
EL ESCOPETAZO.
--Hace tiempo que no nos vemos. Hace mucho que no vengo a verte. Si supieras lo que cuesta aguantar, niña, y contenerme.
Y es que Juan, el mozo gitano, cuyo padre era tan amigo de mi abuelo, no era bien recibido no ya en aquella casa, sino tampoco en aquella calle que a la iglesia conducía, si la seguías, sin desviarte.
Se rumoreaba que iba porque quería pretender a María, hija de una beata que vivía, pared con pared, con la casa del cura. Por rumorear, se rumoreaba que, habiendo enviudado del sacristán, su hija, lo era también del cura, porque la larga y contagiosa enfermedad de su santurrón marido, tuberculosis, les había obligado a dormir en habitaciones separadas, y en sus últimos meses, muy empeorado, no estaba el hombre para mucho trote. Mas, fuese como fuese, por hija póstuma del sacristán todos, oficialmente, tenían a la moza por la que bebía los vientos el gitanito Juan.
Esto era lo único que sabían de Juan: que era gitano. Ni la beata viuda ni el cura, veían con buenos ojos al mozo, aunque le sabían guapetón y bien plantado.
El joven sufría sus amores por no poder, como cualquiera podía, rondar la reja de su ventana en el atardecer de los días. Ni dar rienda suelta a sus sentimientos, poniéndolos en palabras de enamorada fantasía. Juan sufría, al tiempo que envidiaba al resto de los mozos que, aunque con carabina, podían pelar tranquilamente la pava con sus novias. La última vez que apareció por la casa de María con tan amorosa intención, fue puesto en fuga por el vociferante cura que, remangándose la sotana, corrió hacia el gitanillo como si en lugar de pelar la pava, pretendiera robarla.
Así que esta vez, sin toses, silbidos, ni serenatas, sigilosamente, como gato trasnochador en celo, se encaramó a la tapia de la iglesia y alardeando de equilibrista, la cruzó bamboleante, hasta agarrarse a la reja de la ventana donde la moza dormía. María, soñolienta, reconoció su voz y no pellizcó la llave de la luz, ni se sobresaltó, sino que, rodeándose de un viejo chal, abandonó el catre y, descalza y de puntillas, se acercó a la ventana.
Las palabras que cruzaron, las promesas que se hicieron, los temores que ambos temblaron y las esperanzas que esperaron, pertenecen al secreto de la noche y fueron tapadas con la manta negra de un cielo no estrellado. Cosa bonitas que podrían haberse pregonado desde la azotea, para que fueran oídas y admiradas por la gente del pueblo, pero que por venir de un gitano, hubieron de murmurarse en la oscuridad, cual si fuese algún horrible secreto.
Una ronca descarga de escopeta retembló en la noche y Juan corrió tanto, que le llamaron desde entonces, “el gitano de las alpargatas de las siete leguas”, en jocosa alusión al popular cuento. Los truenos de pólvora fueron dos, espaciados y ruidosos como cañonazos secos, que crujieron la negritud celeste. Por lo que los mas viejos que conocieron los trabucos, afirmaron con rotundidad que fueron dos bolas de algún viejo trabuco dormido en algún desván, las causantes de los dos broncos estruendos.
Nunca se supo si fue la beata o el cura quien escopeteó o trabucó al pobre Juan. El mozo, en lo que nunca pensó, fue en pararse para averiguarlo.
La mañana siguiente, después del gallo cantó la campana con su metálica voz, llamando rutinariamente a la misa diaria. De la escopeta nada se mencionó. Pero el cura, en su breve sermón, previno a las enlutadas viejas que concurrían, contra los deseos de la carne, destacando la virtud como un precioso tesoro que proteger, si fuese preciso, por la viva fuerza. Una vieja desdentada miró a la madre de María, viuda del sacristán, que agachó la cabeza al intuir una risa burlona que le enseñaba hasta las encías.
El cabo de la Guardia Civil, tan celoso de su tarea, nada inquirió sobre el escopetazo. Como si aquel brusco estallido de pólvora y fuego que sobresaltó al pueblo, no hubiera acaecido. A fin de cuentas, ningún daño se había producido. No sabemos si por fallo de puntería o por la intención del artillero, que tal vez, no buscaba mas que asustar al Casanova calé.
Mas supongo –me dijo mi abuelo- que aunque el gitanillo hubiese resultado herido o muerto, tampoco habría ocurrido nada, pues quedaría la justificación de defensa del honor, como el del Alcalde de Zalamea, o la de defensa de la propiedad privada. En cualquier caso, el gitanillo hubiera ingresado en el hospital o en el cementerio, sin mayor problema para quien apretó el gatillo.
Y es que los mayores profetas de la integración racial, suelen contradecirse cuando de emparentar se trata, vía matrimonio, con los que desean redimir, integrar o salvar.
Lo siento por Juan, porque tampoco mi abuelo me supo decir cómo acabaron sus amoríos, si fueron o no felices, y comieron o no perdices.
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--Hace tiempo que no nos vemos. Hace mucho que no vengo a verte. Si supieras lo que cuesta aguantar, niña, y contenerme.
Y es que Juan, el mozo gitano, cuyo padre era tan amigo de mi abuelo, no era bien recibido no ya en aquella casa, sino tampoco en aquella calle que a la iglesia conducía, si la seguías, sin desviarte.
Se rumoreaba que iba porque quería pretender a María, hija de una beata que vivía, pared con pared, con la casa del cura. Por rumorear, se rumoreaba que, habiendo enviudado del sacristán, su hija, lo era también del cura, porque la larga y contagiosa enfermedad de su santurrón marido, tuberculosis, les había obligado a dormir en habitaciones separadas, y en sus últimos meses, muy empeorado, no estaba el hombre para mucho trote. Mas, fuese como fuese, por hija póstuma del sacristán todos, oficialmente, tenían a la moza por la que bebía los vientos el gitanito Juan.
Esto era lo único que sabían de Juan: que era gitano. Ni la beata viuda ni el cura, veían con buenos ojos al mozo, aunque le sabían guapetón y bien plantado.
El joven sufría sus amores por no poder, como cualquiera podía, rondar la reja de su ventana en el atardecer de los días. Ni dar rienda suelta a sus sentimientos, poniéndolos en palabras de enamorada fantasía. Juan sufría, al tiempo que envidiaba al resto de los mozos que, aunque con carabina, podían pelar tranquilamente la pava con sus novias. La última vez que apareció por la casa de María con tan amorosa intención, fue puesto en fuga por el vociferante cura que, remangándose la sotana, corrió hacia el gitanillo como si en lugar de pelar la pava, pretendiera robarla.
Así que esta vez, sin toses, silbidos, ni serenatas, sigilosamente, como gato trasnochador en celo, se encaramó a la tapia de la iglesia y alardeando de equilibrista, la cruzó bamboleante, hasta agarrarse a la reja de la ventana donde la moza dormía. María, soñolienta, reconoció su voz y no pellizcó la llave de la luz, ni se sobresaltó, sino que, rodeándose de un viejo chal, abandonó el catre y, descalza y de puntillas, se acercó a la ventana.
Las palabras que cruzaron, las promesas que se hicieron, los temores que ambos temblaron y las esperanzas que esperaron, pertenecen al secreto de la noche y fueron tapadas con la manta negra de un cielo no estrellado. Cosa bonitas que podrían haberse pregonado desde la azotea, para que fueran oídas y admiradas por la gente del pueblo, pero que por venir de un gitano, hubieron de murmurarse en la oscuridad, cual si fuese algún horrible secreto.
Una ronca descarga de escopeta retembló en la noche y Juan corrió tanto, que le llamaron desde entonces, “el gitano de las alpargatas de las siete leguas”, en jocosa alusión al popular cuento. Los truenos de pólvora fueron dos, espaciados y ruidosos como cañonazos secos, que crujieron la negritud celeste. Por lo que los mas viejos que conocieron los trabucos, afirmaron con rotundidad que fueron dos bolas de algún viejo trabuco dormido en algún desván, las causantes de los dos broncos estruendos.
Nunca se supo si fue la beata o el cura quien escopeteó o trabucó al pobre Juan. El mozo, en lo que nunca pensó, fue en pararse para averiguarlo.
La mañana siguiente, después del gallo cantó la campana con su metálica voz, llamando rutinariamente a la misa diaria. De la escopeta nada se mencionó. Pero el cura, en su breve sermón, previno a las enlutadas viejas que concurrían, contra los deseos de la carne, destacando la virtud como un precioso tesoro que proteger, si fuese preciso, por la viva fuerza. Una vieja desdentada miró a la madre de María, viuda del sacristán, que agachó la cabeza al intuir una risa burlona que le enseñaba hasta las encías.
El cabo de la Guardia Civil, tan celoso de su tarea, nada inquirió sobre el escopetazo. Como si aquel brusco estallido de pólvora y fuego que sobresaltó al pueblo, no hubiera acaecido. A fin de cuentas, ningún daño se había producido. No sabemos si por fallo de puntería o por la intención del artillero, que tal vez, no buscaba mas que asustar al Casanova calé.
Mas supongo –me dijo mi abuelo- que aunque el gitanillo hubiese resultado herido o muerto, tampoco habría ocurrido nada, pues quedaría la justificación de defensa del honor, como el del Alcalde de Zalamea, o la de defensa de la propiedad privada. En cualquier caso, el gitanillo hubiera ingresado en el hospital o en el cementerio, sin mayor problema para quien apretó el gatillo.
Y es que los mayores profetas de la integración racial, suelen contradecirse cuando de emparentar se trata, vía matrimonio, con los que desean redimir, integrar o salvar.
Lo siento por Juan, porque tampoco mi abuelo me supo decir cómo acabaron sus amoríos, si fueron o no felices, y comieron o no perdices.
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TERRORISTA O PATRIOTA.
Faustino era militante de la F.A.I. (Federación Anarquista Ibérica). Sólo por haber pertenecido a esta organización, ingresó en la cárcel, nada mas tomaron el pueblo los “nacionales”. No se le pudo incriminar por ningún delito de sangre, sino tan sólo por pertenencia a una asociación política, completamente legal en tiempos de la República. Jamás lo negó y hubiese resultado inútil hacerlo, puesto que de nadie se escondía. Su militancia ácrata, era conocida por todo el pueblo.
Se paseaba con el brazalete rojinegro, enfundado en su mono azul que se eligió como uniforme de la federación, por ser la prenda mas común que usaban los trabajadores. Intervenía en todas las reuniones de los vecinos del pueblo, fue uno de los impulsores de la Cooperativa agraria Rosa de Luxemburgo, que se autogestionó al comienzo de la guerra, en unos terrenos que los señoritos usaban sólo para cazar.
Se paseaba con el brazalete rojinegro, enfundado en su mono azul que se eligió como uniforme de la federación, por ser la prenda mas común que usaban los trabajadores. Intervenía en todas las reuniones de los vecinos del pueblo, fue uno de los impulsores de la Cooperativa agraria Rosa de Luxemburgo, que se autogestionó al comienzo de la guerra, en unos terrenos que los señoritos usaban sólo para cazar.
Aquel joven tan popular y activo, no podía irse de rositas. Así que el fiscal militar buscó y rebuscó en todas partes para tener qué imputarle, pero nada halló. Llevaba seis meses en prisión y temió por su vida, porque vio a otros compañeros menos populares que él, que ya le habían dado el “paseíllo”que, por si alguien no lo sabe, consistía en montarlos en un camión y llevarlos a las afueras de los pueblos y ciudades, bajarlos y pegarle unos tiros, dejando sus cuerpos en la misma cuneta del camino. Para esto no era preciso, ni siquiera la pantomima de un juicio. Simplemente, que la cárcel estuviese demasiado llena y necesitaran hueco para mas presos.
Según mi abuelo, se libró del “paseíllo” porque el mismo cura (nada que ver con el del escopetazo), intercedió personalmente por Faustino. Ya que, Faustino, impidió que algunos exaltados quemasen la iglesia, dándoles un mitin en toda regla, sobre el derecho que tenían la gente del pueblo que así lo quisieran, a practicar la religión que quisieran. Cosa que no podrán hacer, si les quemamos la iglesia. El cura quiso devolver el favor recibido, pero nada mas hizo para que lo sacaran de la cárcel.
Meses mas tarde, supo mi abuelo por el propio Faustino, que estaba muy arrepentido por haber evitado la quema de la iglesia, ya que supo por algunos compañeros que llegaron presos, que el cura, llevaba siempre con él, un pistolón del nueve largo bajo la sotana y que, además, todo el sótano de la sacristía, estaba lleno de armas, guardadas para entregárselas a los fascistas, en cuanto tomaran el pueblo, cosa que harían después de bombardearlo dos veces por día, durante quince. El cura sabía muy bien cuando llegarían los nacionales.
Faustino, al ser detenido, fue llevado a un caserón de las afueras habilitado como prisión provisional, no muy lejos del cementerio. Pero intuía que pronto sería trasladado a Málaga donde, llenas las cárceles a abarrotar, habilitaron la plaza de toros para los detenidos. En aquella masificación, su estancia sería mas penosa y no tan relajada como era donde ahora estaba, y tampoco el cura estaría cerca en caso de emergencia. Así que, cuando pensaba en cómo escapar de allí, la providencia, la suerte o la memoria de los libros leídos, le inculcaron una idea. Acababa de morir repentinamente uno de los presos, nadie sabía bien si de tifus, tuberculosis o de una gran paliza, pero alguien que vio el cuerpo, dijo que estaba hecho un “eccehomo”, por lo que lo metieron en la caja con toda rapidez, y no estaban dispuestos a que, ni siquiera la familia, le vieran la cara, así que clavetearon a prisa y bien la tapa, antes de comunicarle la muerte a los familiares del difunto.
A Faustino se le metió en la cabeza lo que leyó de niño sobre “el Conde de Montecristo”, y se convenció a sí mismo de que ésa era la solución. Lo propuso a dos compañeros. Había de hacerse un hoyo en el suelo terrizo del caserón esa misma noche, enterrar el cadáver del compañero muerto y uno de los tres, ocuparía la caja que, lo mas probable, sería que fuese enterrada en nicho, ya que siendo todos lugareños, tendrían un “seguro de muertos”, por lo que nicho, caja, capilla ardiente, coche de caballos con penachos, ceremonia religiosa, misa de difunto y estampitas de recordatorio, estarían incluidos. De todas formas, el ocupante del féretro llevaría con él las herramientas que se pudieran proveer. Había que retrasar la noticia de la huida lo mas posible y avisar a la familia cuanto antes. Lo peor que podría ocurrir, sería que la sepultura fuese directamente en tierra, en cuyo caso, el que ocupara el féretro, debería apresurarse en abrir la tapa lo antes posible y salir corriendo, en el mismo carro del sepelio, a patas o como pudiera, acorde con la situación que viera fuera.
Sólo Faustino tuvo valor para protagonizar el plan de fuga, y así se hizo exactamente.
Sacaron el cajón mortuorio entre cuatro guardias civiles y lo introdujeron en el carro funerario, entre lágrimas y lloros lógicos de los familiares que, no vieron el cuerpo, porque achacaron la muerte a enfermedad muy contagiosa. Dada la cercanía del cementerio, pero mas bien para que nadie abriese la caja y descubriera la tortura, los civiles acompañaron el féretro, mezclados entre el resto de la compañía, sin marcharse hasta que el pequeño tabique del nicho fue enyesado.
Las peripecias que llevaron la macabra aventura hasta este punto, fueron muchas y se resolvieron con bastante ingenio. Al oírlas de boca de Faustino, a toro pasado, la tensión del momento de los hechos, ya dejaron de producir miedo paralizante, para producir una continua hilaridad contagiosa, que hicieron llorar de pura risa a narrador y a oyente, a Faustino y a mi abuelo, como también yo me reía cuando, muchos años mas tarde, mi abuelo me lo contaba. Lograron abrir una raja debajo del crucifijo que sólo estaba fijado a la tapa por tres pequeñas puntillas, dando al cajón mortuorio aspecto de urna, volvieron a colocar al cristo en su sitio, y estando Faustino en su interior reclavaron la tapa, usando los mismos agujeros y enderezando los mismos clavos. No se si, al verme reír tanto, mi abuelo exageraba las peripecias de la fuga, acompañándolas de gestos, o era el tiempo transcurrido, el que nos hacía ver aquellas antiguas angustias con ojos que, convertían en comedia, lo que sin duda, fue drama.
Sin radio y sin televisión, las charlas del viejo eran, por fuerza, un excelente medio de entretenimiento, cultura y diversión.
En fin, tardaron días en darse cuenta de la fuga de Faustino, aunque no de la forma en que aconteció, o si llegaron a saberla, voluntariamente la ignoraron, echándole tierra (nunca mejor dicho) encima, por miedo, quizás, al ridículo.
Faustino, despidiéndose de su familia y de mi abuelo, pidió discreción sobre el asunto, por temor a las posibles represalias contra la familia y se “echó al monte” para unirse a los maquis, luchando hasta, creo, 1955, cuando la Guardia Civil franquista, acabó definitivamente con estos patriotas resistentes al fascismo, guerrilleros de la libertad.
El gobierno democrático que existe hoy en España, debería levantar un monumento a “los Maquis”, para que se sepa que hubieron españoles que prefirieron morir luchando, antes que someterse al Dictador Franco y su régimen liberticida que, por causa de la represión, el miedo y la bendición de la Iglesia, se prolongó en España por cuarenta años.
Según mi abuelo, se libró del “paseíllo” porque el mismo cura (nada que ver con el del escopetazo), intercedió personalmente por Faustino. Ya que, Faustino, impidió que algunos exaltados quemasen la iglesia, dándoles un mitin en toda regla, sobre el derecho que tenían la gente del pueblo que así lo quisieran, a practicar la religión que quisieran. Cosa que no podrán hacer, si les quemamos la iglesia. El cura quiso devolver el favor recibido, pero nada mas hizo para que lo sacaran de la cárcel.
Meses mas tarde, supo mi abuelo por el propio Faustino, que estaba muy arrepentido por haber evitado la quema de la iglesia, ya que supo por algunos compañeros que llegaron presos, que el cura, llevaba siempre con él, un pistolón del nueve largo bajo la sotana y que, además, todo el sótano de la sacristía, estaba lleno de armas, guardadas para entregárselas a los fascistas, en cuanto tomaran el pueblo, cosa que harían después de bombardearlo dos veces por día, durante quince. El cura sabía muy bien cuando llegarían los nacionales.
Faustino, al ser detenido, fue llevado a un caserón de las afueras habilitado como prisión provisional, no muy lejos del cementerio. Pero intuía que pronto sería trasladado a Málaga donde, llenas las cárceles a abarrotar, habilitaron la plaza de toros para los detenidos. En aquella masificación, su estancia sería mas penosa y no tan relajada como era donde ahora estaba, y tampoco el cura estaría cerca en caso de emergencia. Así que, cuando pensaba en cómo escapar de allí, la providencia, la suerte o la memoria de los libros leídos, le inculcaron una idea. Acababa de morir repentinamente uno de los presos, nadie sabía bien si de tifus, tuberculosis o de una gran paliza, pero alguien que vio el cuerpo, dijo que estaba hecho un “eccehomo”, por lo que lo metieron en la caja con toda rapidez, y no estaban dispuestos a que, ni siquiera la familia, le vieran la cara, así que clavetearon a prisa y bien la tapa, antes de comunicarle la muerte a los familiares del difunto.
A Faustino se le metió en la cabeza lo que leyó de niño sobre “el Conde de Montecristo”, y se convenció a sí mismo de que ésa era la solución. Lo propuso a dos compañeros. Había de hacerse un hoyo en el suelo terrizo del caserón esa misma noche, enterrar el cadáver del compañero muerto y uno de los tres, ocuparía la caja que, lo mas probable, sería que fuese enterrada en nicho, ya que siendo todos lugareños, tendrían un “seguro de muertos”, por lo que nicho, caja, capilla ardiente, coche de caballos con penachos, ceremonia religiosa, misa de difunto y estampitas de recordatorio, estarían incluidos. De todas formas, el ocupante del féretro llevaría con él las herramientas que se pudieran proveer. Había que retrasar la noticia de la huida lo mas posible y avisar a la familia cuanto antes. Lo peor que podría ocurrir, sería que la sepultura fuese directamente en tierra, en cuyo caso, el que ocupara el féretro, debería apresurarse en abrir la tapa lo antes posible y salir corriendo, en el mismo carro del sepelio, a patas o como pudiera, acorde con la situación que viera fuera.
Sólo Faustino tuvo valor para protagonizar el plan de fuga, y así se hizo exactamente.
Sacaron el cajón mortuorio entre cuatro guardias civiles y lo introdujeron en el carro funerario, entre lágrimas y lloros lógicos de los familiares que, no vieron el cuerpo, porque achacaron la muerte a enfermedad muy contagiosa. Dada la cercanía del cementerio, pero mas bien para que nadie abriese la caja y descubriera la tortura, los civiles acompañaron el féretro, mezclados entre el resto de la compañía, sin marcharse hasta que el pequeño tabique del nicho fue enyesado.
Las peripecias que llevaron la macabra aventura hasta este punto, fueron muchas y se resolvieron con bastante ingenio. Al oírlas de boca de Faustino, a toro pasado, la tensión del momento de los hechos, ya dejaron de producir miedo paralizante, para producir una continua hilaridad contagiosa, que hicieron llorar de pura risa a narrador y a oyente, a Faustino y a mi abuelo, como también yo me reía cuando, muchos años mas tarde, mi abuelo me lo contaba. Lograron abrir una raja debajo del crucifijo que sólo estaba fijado a la tapa por tres pequeñas puntillas, dando al cajón mortuorio aspecto de urna, volvieron a colocar al cristo en su sitio, y estando Faustino en su interior reclavaron la tapa, usando los mismos agujeros y enderezando los mismos clavos. No se si, al verme reír tanto, mi abuelo exageraba las peripecias de la fuga, acompañándolas de gestos, o era el tiempo transcurrido, el que nos hacía ver aquellas antiguas angustias con ojos que, convertían en comedia, lo que sin duda, fue drama.
Sin radio y sin televisión, las charlas del viejo eran, por fuerza, un excelente medio de entretenimiento, cultura y diversión.
En fin, tardaron días en darse cuenta de la fuga de Faustino, aunque no de la forma en que aconteció, o si llegaron a saberla, voluntariamente la ignoraron, echándole tierra (nunca mejor dicho) encima, por miedo, quizás, al ridículo.
Faustino, despidiéndose de su familia y de mi abuelo, pidió discreción sobre el asunto, por temor a las posibles represalias contra la familia y se “echó al monte” para unirse a los maquis, luchando hasta, creo, 1955, cuando la Guardia Civil franquista, acabó definitivamente con estos patriotas resistentes al fascismo, guerrilleros de la libertad.
El gobierno democrático que existe hoy en España, debería levantar un monumento a “los Maquis”, para que se sepa que hubieron españoles que prefirieron morir luchando, antes que someterse al Dictador Franco y su régimen liberticida que, por causa de la represión, el miedo y la bendición de la Iglesia, se prolongó en España por cuarenta años.
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