viernes, 12 de marzo de 2010

EL TONTO.

(Dibujo ilustrador, tomado de mi poesía "Tragamocos", inspirada en esta tierna historia)
EL TONTO.


Corrían los chiquillos tras otro chiquillo de cuarenta años que, seguido de tal tropa de enanos, se sentía –por lo menos- capitán.
Dándose palmadas en el trasero y trotando, algunos con los pies descalzos, sujetaban las riendas invisibles de sus fantasiosos corceles blancos.
Cuando el capitán, mano en alto paraba, todos frenaban sus monturas, deteniéndose como el capitán. Reanudar la marcha o sentarse en el borde de la acera, dependían de lo cansados que pudieran estar. Si paraban, daba comienzo el parlamento en el que, discutían sus próximos actos.
--¡Veamos quien llega mas lejos!. Dijo uno. --¡Vale!, respondieron los demás.
Todos de pie, perfectamente alineados y subidos en el borde de la acera, desabrochándose las braguetas los de pantalón largo y sacándosela por el pernil los de pantalón corto, apuntaban al centro de la calle dirigiendo sus chorros al frente y elevando el ángulo de sus baterías, los que se imaginaban soldados; o de sus mangueras, los que por bomberos se tenían. Estaba claro que esta competición urinaria, la ganaba quien llegara mas lejos y ponían tal empeño en que el suyo, fuera el chorro mas largo, que a mas de uno, por el esfuerzo puesto en la tarea, se le escapaba un ruido apestoso por la retaguardia, provocando las risas de los artilleros, que consideraban las ventosidades, fuera de concurso.
--¡Ha ganado Pepín, ha ganado Pepín!.
--¡No. He ganado yo!.
Y ante la discrepancia de criterios, todos bajaban de la acera para comprobar el mojado del asfalto. En esta verificación estaban, cuando hubieron de salir corriendo, olvidándose de sus caballos, tras oír los gritos de “¡Sinvergüenzas!, ¡ marranos!, que unas viejas beatas proferían contra ellos, saliendo de Misa.
Las madres siempre regañaban a los chicos por estas travesuras, pero la que peor lo llevaba, era la madre del capitán, que no aceptaba que su hijo fuera, simplemente, el niño mas alto.
La gente tenía lástima de ella. –Pobrecilla, tan mayor y con ese hijo tan tonto.
Ella, aunque sufría, en el fondo de su alma estaba contenta. A las demás madres, la niñez de sus hijos se les iría pronto; en cambio, ella había disfrutado ya de una niñez larga, que duraba ya cuarenta años y, que aun se prolongaría muchos mas. Siempre tendría de qué reír, de qué regañar, de qué llorar y de qué consolar a su corpulento niño cuarentón.
Entre los indios pieles rojas, los tontos y locos eran muy queridos y bien cuidados, porque los consideraban protegidos de los dioses. Pensaban que traían a la tribu suerte y bendición.
En el pueblo, no es que hubiera tal creencia, pero todo el mundo apreciaba al niño grande, le saludaban, se reían con él, mas que de él. Le trataban como lo que era: un niño. Le mandaban recados, le premiaban con golosinas, bromeaban con él y hasta le regañaban.
No iba a la escuela, ni tampoco a Misa. No lo necesitaba. Después de todo, el mayor sabio es el que no sabe nada y el mayor santo es el que ni siquiera sabe creer.
Le regalaron, cierta vez, un grueso lápiz amarillo de los que usan los albañiles y carpinteros. Se puso muy contento el capitán de la chiquillería que, para celebrarlo, comenzó a pintarrajear las blancas paredes, dando rienda suelta a sus dotes pictóricas, al igual que vio hacer tantas veces a los demás niños que, pícaros ellos, solían dibujar culos, monigotes y pichas, con el fin de divertirse, viendo escandalizadas las caras de las beatas. La tapia de la escuela, era todo un museo de tan infantil arte.
El lápiz del capitán se entretuvo en plasmar con trazos simples la figura de un monigote con sombrero de picador de toros y largas faldas, llevando en una mano una cruz. Estaba claro que el muñeco era el cura. No hubiera tenido mas consecuencias esta expresión artística, si no le hubiera añadido unos trazos rectos y desproporcionados figurando una pilila grande, junto a otro monigote representando una mujer o niña.
Esta vez el tonto se había pasado de listo. Las beatas formaron corro, averiguaron la autoría del improvisado dibujante, se quejaron a su anciana madre que tuvo que darle otra regañina mas, y prometer a la dueña de la fachada usada como lienzo, su ayuda para volver a encalarla.
También hubo vecinos que felicitaron al Picasso e incluso le incitaron, para que repitiese el dibujo en otras fachadas del pueblo, a cambio de algunas golosinas.
Lo cierto es que, meses mas tarde, trasladaron al párroco , dijeron que a Bilbao, acusado de embarazar a una joven beata. En un corro de vecinos que comentaban el hecho, se hallaban también el capitán, cogido de la mano de su madre. Y escuchando lo que allí se decía, con risa socarrona dijo, o mas bien tartamudeó:
--¡Ya, ya, ya lo sabía yo!. Dicho lo cual, se soltó de la mano maternal y se retiró del corro vecinal, galopando en su brioso corcel blanco que le había regalado su maravillosa y nada tonta, fantasía.



No hay comentarios:

Publicar un comentario