Hace mucho tiempo se llamaban “asilos”. Hoy, la nueva semántica empeñada en lavar las cosas con palabras y nuevas definiciones, se llaman “residencias de ancianos” o, mas suave aun, “de la tercera edad”. Pero siguen siendo meros aparcamientos de viejos, retirados de la circulación por inservibles, porque ya no producen, porque no hay sitio para ellos, porque con sus manías, achaques e incluso enfermedades, se hacen insufribles y, porque ya no son estéticos, recordándonos con sus arrugados y desdentados rostros, con sus torpes y encorvados cuerpos, la degradación futura que a todos nos aguarda, que es peor que la misma muerte.
En las sociedades antiguas, primarias, atrasadas, etc., esto no era así. No es así tampoco en sociedades menos industrializadas, modernas y cultas que la nuestra.
Los asilos no existían. No existen. En una casa convivían tres y hasta cuatro generaciones. Los abuelos morían en casa. Hoy no pueden ni siquiera estar, porque su cuarto lo necesita el niño o la niña, porque escupe o quema la alfombra con su manía de fumar, porque está siempre malucho y la hija, ni la nuera, ni menos aun la nieta, tienen estómago para cuidarle. Y si, además no le queda sino una mísera pensión, o tal vez ninguna, ni tampoco bienes que legar en testamento, entonces aun es peor. Estará muy bien en la Residencia. Conocerá gente de su edad. Estarán bien atendidos. Iremos a verlo. Vendrá en puentes, festivos y vacaciones a casa. Preferimos pagar a otros para que hagan lo que debería ser labor nuestra. Es mas cómodo. La solución final, es la hermosa y bien ponderada Residencia.
En la Escuela oí una historia. Decía así:
--Niño, sube al dormitorio y trae la manta nueva para el abuelo, para que no pase frío allí en la Residencia.
El abuelo estaba con su maleta hecha, mientras su hijo, el que había mandado al niño por la manta gruesa, acomodaba los bultos en el maletero del coche y ayudaba, dulcemente, al abuelo a sentarse en el asiento trasero, agachándole suavemente la blanca cabeza, para evitarle algún posible golpe.
Al rato, regresa el niño con la manta y se la entrega, triste, a su padre. Este, al cogerla, nota que pesa poco y, creyendo que el niño se había equivocado de manta, recriminó al muchacho:--Te he dicho que trajeras la manta nueva, no este trozo de manta.
El niño respondió a su padre:--Ésa es la manta nueva. La he partido por la mitad. Esa mitad para el abuelo y la mitad que falta, la he guardado para ti, para cuando seas viejo
y yo te lleve al Asilo.
No importa si la historia tuvo o no un final feliz. Pero a mí me hizo reflexionar en lo que hacemos con los viejos. Lo mas triste es que nos hemos hecho a la idea y sabemos que el niño de la historia tenía razón. Sabemos que, salvo que consigamos reunir bastante dinero, nuestros hijos nos convencerán, por nuestro propio bien, de que estaremos mejor en una Residencia para viejos. Nosotros nos dejaremos convencer, como se dejaron tantos. Todos los que hoy pasean pos sus patios y jardines, se sientan al sol, rememorando las viejas historias del pasado remoto que a nadie interesan, como si las hubiésemos vivido ayer. O tal vez, esperemos, frustrados, la visita del hijo, que le fue imposible venir por exceso de trabajo.
Es preferible la costumbre de algunas tribus indias, donde los viejos eran queridos y respetados. Vivían con la tribu hasta el final. Mientras tuvieran hijos o nietos que cazaran para ellos y alimentarlos. Mas, si algún viejo no los tenía, o los había perdido en batallas, se retiraba a la montaña o al bosque, a esperar a la muerte que –pronto- llegaba.
Tal vez a la espera de que el cambio en esta inhumana sociedad se produzca, si es que esto ocurre sin tener que renacer, tras su destrucción, de sus cenizas cual Ave Fénix, no quede otro remedio que la resignación. Pero, a pesar de todo, hay quienes no se resignan. El Sr. Miguel fue uno de ellos.
Tenía mas de ochenta. Bajito, regordete. Boina pequeña, tanto que, cuando se la echaba hacia atrás, parecía un Cardenal de los que usaban purpurados casquetes que llaman “soli Deo”, no sé por qué, porque ni siquiera ante Dios se los quitan. Se reía cuando con ellos comparábamos a su humilde y mínima boina. Creía haber descubierto el truco de los purpurados para que no se les cayese el diminuto cubre coronillas: --Usan pegamento. Y se colocaba la boina a la manera cardenalicia.
Miguel era soltero. Vivía con un hermano de leche, el “lamparilla”, y su mujer. Mayores, también ellos, pero mas jóvenes que él. Lo de “hermano de leche” me lo explicó así: --Es que mi madre nos crió a los dos, porque la suya no tenía leche buena para poder amamantarle.
Me caía bien Miguel. ¡Cuantas cosas me contó, desahogándose o por simples ganas de hablar, apoyado o mas bien recolgado sobre la barra del bar de José, a la que casi no alcanzaba!.
Habíamos quedado en intercambiarnos las boinas. Le gustaba la mía por ser de vuelo ancho y tener intacto el pichurrín, como llamaba al rabillo que, entre bromas, le caparon en la taberna. Pero estaba seguro que su pequeña boina no serviría para mi mayor cabeza, pensé en regalarle una.
No pude hacerlo porque me dejaron frío con la noticia: --¿Sabes que Miguel se ha ahorcado y que ayer domingo, lo enterramos?.
Nadie supo por qué. Yo tampoco, pero tengo el presentimiento que casi lo intuí. Miguel no soportaría el Asilo, ningún Asilo no Residencia. Sus madrugones, sus largas caminatas, sus rondas de vino barato, su pueblo, sus calles, sus amigos, sus vecinos. Él no se convertiría en un número, en un desconocido, en un anónimo ignorado por la gente y el personal de un Asilo. Allí, en su casa de siempre, todo el mundo sabía quién era y hasta los chuchos callejeros le saludaban con sus ladridos y rabos agitados, acercándole sus hocicos.
Pasearía según su mañanera costumbre, por en medio del olivar descuidado, asilvestrado, en las afueras del pueblo de Fuenlabrada, pintando de verde agrisado los alrededores del Cementerio. Quizá quiso ahorrar trabajo a los que encontraran su cuerpo, pero allí, cerca de los muertos, decidió atar la soga a una rugosa rama, calculando las medidas para que el salto fuese eficaz y rápida su muerte. Dio el salto sin retorno que le suspendería entre la tierra y el cielo para siempre.
Después, nunca mas le vimos. ¿Quién sabe?. Tan bajito como Zaqueo, el que se subió a un sicómoro, otro árbol, para poder ver a Jesús, Miguel se subiera a un olivo con el mismo propósito.
Miguel era su nombre. Como el del arcángel que defiende a los judíos y a los cosacos de las estepas. Quizá también defendió al viejo, saludable y libre Miguel, del futuro que intuía.
Antes de irse, pagó los vinos que al tabernero debía.
En las sociedades antiguas, primarias, atrasadas, etc., esto no era así. No es así tampoco en sociedades menos industrializadas, modernas y cultas que la nuestra.
Los asilos no existían. No existen. En una casa convivían tres y hasta cuatro generaciones. Los abuelos morían en casa. Hoy no pueden ni siquiera estar, porque su cuarto lo necesita el niño o la niña, porque escupe o quema la alfombra con su manía de fumar, porque está siempre malucho y la hija, ni la nuera, ni menos aun la nieta, tienen estómago para cuidarle. Y si, además no le queda sino una mísera pensión, o tal vez ninguna, ni tampoco bienes que legar en testamento, entonces aun es peor. Estará muy bien en la Residencia. Conocerá gente de su edad. Estarán bien atendidos. Iremos a verlo. Vendrá en puentes, festivos y vacaciones a casa. Preferimos pagar a otros para que hagan lo que debería ser labor nuestra. Es mas cómodo. La solución final, es la hermosa y bien ponderada Residencia.
En la Escuela oí una historia. Decía así:
--Niño, sube al dormitorio y trae la manta nueva para el abuelo, para que no pase frío allí en la Residencia.
El abuelo estaba con su maleta hecha, mientras su hijo, el que había mandado al niño por la manta gruesa, acomodaba los bultos en el maletero del coche y ayudaba, dulcemente, al abuelo a sentarse en el asiento trasero, agachándole suavemente la blanca cabeza, para evitarle algún posible golpe.
Al rato, regresa el niño con la manta y se la entrega, triste, a su padre. Este, al cogerla, nota que pesa poco y, creyendo que el niño se había equivocado de manta, recriminó al muchacho:--Te he dicho que trajeras la manta nueva, no este trozo de manta.
El niño respondió a su padre:--Ésa es la manta nueva. La he partido por la mitad. Esa mitad para el abuelo y la mitad que falta, la he guardado para ti, para cuando seas viejo
y yo te lleve al Asilo.
No importa si la historia tuvo o no un final feliz. Pero a mí me hizo reflexionar en lo que hacemos con los viejos. Lo mas triste es que nos hemos hecho a la idea y sabemos que el niño de la historia tenía razón. Sabemos que, salvo que consigamos reunir bastante dinero, nuestros hijos nos convencerán, por nuestro propio bien, de que estaremos mejor en una Residencia para viejos. Nosotros nos dejaremos convencer, como se dejaron tantos. Todos los que hoy pasean pos sus patios y jardines, se sientan al sol, rememorando las viejas historias del pasado remoto que a nadie interesan, como si las hubiésemos vivido ayer. O tal vez, esperemos, frustrados, la visita del hijo, que le fue imposible venir por exceso de trabajo.
Es preferible la costumbre de algunas tribus indias, donde los viejos eran queridos y respetados. Vivían con la tribu hasta el final. Mientras tuvieran hijos o nietos que cazaran para ellos y alimentarlos. Mas, si algún viejo no los tenía, o los había perdido en batallas, se retiraba a la montaña o al bosque, a esperar a la muerte que –pronto- llegaba.
Tal vez a la espera de que el cambio en esta inhumana sociedad se produzca, si es que esto ocurre sin tener que renacer, tras su destrucción, de sus cenizas cual Ave Fénix, no quede otro remedio que la resignación. Pero, a pesar de todo, hay quienes no se resignan. El Sr. Miguel fue uno de ellos.
Tenía mas de ochenta. Bajito, regordete. Boina pequeña, tanto que, cuando se la echaba hacia atrás, parecía un Cardenal de los que usaban purpurados casquetes que llaman “soli Deo”, no sé por qué, porque ni siquiera ante Dios se los quitan. Se reía cuando con ellos comparábamos a su humilde y mínima boina. Creía haber descubierto el truco de los purpurados para que no se les cayese el diminuto cubre coronillas: --Usan pegamento. Y se colocaba la boina a la manera cardenalicia.
Miguel era soltero. Vivía con un hermano de leche, el “lamparilla”, y su mujer. Mayores, también ellos, pero mas jóvenes que él. Lo de “hermano de leche” me lo explicó así: --Es que mi madre nos crió a los dos, porque la suya no tenía leche buena para poder amamantarle.
Me caía bien Miguel. ¡Cuantas cosas me contó, desahogándose o por simples ganas de hablar, apoyado o mas bien recolgado sobre la barra del bar de José, a la que casi no alcanzaba!.
Habíamos quedado en intercambiarnos las boinas. Le gustaba la mía por ser de vuelo ancho y tener intacto el pichurrín, como llamaba al rabillo que, entre bromas, le caparon en la taberna. Pero estaba seguro que su pequeña boina no serviría para mi mayor cabeza, pensé en regalarle una.
No pude hacerlo porque me dejaron frío con la noticia: --¿Sabes que Miguel se ha ahorcado y que ayer domingo, lo enterramos?.
Nadie supo por qué. Yo tampoco, pero tengo el presentimiento que casi lo intuí. Miguel no soportaría el Asilo, ningún Asilo no Residencia. Sus madrugones, sus largas caminatas, sus rondas de vino barato, su pueblo, sus calles, sus amigos, sus vecinos. Él no se convertiría en un número, en un desconocido, en un anónimo ignorado por la gente y el personal de un Asilo. Allí, en su casa de siempre, todo el mundo sabía quién era y hasta los chuchos callejeros le saludaban con sus ladridos y rabos agitados, acercándole sus hocicos.
Pasearía según su mañanera costumbre, por en medio del olivar descuidado, asilvestrado, en las afueras del pueblo de Fuenlabrada, pintando de verde agrisado los alrededores del Cementerio. Quizá quiso ahorrar trabajo a los que encontraran su cuerpo, pero allí, cerca de los muertos, decidió atar la soga a una rugosa rama, calculando las medidas para que el salto fuese eficaz y rápida su muerte. Dio el salto sin retorno que le suspendería entre la tierra y el cielo para siempre.
Después, nunca mas le vimos. ¿Quién sabe?. Tan bajito como Zaqueo, el que se subió a un sicómoro, otro árbol, para poder ver a Jesús, Miguel se subiera a un olivo con el mismo propósito.
Miguel era su nombre. Como el del arcángel que defiende a los judíos y a los cosacos de las estepas. Quizá también defendió al viejo, saludable y libre Miguel, del futuro que intuía.
Antes de irse, pagó los vinos que al tabernero debía.
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