

Brujilla "La Peana". (Dibujo de mi Galería)
DOÑA CONCHA Y LA PEANA.
Doña Concha llevaba varios días tensa, demacrada, de mal humor. Era evidente que estaba preocupada. Todo el mundo en el cortijo, se daba cuenta. Desde la cocinera al capataz. El único que parecía estar en babia era su marido.
Estaba decidida. No podía tolerar que su hija menor, Luisita, echara a perder su vida y trajera el escándalo a su respetable familia.
Simulando un viaje a la capital, acudió aquel mismo día, acompañada de Luisita, a la cueva de la Peana, unas leguas río arriba, donde esta especie de bruja o santa, convivía con un hijo sordomudo.
Habían intentado echarla, pero nunca hasta ahora, lo habían conseguido. Siempre intercedía por ella alguien influyente que paraba el desahucio, basándose en la misericordia y en la compasión, virtudes cristianas que no mostraban hacia ella cuando, de tarde en tarde, bajaba al pueblo para hacer alguna compra o gestión.
La Peana conocía su oficio. ¡Cuantas encopetadas señoras habían pasado por su cueva!¡Cuantos secretos de familia conocía!. Sólo el cura del pueblo la aventajaba en esto, por eso de la confesión de las beatas. Preparó abundancia de agua caliente, trapos blancos, toallas, infusiones de hierbas que cocía en el puchero de barro y, con una larga aguja de hacer puntos, exploraba despacio, con mano sensible y experta, la vagina de Luisita que, permanecía semiatada y patiabierta encima de la mesa. Algunos gritos, sollozos, bastante sangre y, todo terminó bien, según dijo la Peana. Doña Concha, estuvo nerviosísima, cosas terribles pasaron por su imaginación, pero ya todo pasó.
Su corazón de madre sufría, pero su respetabilidad y posición social, el honor de la familia, etc, quedaban a salvo.
Para estos menesteres, siempre se acudía a la Peana. Ella sacaba del paso a señoronas, a chicas solteras y a las esposas de braceros, cuando les fallaban los saltos que, a postas daban, desde la mesa al suelo, o los lavados vaginales con pócimas y remedios caseros. La Peana, bruja para unos, santa para otros, era como las prostitutas: alabada en privado, pero ignorada en público.
Casi dos semanas transcurrieron hasta que Doña Concha y Luisita, regresaron al cortijo, de su viaje a la capital. Nadie sospechó su coartada y parece que su marido, permanecía en babia o lo fingía. Lo cierto es que Luisita, se repuso de sus fingidas calenturas y pudo tapar su desliz, con la ayuda inestimable de su madre y la Peana.
El motivo por el que mi abuelo me contó esta historia que, por otro lado, ignoró cómo llegó a saberla, fue una discusión que unos vecinos mantuvieron sobre el aborto, estando yo presente.
Uno, de la vieja guardia de Franco, ultra católico, mantenía muy dogmático y seguro: -El aborto es un crimen de lesa majestad, (mi abuelo sabía que, quien esto decía, era familiar de Doña Concha y había dirigido un pelotón de fusilamiento contra sospechosos de republicanismo), un crimen con todos los agravantes habidos y por haber, puesto que se quita la vida a un ser indefenso. Es también un acto de traición contra la Patria, que necesita hombres y mujeres para trabajar y hacerla grande. Es un pecado contra Dios, que ha dicho “no matarás”.
Otro vecino, mas flexible, postulaba que a este aserto general, podrían aplicársele algunas excepciones. Dijo: -A pesar del no matarás, que dijo Dios, la Iglesia, durante la guerra y años después, enseñaba este mismo mandamiento divino, diciendo: el quinto: “matarás con justicia”. El mismo Papa afirma que hay “guerras justas” y el Código Penal habla de “defensa propia”. Y en la aplicación de la “pena de muerte”, siempre asiste un cura, con sus rezos, en cada ejecución. El aborto, podría tener también algunas excepciones.
El romanísimo, contestó: -El aborto, no puede ser nunca permitido, sino condenado sin ninguna excepción.
Mi abuelo, callaba, -pero para sí mismo-, reflexionó: Curioso. Los mas acérrimos defensores de “la vida”, suelen justificar las guerras, diciendo que las hay “justas”, y la pena de muerte decidida por los tribunales o por sí mismos en el caso de defensa propia. No matarás, significa siempre no matarás; en ningún caso y bajo ninguna causa, el hombre puede matar ni a niños, ni a adultos. Decidió mojarse, y espetó a los dos, insistiendo que contestaba a ambas posiciones:
-Igualmente es un criminal, quién mata, contra lo ordenado por Dios, que –sin excepción alguna- ordena: No matarás, como quien aborta, porque mata un “niño indefenso”. Tambien lo es el general que ordena un bombardeo y el soldado que, obedeciendo, pulsa el botón; porque, como resultado, muchos “inocentes e indefensos” morirán. Incluso el que mata en defensa propia, es también criminal, porque lo que Jesús mandó es poner la otra mejilla. No hay excepción para matar a nadie. El asunto es simple. Los que admiten unas muertes y rechazan otras, sean las que fueren y con los argumentos que quieran, son inconsecuentes con el mandamiento tácito de Dios no matarás. La vida ha de defenderse con igual energía y convicción. Todas las vidas son preciosas para Dios. Quien diga defender la vida, por fuerza y lógica consecuencia ha de convertirse en un militante “pacifista”, porque de lo contrario, lo que es, es un perfecto hipócrita y mentiroso. De los pacifistas, expresión moderna de los defensores de la vida, se dice que son “bienaventurados, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Las Iglesias y sus cristianitos, deben ser consecuentes o meterse la lengua en el culo. Es su deber defender el derecho a la vida de todos, y no dejarse arrastrar en campañas políticas de desgaste a Gobiernos. No matarás, es no matarás. Nunca, en ningún caso.
Después de la parrafada de mi abuelo, el grupito de vecinos se enzarzó en los consabidos tópicos de siempre, porque es utópico que el Estado, a no ser que sea rico, pueda mantener los deseables gastos de un gabinete nacional de sicólogos para mujeres violadas, una red operativa de adopciones, otra para atender las malformaciones y sus consecuencias o seguimientos y ayudas posteriores, potenciación de orfanatos, formación moral de la juventud, etc., cuando otras necesidades perentorias como el paro indefinido, salario social universal, residencias de ancianos, viviendas, etc, no están cubiertas.
Cuando regresamos a casa, mi abuelo me contó la historia de Doña Concha, y añadió: -Esta señora, ya no vive en el cortijo. Luisita es toda una mujer, felizmente casada y con dos niños preciosos. Viven en la capital, de las rentas del cortijo. Son gente muy metida en las cosas de Iglesia. Pertenecen a la Acción Católica, la Legión de María y colaboran con la sección femenina de Falange, en un centro del Auxilio Social.
Dándome por enterado, pregunté a mi abuelo por el argumento mayor que el camisa vieja esgrimía contra el aborto, que España necesitaba gente para que, trabajando, la hicieran grande. Respondió el viejo:
-Es natural que siendo falangista, piense así. Ninguna mujer debería abortar. Algún día será posible acceder a los anticonceptivos, las madres solteras no estarán estigmatizadas, como lo están ahora y teniendo derecho al trabajo, serán tan independientes como el hombre. El aborto, que para una mujer, es una decisión terrible, será –entonces- casi inexistente. Hoy, reconozco que mi abuelo era de los que veían la botella medio llena.
-Además, tiene un hermano cura.Prosiguió: Y, si necesitan gente para que, con su trabajo, engrandezcan España, ¿por qué mataron a tantos, no ya en la guerra, sino hasta mucho tiempo después de que ésta terminó?. Cuando Dios dijo aquello de “creced y multiplicaos” y “henchid la tierra”, ésta estaba casi vacía. La actividad fundamental era la agricultura y, cuanto mayor fuera el número de hijos, mas brazos había para cultivarla. Hoy, las máquinas roban el trabajo a los hombres, después de habérseles quitado también las tierras. Cuanto mas hijos, mas bocas que alimentar, mas miseria familiar para el simple trabajador u obrero. Pero a las derechas, siempre les ha interesado tener mano de obra barata, y para ello, es preciso que la clase trabajadora se multiplique. Necesitan carne de burros y los militares, necesitan tener carne de cañón. Cierto es que si la demografía no se acerca a la sustitución o relevo de la gente vieja por la nueva, se puede estar al borde del suicidio nacional o mundial. Pero también es cierto que este relevo generacional debe producirse con mesura; sólo cuando los brazos disponibles para el trabajo escasean, o vienen justos, es cuando el trabajo llega a valorarse realmente. De hecho, creo que la acción que mas beneficiaría a la clase trabajadora, mas que cualquier revolución, sería que ella ejerciera un autocontrol de su descendencia. Que entendiera, de una vez por todas, que sólo los ricos, pueden permitirse el lujo de tener muchos hijos. Los trabajadores, no hemos de proporcionar a esta sociedad capitalista carne de burro, ni carne de cañón. De lo contrario, no podrá pretender la dignificación del trabajo, porque mientras mas brazos busquen faena, se pagará menos por ella y se realizará en peores condiciones.
No puede imaginarse el cambio que se produciría en el mundo si, de repente, los trabajadores decidieran no tener mas hijos. De hecho, hacia eso vamos: crecimiento demográfico, cero.
No era cuestión de discutir las ideas de mi abuelo. Simplemente entendí que si el viejo tenía razón, la mejor manera de conseguir mano de obra barata era recurrir a razones religiosas, por lo que los métodos de contracepción, tendrían que ser calificados como “pecado” por las iglesias en connivencia con las derechas. Pero la tierra está ya “henchida”, llena, y también nos hemos multiplicado y crecido bastante sobre ella.
-¿No sería esto un suicidio colectivo de la clase trabajadora?. Me respondió:
-No. Como no es suicidio una huelga de hambre, si se consigue algo con ella. Una huelga de natalidad, no sería tampoco un suicidio de la clase obrera, si se consiguiera que los zánganos de este mundo, apreciaran el gran valor de unas manos callosas.
Ahora sí que me callé y me fui a dormir al catre. Pero el sueño no acudía. Estaba agradecido a mi abuelo, porque nunca me trató acorde con mis pocos años. Siempre hablaba delante de mí. Nunca dijo aquello que solían decir los adultos –a modo de contraseña- para cambiar de conversación, cuando el tema no se debía tratar delante de los niños: “Cuidado, que hay ropa tendida”. Mi abuelo, mantuvo siempre el tendedero vacío para mí. Por ello, me di cuenta que el camisa vieja que, tan duramente calificaba de asesinos a quienes abortaban, recurría a practicarlo si se trataba de proteger la honra de la familia y, justificaba las muertes de personas inocentes, si se producían en una guerra o en defensa propia. También me convencí, de que el interés por el aumento de la natalidad, apoyado por la Iglesia y por los patriotas cinciflecheros, no era por defender la vida, sino por defender sus intereses: obtener mano de obra en abundancia y, por tanto, barata. Nada es lo que parece. Y Morfeo, poco a poco, me fue venciendo y....me dormí, mientras en mi parpadeo, captaba la aceitosa claridad del cándil que ayudaba a leer a mi viejo.
Referente a este último tema de la natalidad o procreación, muchos años después y, sin duda, acordándome de esta historia de mi abuelo, escribí una poesía, cuyo manuscrito transcribo, olvidándome de la ortografía, para pronunciarla tal como hablaba mi abuelo y la gente del pueblo:
Doña Concha llevaba varios días tensa, demacrada, de mal humor. Era evidente que estaba preocupada. Todo el mundo en el cortijo, se daba cuenta. Desde la cocinera al capataz. El único que parecía estar en babia era su marido.
Estaba decidida. No podía tolerar que su hija menor, Luisita, echara a perder su vida y trajera el escándalo a su respetable familia.
Simulando un viaje a la capital, acudió aquel mismo día, acompañada de Luisita, a la cueva de la Peana, unas leguas río arriba, donde esta especie de bruja o santa, convivía con un hijo sordomudo.
Habían intentado echarla, pero nunca hasta ahora, lo habían conseguido. Siempre intercedía por ella alguien influyente que paraba el desahucio, basándose en la misericordia y en la compasión, virtudes cristianas que no mostraban hacia ella cuando, de tarde en tarde, bajaba al pueblo para hacer alguna compra o gestión.
La Peana conocía su oficio. ¡Cuantas encopetadas señoras habían pasado por su cueva!¡Cuantos secretos de familia conocía!. Sólo el cura del pueblo la aventajaba en esto, por eso de la confesión de las beatas. Preparó abundancia de agua caliente, trapos blancos, toallas, infusiones de hierbas que cocía en el puchero de barro y, con una larga aguja de hacer puntos, exploraba despacio, con mano sensible y experta, la vagina de Luisita que, permanecía semiatada y patiabierta encima de la mesa. Algunos gritos, sollozos, bastante sangre y, todo terminó bien, según dijo la Peana. Doña Concha, estuvo nerviosísima, cosas terribles pasaron por su imaginación, pero ya todo pasó.
Su corazón de madre sufría, pero su respetabilidad y posición social, el honor de la familia, etc, quedaban a salvo.
Para estos menesteres, siempre se acudía a la Peana. Ella sacaba del paso a señoronas, a chicas solteras y a las esposas de braceros, cuando les fallaban los saltos que, a postas daban, desde la mesa al suelo, o los lavados vaginales con pócimas y remedios caseros. La Peana, bruja para unos, santa para otros, era como las prostitutas: alabada en privado, pero ignorada en público.
Casi dos semanas transcurrieron hasta que Doña Concha y Luisita, regresaron al cortijo, de su viaje a la capital. Nadie sospechó su coartada y parece que su marido, permanecía en babia o lo fingía. Lo cierto es que Luisita, se repuso de sus fingidas calenturas y pudo tapar su desliz, con la ayuda inestimable de su madre y la Peana.
El motivo por el que mi abuelo me contó esta historia que, por otro lado, ignoró cómo llegó a saberla, fue una discusión que unos vecinos mantuvieron sobre el aborto, estando yo presente.
Uno, de la vieja guardia de Franco, ultra católico, mantenía muy dogmático y seguro: -El aborto es un crimen de lesa majestad, (mi abuelo sabía que, quien esto decía, era familiar de Doña Concha y había dirigido un pelotón de fusilamiento contra sospechosos de republicanismo), un crimen con todos los agravantes habidos y por haber, puesto que se quita la vida a un ser indefenso. Es también un acto de traición contra la Patria, que necesita hombres y mujeres para trabajar y hacerla grande. Es un pecado contra Dios, que ha dicho “no matarás”.
Otro vecino, mas flexible, postulaba que a este aserto general, podrían aplicársele algunas excepciones. Dijo: -A pesar del no matarás, que dijo Dios, la Iglesia, durante la guerra y años después, enseñaba este mismo mandamiento divino, diciendo: el quinto: “matarás con justicia”. El mismo Papa afirma que hay “guerras justas” y el Código Penal habla de “defensa propia”. Y en la aplicación de la “pena de muerte”, siempre asiste un cura, con sus rezos, en cada ejecución. El aborto, podría tener también algunas excepciones.
El romanísimo, contestó: -El aborto, no puede ser nunca permitido, sino condenado sin ninguna excepción.
Mi abuelo, callaba, -pero para sí mismo-, reflexionó: Curioso. Los mas acérrimos defensores de “la vida”, suelen justificar las guerras, diciendo que las hay “justas”, y la pena de muerte decidida por los tribunales o por sí mismos en el caso de defensa propia. No matarás, significa siempre no matarás; en ningún caso y bajo ninguna causa, el hombre puede matar ni a niños, ni a adultos. Decidió mojarse, y espetó a los dos, insistiendo que contestaba a ambas posiciones:
-Igualmente es un criminal, quién mata, contra lo ordenado por Dios, que –sin excepción alguna- ordena: No matarás, como quien aborta, porque mata un “niño indefenso”. Tambien lo es el general que ordena un bombardeo y el soldado que, obedeciendo, pulsa el botón; porque, como resultado, muchos “inocentes e indefensos” morirán. Incluso el que mata en defensa propia, es también criminal, porque lo que Jesús mandó es poner la otra mejilla. No hay excepción para matar a nadie. El asunto es simple. Los que admiten unas muertes y rechazan otras, sean las que fueren y con los argumentos que quieran, son inconsecuentes con el mandamiento tácito de Dios no matarás. La vida ha de defenderse con igual energía y convicción. Todas las vidas son preciosas para Dios. Quien diga defender la vida, por fuerza y lógica consecuencia ha de convertirse en un militante “pacifista”, porque de lo contrario, lo que es, es un perfecto hipócrita y mentiroso. De los pacifistas, expresión moderna de los defensores de la vida, se dice que son “bienaventurados, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Las Iglesias y sus cristianitos, deben ser consecuentes o meterse la lengua en el culo. Es su deber defender el derecho a la vida de todos, y no dejarse arrastrar en campañas políticas de desgaste a Gobiernos. No matarás, es no matarás. Nunca, en ningún caso.
Después de la parrafada de mi abuelo, el grupito de vecinos se enzarzó en los consabidos tópicos de siempre, porque es utópico que el Estado, a no ser que sea rico, pueda mantener los deseables gastos de un gabinete nacional de sicólogos para mujeres violadas, una red operativa de adopciones, otra para atender las malformaciones y sus consecuencias o seguimientos y ayudas posteriores, potenciación de orfanatos, formación moral de la juventud, etc., cuando otras necesidades perentorias como el paro indefinido, salario social universal, residencias de ancianos, viviendas, etc, no están cubiertas.
Cuando regresamos a casa, mi abuelo me contó la historia de Doña Concha, y añadió: -Esta señora, ya no vive en el cortijo. Luisita es toda una mujer, felizmente casada y con dos niños preciosos. Viven en la capital, de las rentas del cortijo. Son gente muy metida en las cosas de Iglesia. Pertenecen a la Acción Católica, la Legión de María y colaboran con la sección femenina de Falange, en un centro del Auxilio Social.
Dándome por enterado, pregunté a mi abuelo por el argumento mayor que el camisa vieja esgrimía contra el aborto, que España necesitaba gente para que, trabajando, la hicieran grande. Respondió el viejo:
-Es natural que siendo falangista, piense así. Ninguna mujer debería abortar. Algún día será posible acceder a los anticonceptivos, las madres solteras no estarán estigmatizadas, como lo están ahora y teniendo derecho al trabajo, serán tan independientes como el hombre. El aborto, que para una mujer, es una decisión terrible, será –entonces- casi inexistente. Hoy, reconozco que mi abuelo era de los que veían la botella medio llena.
-Además, tiene un hermano cura.Prosiguió: Y, si necesitan gente para que, con su trabajo, engrandezcan España, ¿por qué mataron a tantos, no ya en la guerra, sino hasta mucho tiempo después de que ésta terminó?. Cuando Dios dijo aquello de “creced y multiplicaos” y “henchid la tierra”, ésta estaba casi vacía. La actividad fundamental era la agricultura y, cuanto mayor fuera el número de hijos, mas brazos había para cultivarla. Hoy, las máquinas roban el trabajo a los hombres, después de habérseles quitado también las tierras. Cuanto mas hijos, mas bocas que alimentar, mas miseria familiar para el simple trabajador u obrero. Pero a las derechas, siempre les ha interesado tener mano de obra barata, y para ello, es preciso que la clase trabajadora se multiplique. Necesitan carne de burros y los militares, necesitan tener carne de cañón. Cierto es que si la demografía no se acerca a la sustitución o relevo de la gente vieja por la nueva, se puede estar al borde del suicidio nacional o mundial. Pero también es cierto que este relevo generacional debe producirse con mesura; sólo cuando los brazos disponibles para el trabajo escasean, o vienen justos, es cuando el trabajo llega a valorarse realmente. De hecho, creo que la acción que mas beneficiaría a la clase trabajadora, mas que cualquier revolución, sería que ella ejerciera un autocontrol de su descendencia. Que entendiera, de una vez por todas, que sólo los ricos, pueden permitirse el lujo de tener muchos hijos. Los trabajadores, no hemos de proporcionar a esta sociedad capitalista carne de burro, ni carne de cañón. De lo contrario, no podrá pretender la dignificación del trabajo, porque mientras mas brazos busquen faena, se pagará menos por ella y se realizará en peores condiciones.
No puede imaginarse el cambio que se produciría en el mundo si, de repente, los trabajadores decidieran no tener mas hijos. De hecho, hacia eso vamos: crecimiento demográfico, cero.
No era cuestión de discutir las ideas de mi abuelo. Simplemente entendí que si el viejo tenía razón, la mejor manera de conseguir mano de obra barata era recurrir a razones religiosas, por lo que los métodos de contracepción, tendrían que ser calificados como “pecado” por las iglesias en connivencia con las derechas. Pero la tierra está ya “henchida”, llena, y también nos hemos multiplicado y crecido bastante sobre ella.
-¿No sería esto un suicidio colectivo de la clase trabajadora?. Me respondió:
-No. Como no es suicidio una huelga de hambre, si se consigue algo con ella. Una huelga de natalidad, no sería tampoco un suicidio de la clase obrera, si se consiguiera que los zánganos de este mundo, apreciaran el gran valor de unas manos callosas.
Ahora sí que me callé y me fui a dormir al catre. Pero el sueño no acudía. Estaba agradecido a mi abuelo, porque nunca me trató acorde con mis pocos años. Siempre hablaba delante de mí. Nunca dijo aquello que solían decir los adultos –a modo de contraseña- para cambiar de conversación, cuando el tema no se debía tratar delante de los niños: “Cuidado, que hay ropa tendida”. Mi abuelo, mantuvo siempre el tendedero vacío para mí. Por ello, me di cuenta que el camisa vieja que, tan duramente calificaba de asesinos a quienes abortaban, recurría a practicarlo si se trataba de proteger la honra de la familia y, justificaba las muertes de personas inocentes, si se producían en una guerra o en defensa propia. También me convencí, de que el interés por el aumento de la natalidad, apoyado por la Iglesia y por los patriotas cinciflecheros, no era por defender la vida, sino por defender sus intereses: obtener mano de obra en abundancia y, por tanto, barata. Nada es lo que parece. Y Morfeo, poco a poco, me fue venciendo y....me dormí, mientras en mi parpadeo, captaba la aceitosa claridad del cándil que ayudaba a leer a mi viejo.
Referente a este último tema de la natalidad o procreación, muchos años después y, sin duda, acordándome de esta historia de mi abuelo, escribí una poesía, cuyo manuscrito transcribo, olvidándome de la ortografía, para pronunciarla tal como hablaba mi abuelo y la gente del pueblo:
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