Allí estaba, como en una torre, dándole a la escobilla. Una brocha corta y gruesa hecha de palmas, como una pequeña escoba de barrer, hecha de modo artesano. Se había preparado un andamio con la mesa redonda de camilla y, encima una silla alta de enea. De esta forma, llegaba a lo mas alto de la fachada, a las mismas tejas. Esta faena la solía repetir dos o tres veces al año.
Su hermana, la contemplaba desde otra silla de enea a la que se le habían acoplado un eje, dos ruedas de bicicleta y un cojinete, imitando las sillas de ruedas que habían visto una vez en la capital.
Mientras una encalaba y hacía equilibrios, la otra miraba, sentada, señalándole los santos que dejaba en la pared; es decir, los pequeños trozos de pared por donde la escobilla no había pasado con su calcárea blancura.
--Te pareces a la cabra escaladora de los gitanos. Sólo haría falta que yo tocara la trompeta o el tambor. Luego pasaríamos el platillo para recolectar las monedas. Bromeaba la inválida, remachándole sus bromas:
--¿Vaya facha que tienes, guapa!. Efectivamente, se había puesto pantalones, por aquello de no enseñar las piernas a los posibles viandantes, desde las alturas en que se hallaba. Y tenía el pelo cubierto con un improvisado turbante que se hizo con el delantal. Además, estaba toda salpicada de cal, como si hubiera contraído una urticaria blanca.
La pintora equilibrista respondió a las bromas de su hermana rociándola con la escobilla, como el cura hacía con el hisopo del agua bendita. Y así, entre mutuas bromas, acortaban el tiempo, amenizando la tarea. Siempre estaban igual. A pesar de que pasaban de los cincuenta, parecían dos chiquillas. Vivían juntas desde niñas. La blanqueadora, ni siquiera se había casado para dedicarse al cuidado de su hermana. La enferma, por su parte, sencillamente, la adoraba.
El año anterior habían estado en Lourdes, en una expedición de enfermos patrocinada por el Obispado. Pero no hubo milagro. Regresó de la peregrinación tan paralítica como había salido. Lo positivo fue el viaje en sí. La única vez, o quizá la segunda, que ambas hermanas salieron del pueblo. Hicieron turismo. Vieron Francia y desde la ventanilla del tren pudieron ver olivos, vides y postes, correr a gran velocidad en sentido contrario a ellas. Volvieron con la convicción de que el mundo era muy grande. Se resignaron por completo a vivir el resto de sus días con la impotente presencia de la silla de ruedas. Lo habían asumido y con naturalidad fatalista lo aceptaban.
Mientras blanqueaba, charlaban, criticaban, bromeaban, saludaban a los pocos vecinos que por allí pasaron, avisándoles para que no mancharan sus ropas de cal, ni les cayeran salpicaduras, aunque la bromista decía que nadie puede mancharse de cal porque la cal no mancha: mojada o seca, sale simplemente usando agua. En cambio, ¡qué blancura mas blanca, qué hermosura de brillo el sol le daba!
--Seguro que en el cielo, las casas de los ángeles y santos tienen que ser blancas. No doradas, de oro, sino blancas, de cal. Decía la sentada.
--Sí. Respondió la otra. Pero voy lista, si también allí tengo que blanquear varias veces por año.
La cal es muy querida por los andaluces. No la sustituirán jamás. Sus pueblos podrán ser pobres, pero serán limpios, eternamente blancos. Sus antepasados, desde tiempo inmemorial, ya encalaban sus casas, encalándolas siguen y encalándolas seguirán. De creer a la paralítica, al morir, sus almas se llevarían a ultratumba una escobilla y un cubo de cal.
Cuentan los viejos que esta costumbre que no existe en Castilla, ni en todo el Norte, procede de un Edicto de uno de los Califas cordobeses, que obligaba a sus súbditos a encalar sus casas por dentro y por fuera. No sólo por limpieza y blancura, sino también por las cualidades desinfectantes de la cal y la mayor defensa contra el calor que proporciona el color blanco. De modo que, obligados por el edicto al principio, y por la costumbre después, los pueblos andalusíes salpicaron de blanco, los montes verdes de olivos y vides, hasta nuestros días. Quizá por eso el poeta Arqam nos habló, ya en el siglo XI, de esos colores de nuestra bandera, ondeando por vez primera en Almería.
De pronto se tambaleó la encaladora. Una parte de la silla se había deslizado hasta fuera del borde circular de la mesa, de forma que, arrojando la mujer la escobilla de la cal, se aferró con las dos manos al alerón de las tejas viejas, al tiempo que daba un fuerte grito y volcaba el cubo de cal, que se estampó contra el empedrado de la calle. La silla resistía sobre la mesa pero con solo tres patas, la cuarta quedó definitivamente fuera del redondel de la mesa. Y continuaba resbalando, haciendo inminente la caída de la mujer, que se sujetaba con fuerza a las tejas.
La hermana paralítica, que contemplaba aterrorizada la escena, grita con furia como si fuera ella misma la que estaba en peligro y, crispada, se levanta avanzando vacilante hacia la mesa, logrando empujar hacia el centro de la mesa a la silla, que apoyó su cuarta pata en el redondel, restableciendo el equilibrio de su hermana que puede ya, soltarse de las tejas y descender del improvisado andamio, con la seguridad de otras veces., dando, ambas hermanas , un suspiro aliviador.
Se produce un silencio que, roto por alegres gritos de ambas, exclaman:
--¡Te has levantado!.
--Sí. Me he levantado.
Se abrazaron contentas. Allí estaban. Las dos, en pié. Ninguna de las dos se lo hubieran creído, si no lo estuvieran viendo con sus llorosos y viejos ojos.
Lo que no hizo Lourdes, lo había hecho la tensión del peligro vivido a la vez, por ambas hermanas.
--Así que –concluyó mi abuelo al contarme esta historia- o la Virgen actuó con un año de retraso, o efectivamente, la fe y el amor, mueven montañas. No son los santos, las vírgenes, los curanderos, ni siquiera los médicos, ni las medicinas, los que curan, sino la fe que la gente pone en estas cosas. Es esta fe la que realmente sana.
De alguna forma que no sabemos, la fuerte convicción, las fuertes ganas, deben lograr que ciertos cortocircuitos u obstrucciones del cerebro, se deshagan y puedan dar órdenes a los miembros, sentidos, nervios, de ciertas zonas del cuerpo, que antes no funcionaban por no poder recibirlas.
Su hermana, la contemplaba desde otra silla de enea a la que se le habían acoplado un eje, dos ruedas de bicicleta y un cojinete, imitando las sillas de ruedas que habían visto una vez en la capital.
Mientras una encalaba y hacía equilibrios, la otra miraba, sentada, señalándole los santos que dejaba en la pared; es decir, los pequeños trozos de pared por donde la escobilla no había pasado con su calcárea blancura.
--Te pareces a la cabra escaladora de los gitanos. Sólo haría falta que yo tocara la trompeta o el tambor. Luego pasaríamos el platillo para recolectar las monedas. Bromeaba la inválida, remachándole sus bromas:
--¿Vaya facha que tienes, guapa!. Efectivamente, se había puesto pantalones, por aquello de no enseñar las piernas a los posibles viandantes, desde las alturas en que se hallaba. Y tenía el pelo cubierto con un improvisado turbante que se hizo con el delantal. Además, estaba toda salpicada de cal, como si hubiera contraído una urticaria blanca.
La pintora equilibrista respondió a las bromas de su hermana rociándola con la escobilla, como el cura hacía con el hisopo del agua bendita. Y así, entre mutuas bromas, acortaban el tiempo, amenizando la tarea. Siempre estaban igual. A pesar de que pasaban de los cincuenta, parecían dos chiquillas. Vivían juntas desde niñas. La blanqueadora, ni siquiera se había casado para dedicarse al cuidado de su hermana. La enferma, por su parte, sencillamente, la adoraba.
El año anterior habían estado en Lourdes, en una expedición de enfermos patrocinada por el Obispado. Pero no hubo milagro. Regresó de la peregrinación tan paralítica como había salido. Lo positivo fue el viaje en sí. La única vez, o quizá la segunda, que ambas hermanas salieron del pueblo. Hicieron turismo. Vieron Francia y desde la ventanilla del tren pudieron ver olivos, vides y postes, correr a gran velocidad en sentido contrario a ellas. Volvieron con la convicción de que el mundo era muy grande. Se resignaron por completo a vivir el resto de sus días con la impotente presencia de la silla de ruedas. Lo habían asumido y con naturalidad fatalista lo aceptaban.
Mientras blanqueaba, charlaban, criticaban, bromeaban, saludaban a los pocos vecinos que por allí pasaron, avisándoles para que no mancharan sus ropas de cal, ni les cayeran salpicaduras, aunque la bromista decía que nadie puede mancharse de cal porque la cal no mancha: mojada o seca, sale simplemente usando agua. En cambio, ¡qué blancura mas blanca, qué hermosura de brillo el sol le daba!
--Seguro que en el cielo, las casas de los ángeles y santos tienen que ser blancas. No doradas, de oro, sino blancas, de cal. Decía la sentada.
--Sí. Respondió la otra. Pero voy lista, si también allí tengo que blanquear varias veces por año.
La cal es muy querida por los andaluces. No la sustituirán jamás. Sus pueblos podrán ser pobres, pero serán limpios, eternamente blancos. Sus antepasados, desde tiempo inmemorial, ya encalaban sus casas, encalándolas siguen y encalándolas seguirán. De creer a la paralítica, al morir, sus almas se llevarían a ultratumba una escobilla y un cubo de cal.
Cuentan los viejos que esta costumbre que no existe en Castilla, ni en todo el Norte, procede de un Edicto de uno de los Califas cordobeses, que obligaba a sus súbditos a encalar sus casas por dentro y por fuera. No sólo por limpieza y blancura, sino también por las cualidades desinfectantes de la cal y la mayor defensa contra el calor que proporciona el color blanco. De modo que, obligados por el edicto al principio, y por la costumbre después, los pueblos andalusíes salpicaron de blanco, los montes verdes de olivos y vides, hasta nuestros días. Quizá por eso el poeta Arqam nos habló, ya en el siglo XI, de esos colores de nuestra bandera, ondeando por vez primera en Almería.
De pronto se tambaleó la encaladora. Una parte de la silla se había deslizado hasta fuera del borde circular de la mesa, de forma que, arrojando la mujer la escobilla de la cal, se aferró con las dos manos al alerón de las tejas viejas, al tiempo que daba un fuerte grito y volcaba el cubo de cal, que se estampó contra el empedrado de la calle. La silla resistía sobre la mesa pero con solo tres patas, la cuarta quedó definitivamente fuera del redondel de la mesa. Y continuaba resbalando, haciendo inminente la caída de la mujer, que se sujetaba con fuerza a las tejas.
La hermana paralítica, que contemplaba aterrorizada la escena, grita con furia como si fuera ella misma la que estaba en peligro y, crispada, se levanta avanzando vacilante hacia la mesa, logrando empujar hacia el centro de la mesa a la silla, que apoyó su cuarta pata en el redondel, restableciendo el equilibrio de su hermana que puede ya, soltarse de las tejas y descender del improvisado andamio, con la seguridad de otras veces., dando, ambas hermanas , un suspiro aliviador.
Se produce un silencio que, roto por alegres gritos de ambas, exclaman:
--¡Te has levantado!.
--Sí. Me he levantado.
Se abrazaron contentas. Allí estaban. Las dos, en pié. Ninguna de las dos se lo hubieran creído, si no lo estuvieran viendo con sus llorosos y viejos ojos.
Lo que no hizo Lourdes, lo había hecho la tensión del peligro vivido a la vez, por ambas hermanas.
--Así que –concluyó mi abuelo al contarme esta historia- o la Virgen actuó con un año de retraso, o efectivamente, la fe y el amor, mueven montañas. No son los santos, las vírgenes, los curanderos, ni siquiera los médicos, ni las medicinas, los que curan, sino la fe que la gente pone en estas cosas. Es esta fe la que realmente sana.
De alguna forma que no sabemos, la fuerte convicción, las fuertes ganas, deben lograr que ciertos cortocircuitos u obstrucciones del cerebro, se deshagan y puedan dar órdenes a los miembros, sentidos, nervios, de ciertas zonas del cuerpo, que antes no funcionaban por no poder recibirlas.
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