viernes, 12 de marzo de 2010

EL TRANVÍA DE CAPUCHINOS.




EL TRANVÍA DE CAPUCHINOS.




Eran muchos los niños que, además de bomberos, querían ser tranviarios cuando fuesen mayores. Jugábamos a los tranvías, formando una gran cola o fila, en la que cada uno se sujetaba con ambas manos a la cintura que iba delante, como si fuéramos a bailar “la conga”, y el primero de todos, hacía de conductor o tranviario.
Con la izquierda, tiraba del cordel paralelo al techo, que atravesaba a lo largo del pasillo central, todo el tranvía, para hacer sonar, a cada tirón, la campanilla. Y con la mano derecha, maniobraba con la enorme manivela, como si moliese café en enorme molinillo.
--¡Tú no sabes!. El cordel es para los pasajeros. Para que avisen de la parada donde se quieren bajar. Para que la gente se aparte de la vía, tienes que pisar fuerte el pedal, que hará sonar mucho mas fuerte otra campanilla, igual que el claxon de los coches.
Dicho lo cual, reemplazaba al conductor, para mostrar a todos que él era mejor tranviario.
--¡Tampoco tú sabes!. Le replicaba otro cuando tan sólo había conducido uno cuantos metros.
--Has dado una curva muy cerrada y las de la vía son mas abiertas. Además, se te ha olvidado echar un puñado de arena por el tubo, para que al caer sobre los raíles de la curva, lo frenen un poco y evitar así que descarrile.
Siendo, el conductor, reemplazado por este nuevo tranviario que, evitó el posible accidente y nos mostraba, con mas pericia, cómo se tomaban las curvas correctamente.

Ya no existen en Málaga los tranvías. Los aniquiló el progreso. Decían que eran antiestéticos e impropios de una ciudad moderna. Pero mucho mas feos son los autobuses que los reemplazaron. Mucho mas nocivos, vomitando monóxido de carbono por sus tubos de escape, como metálicas serpientes que escupen su veneno. También talaron los tilos centenarios que oxigenaban y sombreaban el largo Paseo de los Tilos y sustituyeron los adoquines que alfombraban las calles de Málaga entera, por el asfalto insaludable del alquitrán, que además de necesitar parchearlo continuamente, resulta con nuestro ardiente sol, cancerígeno.
Aun me acuerdo de cuando quitaban los raíles de los amarillos tranvías. Largas calles de adoquines amontonados que parecían trincheras o barricadas de una rebelión inexistente, salvo la que el Ayuntamiento había iniciado contra las elementales normas de la ecología. Para los niños de mi generación, quitar los ecológicos tranvías, significaba la muerte de la ilusión de ser tranviarios. Ahora sólo podíamos soñar con ser bomberos, único vehículo con campanilla que nos dejaron. Los niños de hoy, lo tienen peor, porque hasta les quitaron las campanillas de los bomberos, sustituyéndolas estridentes sirenas. Si quieren tocar la campanilla, sólo les queda recurrir a los coches de bomberos de los carruseles de ferias.
El tranvía murió. Ya nos transportaría mas desde Capuchinos hasta las playas de La Malagueta, ni al Palo, ni desde la Alameda hasta Huelin y la Misericordia. Arrancando su férreo camino, ya no podrían circular, desconectando sus troles, ya no volveríamos a verlos como enormes cañas de pescar, cañas de hierro con sedales de cordeles, inclinados mástiles sin banderas, que se alzaban hasta los primeros pisos de las casas. Ya no volveríamos a correr tras ellos para sentarnos, de un salto, en sus anchos topes de hierro negro que, algún tranviario pintaba con alquitrán o engrasaba, para manchar, a modo de castigo, las posaderas de los pantalones de los niños que se atrevían a subirse a ellos. Otras veces, ahuyentaban a los infantiles polizones, arrojándoles con fuerza un puñado de arena, del que tenían para ayudar la frenada en curvas y cuestas abajo. Y otras, los echaban de su asiento improvisado en los topes, atizándoles con el sobrante de la cuerda del trole. Los tranviarios mas considerados, lo hacían al aproximábamos a alguna parada, cuando se aminoraba la velocidad. Otros, en cualquier momento, por lo que nos hacían abandonar el tope del tranvía de la misma manera que cogíamos: de un salto, sobre la misma marcha. Mas de un chaval se caía, al no poder acompasar su carrera a la marcha del tranvía en aquellos apeaderos forzosos. Cuando estas cosas ocurrían, si entre los subidos al tope había algún chaval ágil, éste desataba la cuerda del trole o se colgaba de ella para, con su peso, desconectarlo del cable tenso que suministraba electricidad al tranvía, con lo que éste iba perdiendo velocidad hasta llegar a pararse completamente, obligando al cabreado cobrador o tranviario a engancharlo de nuevo para poder proseguir la ruta, ante la mirada de los transeúntes y las risas de los traviesos niños, a quienes obligaron a saltar del tope, que así consumaban su venganza.

Una vez que junté un duro, me lo gasté consumiendo viajes en el tranvía. No tenía ningún motivo para cogerlo. Simplemente, viajar por viajar. Era mejor que montarse en la noria o en las barquillas del feriante y me salía el paseo, mucho mas barato, comparando el tiempo que duraba el funcionamiento de cualquiera de los cacharritos, con el largo recorrido, para mí paseo, que me daba el tranvía.
Me apeé, gastados ya los cuartos, en el Jardín de los Monos. Plazuela a donde desembocaba la calle Cruz Verde, a orillas de la calla Victoria y punto de arranque del Camino Nuevo por donde se sube al Castillo andalusí de Gibralfaro, guardián de Málaga. Estaban enjaulados dos pobres monos. Había otro, pequeñín, con una larga cadena a la cintura, sujeta a una cabañita situada a la orilla del pequeño estanque, como si fuera un trocito de selva africana en medio de la plaza.
Le echábamos cualquier cosa. Pan, papeles, caramelos y hasta cacahuetes. Nos reíamos de sus monerías, sin reparar en su triste cautiverio. El Ayuntamiento los quitó de allí, no se sabe muy bien si por su mala conciencia o porque se murieron. Yo quise pensar, años después, que hartos de su inmerecido presidio, emprendieron un largo viaje a su añorada selva, siendo los tres últimos viajeros del último de los tranvías, que tantas veces vieron circular desde su cárcel disfrazada de cabaña.

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