-“Y dice Matías...” Así comenzaba y así remataba siempre sus populares chascarrillos, sus chistes historiados, sus cuentos, hablando de sí mismo en tercera persona y dando un fuerte zapatazo en el suelo, que era como el subrayado con el que remarcaba sus frases, o los signos de admiración y llamadas de atención al público, para que se fijasen en las palabras o frases que deseaba resaltar.
Era famoso en las calles donde antaño estaba situado el centro de Málaga, antes de que se desplazara a las anchas avenidas del extrarradio, a la nueva prolongación de la Alameda y nuevos barrios que plantaron al final de la carretera de Cádiz.
La calle Larios, dedicada al Marqués que inició la industrialización de la ciudad y que proporcionó tanto trabajo a sus gentes, con sus anchas y enlosetadas aceras, la calle Nueva, peatonal desde que yo recuerdo y la mas comercial, la Plaza de José Antonio, que los malagueños seguían llamando “de la Constitución” en memoria de la República, la estrecha y sinuosa calle Compañía con alusión a la iglesia de los jesuitas, la calle Granada, Alcazabilla y el Parque, constituían el escenario urbano de Matías, el chistero loco, embutido siempre en su gabardina, fuera invierno o verano, ligeramente encorvado, sin calva alguna en su cabeza blanca, a pesar de su edad, con gran bigote también blanco, pero amarilleado por la nicotina de su dueño, persistente fumador de Celtas, Peninsulares, Bisontes y los socorridos cajillas, mas baratos, porque estaban hechos de las colillas de los demás. Él no ponía reparos a todo lo que fuera fumable, ni siquiera a los infantiles cigarros de matalauva, con los que los niños queríamos imitar a los mayores en eso del fumar. Matías era una chimenea ambulante, empalmando los cigarros uno tras otro, con la colilla apurada del anterior. Tan apurada, que apenas quedaba sitio a los dedos para sujetar al pitillo. Sus oyentes se los ofrecían como pago por sus divertidos chistes o como muestra de cariño y amistad. Llevaba los bolsillos de su perpetua gabardina llenos de ellos, por lo que siempre los cigarros estaban torcidos y él no se molestaba en enderezarlos.
Había estado en el psiquiátrico muchas veces. Era su segunda casa, según decían, pero no permanecía mucho tiempo en este almacén de locos situado a las espaldas del Hospital Civil, antes de las leproserías. Siempre salía a esta zona de Málaga para llenar sus calles de risas. Muchos de sus chistes eran de invención propia y, si tenían éxito, los repetía por las esquinas. Cuando los chascarrillos o relatos cortos que narraba, versaban sobre Franco, sobre los curas, sobre el ejército y la mili, eran escuchados con especial atención, y mas de una vez aparecía un guardia de la secreta que, abriéndose paso entre el corrillo, se lo llevaba cogido del brazo, ante las protestas del público, que se quedaba sin conocer el final del chiste, cabreándose mas por ésto que porque se llevaran a Matías; porque la gente sabía que no iría a la cárcel. Todo lo mas, algunos días encerrado en algún centro para mendigos del Auxilio Social o en el manicomio. Efectivamente, tras unos días, otra vez Matías estaba suelto, a sus anchas, contando sus chistes y provocando corrillos de carcajadas y aplausos por las céntricas calles de la ciudad, dando su característico zapatazo en el suelo y apostillando su ya célebre “y dice Matías”.
Era Matías un pintoresco personaje de mi niñez y, junto a mi abuelo, integré muchas veces los corrillos de gente que le oían y aplaudían. Mi abuelo, fumador como él, le dio algunos cigarrillos. Dinero, no aceptaba, aunque sí alguna invitación a un café o un vino que, muchas veces, partía de los propios dueños de los bares, puesto que sabían que si Matías contaba algo en la barra del bar, el lleno del local estaba asegurado.
Los chistes de Matías eran peculiares. O quizá era su manera de contarlos. La mayoría de las veces, arrancaba risas destornillantes de la concurrencia. Otras veces, la gente no se reía. Cuando esto ocurría, Matías se enfadaba y dando su clásico zapatazo, se iba a paso ligero hacia otra parte, en busca de otro público mas inteligente que comprendiera su peculiar humor.
Algunos niños maleducados, corriendo tras él, le tiraban de los faldones de su gabardina eterna y echaban a correr. No se molestaba en perseguirlos, sino que recurriendo a sus particulares zapatazos en el asfalto, apresuraba la fuga de los mocosos impertinentes y continuaba su camino en busca de otra esquina mas propicia.
A Matías, los mas viejos, como mi abuelo, le comparaban con un cómico llamado Rampe (o algo parecido ), que en el escenario del Teatro Cervantes actuó mientras pudo. En una ocasión lo hizo representando una escena de un señor que estando en su casa, recibió un regalo. Lo desenvolvió. Era un gran cuadro. Se puso entre contento y enfadado, preguntándole al público “¿Qué hago yo con esto?”. Lo mostró al público: era un retrato de Franco. Y exclamó: “¡Esto es para colgarlo!”. Y lo colgó de un gran clavo en la pared. Cayó el telón. La gente estuvo riéndose quince minutos a telón bajado.
No he visto ningún recuerdo en las calles del centro, vacías ya de risas desde que murió Matías. Nadie, excepto los de mi generación y los mas viejos, sabe hoy en Málaga que existió Matías. Como también se olvidó al Piyayo, el gitano viejo que rascaba su guitarra para poder llevar a sus nietos pescaíto frito para llenar sus panzas, allá en el Altozano, donde con ellos vivía. Pero al Piyayo, al menos, lo recuerda la popular poesía de José Carlos de Luna. A Matías, nada lo recuerda. Y es que no hay nada mas etéreo que la fama de un payaso, que sólo pervive mientras suenan las risas.
Sin embargo, Diputaciones y Ayuntamientos adornan plazas y parques con estatuas de generales, reyes, escritores, científicos, que no seré yo quien diga que está mal, pero que no captan la cotidianidad, el sentimiento, el modo de ser de los hijos mas humildes y auténticos de un pueblo.
Mi abuelo prefería estatuas a Matías y a Piyayos, antes que esas ecuestres dedicadas a reyes y generales, conmemorando heroicas gestas derramadoras de sangres, sin que importe mucho el ideal que las provocaron. Porque los Matías fueron genios que hacían reír y no sufrir a las gentes. Genios locos que no usaron ni siquiera la pluma como los escritores, porque jamás persiguieron la fama, ni la perduración de su ingenio que transmitían oralmente, como los grandes sabios griegos. Palabra hablada que no perdura, que como la vida misma, con la mudez desaparece, sobreviviendo lo esencial, no en libros ni estatuas, sino en el recuerdo de las mentes.
---“Y dice Matías...”. Y dando un fuerte zapatazo, se retiró de Málaga y del mundo para siempre.
Era famoso en las calles donde antaño estaba situado el centro de Málaga, antes de que se desplazara a las anchas avenidas del extrarradio, a la nueva prolongación de la Alameda y nuevos barrios que plantaron al final de la carretera de Cádiz.
La calle Larios, dedicada al Marqués que inició la industrialización de la ciudad y que proporcionó tanto trabajo a sus gentes, con sus anchas y enlosetadas aceras, la calle Nueva, peatonal desde que yo recuerdo y la mas comercial, la Plaza de José Antonio, que los malagueños seguían llamando “de la Constitución” en memoria de la República, la estrecha y sinuosa calle Compañía con alusión a la iglesia de los jesuitas, la calle Granada, Alcazabilla y el Parque, constituían el escenario urbano de Matías, el chistero loco, embutido siempre en su gabardina, fuera invierno o verano, ligeramente encorvado, sin calva alguna en su cabeza blanca, a pesar de su edad, con gran bigote también blanco, pero amarilleado por la nicotina de su dueño, persistente fumador de Celtas, Peninsulares, Bisontes y los socorridos cajillas, mas baratos, porque estaban hechos de las colillas de los demás. Él no ponía reparos a todo lo que fuera fumable, ni siquiera a los infantiles cigarros de matalauva, con los que los niños queríamos imitar a los mayores en eso del fumar. Matías era una chimenea ambulante, empalmando los cigarros uno tras otro, con la colilla apurada del anterior. Tan apurada, que apenas quedaba sitio a los dedos para sujetar al pitillo. Sus oyentes se los ofrecían como pago por sus divertidos chistes o como muestra de cariño y amistad. Llevaba los bolsillos de su perpetua gabardina llenos de ellos, por lo que siempre los cigarros estaban torcidos y él no se molestaba en enderezarlos.
Había estado en el psiquiátrico muchas veces. Era su segunda casa, según decían, pero no permanecía mucho tiempo en este almacén de locos situado a las espaldas del Hospital Civil, antes de las leproserías. Siempre salía a esta zona de Málaga para llenar sus calles de risas. Muchos de sus chistes eran de invención propia y, si tenían éxito, los repetía por las esquinas. Cuando los chascarrillos o relatos cortos que narraba, versaban sobre Franco, sobre los curas, sobre el ejército y la mili, eran escuchados con especial atención, y mas de una vez aparecía un guardia de la secreta que, abriéndose paso entre el corrillo, se lo llevaba cogido del brazo, ante las protestas del público, que se quedaba sin conocer el final del chiste, cabreándose mas por ésto que porque se llevaran a Matías; porque la gente sabía que no iría a la cárcel. Todo lo mas, algunos días encerrado en algún centro para mendigos del Auxilio Social o en el manicomio. Efectivamente, tras unos días, otra vez Matías estaba suelto, a sus anchas, contando sus chistes y provocando corrillos de carcajadas y aplausos por las céntricas calles de la ciudad, dando su característico zapatazo en el suelo y apostillando su ya célebre “y dice Matías”.
Era Matías un pintoresco personaje de mi niñez y, junto a mi abuelo, integré muchas veces los corrillos de gente que le oían y aplaudían. Mi abuelo, fumador como él, le dio algunos cigarrillos. Dinero, no aceptaba, aunque sí alguna invitación a un café o un vino que, muchas veces, partía de los propios dueños de los bares, puesto que sabían que si Matías contaba algo en la barra del bar, el lleno del local estaba asegurado.
Los chistes de Matías eran peculiares. O quizá era su manera de contarlos. La mayoría de las veces, arrancaba risas destornillantes de la concurrencia. Otras veces, la gente no se reía. Cuando esto ocurría, Matías se enfadaba y dando su clásico zapatazo, se iba a paso ligero hacia otra parte, en busca de otro público mas inteligente que comprendiera su peculiar humor.
Algunos niños maleducados, corriendo tras él, le tiraban de los faldones de su gabardina eterna y echaban a correr. No se molestaba en perseguirlos, sino que recurriendo a sus particulares zapatazos en el asfalto, apresuraba la fuga de los mocosos impertinentes y continuaba su camino en busca de otra esquina mas propicia.
A Matías, los mas viejos, como mi abuelo, le comparaban con un cómico llamado Rampe (o algo parecido ), que en el escenario del Teatro Cervantes actuó mientras pudo. En una ocasión lo hizo representando una escena de un señor que estando en su casa, recibió un regalo. Lo desenvolvió. Era un gran cuadro. Se puso entre contento y enfadado, preguntándole al público “¿Qué hago yo con esto?”. Lo mostró al público: era un retrato de Franco. Y exclamó: “¡Esto es para colgarlo!”. Y lo colgó de un gran clavo en la pared. Cayó el telón. La gente estuvo riéndose quince minutos a telón bajado.
No he visto ningún recuerdo en las calles del centro, vacías ya de risas desde que murió Matías. Nadie, excepto los de mi generación y los mas viejos, sabe hoy en Málaga que existió Matías. Como también se olvidó al Piyayo, el gitano viejo que rascaba su guitarra para poder llevar a sus nietos pescaíto frito para llenar sus panzas, allá en el Altozano, donde con ellos vivía. Pero al Piyayo, al menos, lo recuerda la popular poesía de José Carlos de Luna. A Matías, nada lo recuerda. Y es que no hay nada mas etéreo que la fama de un payaso, que sólo pervive mientras suenan las risas.
Sin embargo, Diputaciones y Ayuntamientos adornan plazas y parques con estatuas de generales, reyes, escritores, científicos, que no seré yo quien diga que está mal, pero que no captan la cotidianidad, el sentimiento, el modo de ser de los hijos mas humildes y auténticos de un pueblo.
Mi abuelo prefería estatuas a Matías y a Piyayos, antes que esas ecuestres dedicadas a reyes y generales, conmemorando heroicas gestas derramadoras de sangres, sin que importe mucho el ideal que las provocaron. Porque los Matías fueron genios que hacían reír y no sufrir a las gentes. Genios locos que no usaron ni siquiera la pluma como los escritores, porque jamás persiguieron la fama, ni la perduración de su ingenio que transmitían oralmente, como los grandes sabios griegos. Palabra hablada que no perdura, que como la vida misma, con la mudez desaparece, sobreviviendo lo esencial, no en libros ni estatuas, sino en el recuerdo de las mentes.
---“Y dice Matías...”. Y dando un fuerte zapatazo, se retiró de Málaga y del mundo para siempre.
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