que podáis, cualquier control que los payos quieran tener sobre vosotros. Desconfiad de quien quiera controlaros. Por eso, ni siquiera al nacer los chavales los apuntamos en el Juzgado. Nosotros sabemos quienes somos y lo que somos. Conque lo sepamos nosotros, basta.
Y el gitano tenía razón. El control implica poder del controlador sobre el controlado. Fiel a su mentalidad, supo zafarse del control que el Ayuntamiento quiso imponerle, que hubiera encorsetado la vida de él y la de su gente.