LOLA, LA LOCA.
Me cautivó tanto la historia de Lola, la loca, que no pude resistir la tentación de pintarla en un cuadro. Pero ¿qué momento de la historia pintaría?. Reparé en la costumbre o secuala que le quedó de su trauma, la repetición, con algún significado para ella, de la escena en la que, voluntariamente, montaba su burra, paseando erguida, despacio, con el orgullo de un ecuestre general, por el grupo de casas blancas que formaban la cortijada, con puertas y ventanas cerradas, quizá por la siesta si el paso era por la tarde, o por respeto o vergüenza, si lo era en cualquier otra hora del día. Porque, lo cierto es que la escena, les avivaba los recuerdos de la injusticia que los vecinos habían cometido con ella, punto de partida de donde procedía su supuesta locura.
Mi abuelo conoció en la siega a un vecino de Lola y, recostados bajo los olivos en una calurosa y negra noche de agosto salpicada de estrellas, fue que se la contó.
Lola quedó huérfana a los catorce o quince años. Heredó de su madre la casa y de su padre, la burra y un pequeño huerto, cerca del arroyo, del que la familia obtenía su sustento. Desde que faltó su padre, ella se ocupaba del huerto y de la casa. Era lo que hacía incluso en vida del padre, cuando éste recorría la región con las cuadrillas de segadores, se iba a la vendimia y luego a la recogida de la aceituna, según la época del año. Así que , muerto su padre, en nada cambió la cienicientil vida de Lola. Con los vecinos se llevaba bien, aunque algo retraída, ni daba ni tomaba excesivas confianzas, no traspasando nunca los límites de la buena y pueblerina educación.
En un par de años, la niña se convirtió en una guapa moza y, viéndola tan trabajadora y tan sola, despertó amores en los pocos mozos del lugar. Proposiciones tuvo, incluso matrimoniales, que ella fue rechazando sistemáticamente, provocando el despecho de sus otrora admiradores. Fue objeto de apuestas y de acoso por parte de todos. Hasta los casados hablaban de ella cuando se reunían en el patio del bodeguero alrededor de unos tintos.
En una de estas reuniones, un bocazas mentiroso y lleno de vino, pretendió cobrar la apuesta jurando y perjurando haber conseguido los codiciados favores de la muchacha. Otros bocazas, para no ser menos, pretendían también haberlos obtenido en la bajada de la huerta, donde doblaba el arroyo. La noticia corrió entre los vecinos y sus mujeres. Éstas, celosas, creyéndose la historia y comparando sus ceñudas caras y obesas figuras con la belleza y lozanía de la joven, decidieron como encendidas y aragonesas Agustinas, defender sus matrimonios y la pureza de sus niños y mozos, de aquella retraída y picara solitaria que la Lola había resultado ser.
Fueron en grupo, acompañadas de sus despechados hombres, como si de un linchamiento se tratara y, ante el asombro de la joven, que nada entendía de aquella tumultuosa visita o invasión, la desnudaron de su ropa a tirones, cubriéndola de reproches y vituperios y montándola en su burra, la pasearon por la única calle que existía, arrojándola fuera de la cortijada, entre vocerío, palabrotas y pedradas a la burra que, asustada igual que Lola, emprendió la huída desbocada, lamentando no ser un pura sangre de la estirpe de Pegaso.
Al cabo de tres días, regresó envuelta en un largo y verdoso capote acompañada de dos Civiles que se la habían encontrado inconsciente en un pedregoso camino, mientras la burra, cercana, masticaba unos cardosos espinos. Como la muchacha no respondía las preguntas del bigotudo Guardia, éste la zarandeó, hasta que rompió a llorar y, algo mas tranquila les pudo referir lo acontecido. Envuelta en la capa del tricorniado samaritano que la sostenía en la montura caminando a su lado, mientras que el del bigote tiraba de la soga del cabestro, aparecieron en la cortijada, provocando el temor de las vecinas que contemplaban silenciosas, el resultado de sus celos. Después de acostar a la joven en su casa y recuperar su capote, el bigotudo ordenó a una vieja que cuidara de la joven maltratada. Le dio algunos reales y prometió pagarle lo que demás se gastara, cuando regresara, pasados unos días, de dar parte al cuartelillo de tan salvaje tropelía.
No obstante, esperó, sin hablar mas que con su compañero, que el sol amarillento terminara de esconderse en el olivar de la colina, hora en que los hombres dejaban sus trabajos y regresaban,
haciendo parada en el patio del bodeguero, para tras unos tintos, encerrarse en sus casas hasta que el sol despuntara de nuevo, por el lado opuesto al que se había ido.
Cuando todos estuvieron reunidos, los Civiles reprocharon duramente aquella acción, calificándola de criminal y metiéndoles a todos el miedo en el cuerpo. Sólo la amistad que les unía a ellos evitaría que en el parte que tenían que dar, constaran los hechos previos al encuentro de la muchacha, pero a condición de que la cuidaran hasta su total restablecimiento y que, en adelante, nadie se atreviera a tocarle ni un pelo. Cualquier cosa que le ocurriera a Lola, aunque fuese un accidente, la pagarían ellos y muy caro. La joven no presentó denuncia y por ello le tenían que estar agradecidos. Si no iban así las cosas, habrían de vérselas con ellos y, en especial con el del bigote, bonachón y servicial, como todos sabían, pero que tenía fama de muy mala leche cuando la sangre se le subía a los picos del tricornio.
Después se supo que Lola era tan decente como la que mas. Los bocazas fueron descubiertos y los vecinos les retiraron la palabra, considerándoles los verdaderos culpables de lo acaecido. Siendo dados de lado y hallando sólo espaldas, optaron por marcharse de la cortijada para no volver jamás.
Pero allí quedaba Lola. Lola la loca. Mas guapa, mas hacendosa y trabajadora que nunca, porque a pesar de si constante retraimiento y voluntaria soledad, ahora era vista con misericordia y lastimera simpatía por los vecinos del lugar. Su vida transcurría monótoma, como la de todos, sumida en la tranquila rutia de la cotidianidad. Nadie podía decir que estaba loca y tal vez no lo estaba, a pesar de que, esporádicamente, a cualquier hora del día o de la noche, se montaba desnuda en su burra y, recorriendo la calle despacio, erguida, con la mirada fija en los lejanos montes, abandonaba el lugar.
Cuando esto ocurría, todos cerraban sus puertas y ventanas. Nadie miraba a la joven, humilde amazona hermosa que, como la procesión lenta de la Virgen, sólo despertaba llantos, rezos y remordimientos de los que ya no querían mirar. Iba como dormida sin cerrar los ojos. Como escultura inmóvil sin, ni siquiera respirar. Nadie interrumpía aquella liturgia y las mas viejas, tomaban las ropas de Lola en su casa y la seguían en sepulcral silencio, como penitentes de una Virgen, hasta las afueras del mini-pueblo, hasta que, unas leguas mas allá, entre pencas u olivares, Lola se despertaba y rompía a llorar. Entonces se acercaban las viejas, la consolaban, la vestían y la acompañaban de nuevo a su casa, acostándola, haciéndole tomar algún caldo caliente o un cazo de leche recién ordeñada, retirándose luego con sus familias, cuando la joven se quedaba sosegada, dormida, para volver a reanudar la faena de la casa, cuando el gallo la despertara en el próximo madrugar.
Mi abuelo conoció en la siega a un vecino de Lola y, recostados bajo los olivos en una calurosa y negra noche de agosto salpicada de estrellas, fue que se la contó.
Lola quedó huérfana a los catorce o quince años. Heredó de su madre la casa y de su padre, la burra y un pequeño huerto, cerca del arroyo, del que la familia obtenía su sustento. Desde que faltó su padre, ella se ocupaba del huerto y de la casa. Era lo que hacía incluso en vida del padre, cuando éste recorría la región con las cuadrillas de segadores, se iba a la vendimia y luego a la recogida de la aceituna, según la época del año. Así que , muerto su padre, en nada cambió la cienicientil vida de Lola. Con los vecinos se llevaba bien, aunque algo retraída, ni daba ni tomaba excesivas confianzas, no traspasando nunca los límites de la buena y pueblerina educación.
En un par de años, la niña se convirtió en una guapa moza y, viéndola tan trabajadora y tan sola, despertó amores en los pocos mozos del lugar. Proposiciones tuvo, incluso matrimoniales, que ella fue rechazando sistemáticamente, provocando el despecho de sus otrora admiradores. Fue objeto de apuestas y de acoso por parte de todos. Hasta los casados hablaban de ella cuando se reunían en el patio del bodeguero alrededor de unos tintos.
En una de estas reuniones, un bocazas mentiroso y lleno de vino, pretendió cobrar la apuesta jurando y perjurando haber conseguido los codiciados favores de la muchacha. Otros bocazas, para no ser menos, pretendían también haberlos obtenido en la bajada de la huerta, donde doblaba el arroyo. La noticia corrió entre los vecinos y sus mujeres. Éstas, celosas, creyéndose la historia y comparando sus ceñudas caras y obesas figuras con la belleza y lozanía de la joven, decidieron como encendidas y aragonesas Agustinas, defender sus matrimonios y la pureza de sus niños y mozos, de aquella retraída y picara solitaria que la Lola había resultado ser.
Fueron en grupo, acompañadas de sus despechados hombres, como si de un linchamiento se tratara y, ante el asombro de la joven, que nada entendía de aquella tumultuosa visita o invasión, la desnudaron de su ropa a tirones, cubriéndola de reproches y vituperios y montándola en su burra, la pasearon por la única calle que existía, arrojándola fuera de la cortijada, entre vocerío, palabrotas y pedradas a la burra que, asustada igual que Lola, emprendió la huída desbocada, lamentando no ser un pura sangre de la estirpe de Pegaso.
Al cabo de tres días, regresó envuelta en un largo y verdoso capote acompañada de dos Civiles que se la habían encontrado inconsciente en un pedregoso camino, mientras la burra, cercana, masticaba unos cardosos espinos. Como la muchacha no respondía las preguntas del bigotudo Guardia, éste la zarandeó, hasta que rompió a llorar y, algo mas tranquila les pudo referir lo acontecido. Envuelta en la capa del tricorniado samaritano que la sostenía en la montura caminando a su lado, mientras que el del bigote tiraba de la soga del cabestro, aparecieron en la cortijada, provocando el temor de las vecinas que contemplaban silenciosas, el resultado de sus celos. Después de acostar a la joven en su casa y recuperar su capote, el bigotudo ordenó a una vieja que cuidara de la joven maltratada. Le dio algunos reales y prometió pagarle lo que demás se gastara, cuando regresara, pasados unos días, de dar parte al cuartelillo de tan salvaje tropelía.
No obstante, esperó, sin hablar mas que con su compañero, que el sol amarillento terminara de esconderse en el olivar de la colina, hora en que los hombres dejaban sus trabajos y regresaban,
haciendo parada en el patio del bodeguero, para tras unos tintos, encerrarse en sus casas hasta que el sol despuntara de nuevo, por el lado opuesto al que se había ido.
Cuando todos estuvieron reunidos, los Civiles reprocharon duramente aquella acción, calificándola de criminal y metiéndoles a todos el miedo en el cuerpo. Sólo la amistad que les unía a ellos evitaría que en el parte que tenían que dar, constaran los hechos previos al encuentro de la muchacha, pero a condición de que la cuidaran hasta su total restablecimiento y que, en adelante, nadie se atreviera a tocarle ni un pelo. Cualquier cosa que le ocurriera a Lola, aunque fuese un accidente, la pagarían ellos y muy caro. La joven no presentó denuncia y por ello le tenían que estar agradecidos. Si no iban así las cosas, habrían de vérselas con ellos y, en especial con el del bigote, bonachón y servicial, como todos sabían, pero que tenía fama de muy mala leche cuando la sangre se le subía a los picos del tricornio.
Después se supo que Lola era tan decente como la que mas. Los bocazas fueron descubiertos y los vecinos les retiraron la palabra, considerándoles los verdaderos culpables de lo acaecido. Siendo dados de lado y hallando sólo espaldas, optaron por marcharse de la cortijada para no volver jamás.
Pero allí quedaba Lola. Lola la loca. Mas guapa, mas hacendosa y trabajadora que nunca, porque a pesar de si constante retraimiento y voluntaria soledad, ahora era vista con misericordia y lastimera simpatía por los vecinos del lugar. Su vida transcurría monótoma, como la de todos, sumida en la tranquila rutia de la cotidianidad. Nadie podía decir que estaba loca y tal vez no lo estaba, a pesar de que, esporádicamente, a cualquier hora del día o de la noche, se montaba desnuda en su burra y, recorriendo la calle despacio, erguida, con la mirada fija en los lejanos montes, abandonaba el lugar.
Cuando esto ocurría, todos cerraban sus puertas y ventanas. Nadie miraba a la joven, humilde amazona hermosa que, como la procesión lenta de la Virgen, sólo despertaba llantos, rezos y remordimientos de los que ya no querían mirar. Iba como dormida sin cerrar los ojos. Como escultura inmóvil sin, ni siquiera respirar. Nadie interrumpía aquella liturgia y las mas viejas, tomaban las ropas de Lola en su casa y la seguían en sepulcral silencio, como penitentes de una Virgen, hasta las afueras del mini-pueblo, hasta que, unas leguas mas allá, entre pencas u olivares, Lola se despertaba y rompía a llorar. Entonces se acercaban las viejas, la consolaban, la vestían y la acompañaban de nuevo a su casa, acostándola, haciéndole tomar algún caldo caliente o un cazo de leche recién ordeñada, retirándose luego con sus familias, cuando la joven se quedaba sosegada, dormida, para volver a reanudar la faena de la casa, cuando el gallo la despertara en el próximo madrugar.
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