viernes, 12 de marzo de 2010

CABRERO.

(Vista de Quesada. Pintura de mi Galería)
(pintura de mi Galería)
CABRERO.

No siempre había sido así. No siempre había tenido ese aspecto desaliñado que ahora mostraba. Antaño trabajaba cuidando las cabras de su padre, vendiendo la leche a domicilio, ordeñando con destreza las enormes ubres que casi rozaban el suelo empedrado de las calles y tropezaban con las patas traseras del caprino. Iba de puerta e puerta y no llevaba medida. Colmaba los jarros que las amas de casa le traían para llevarse sólo un cuartillo, medio o un litro, guardando los reales en su faldiquera.
Cuando Bruno aparecía en el fondo de la calle, al frente de su cornudo ejército, las señoras, vasija en mano, le aguardaban ya en el tranco; el tintineo desordenado y alegre de los cencerros de hojalata, avisaba con antelación suficiente de su presencia. Cencerril concierto gratuito con el que bruno obsequiaba dos veces al día a sus vecinos: de madrugada y antes del anochecer, al regresar para acuartelar su ejército en el aprisco. Las vecinas que no madrugaban porque sus maridos eran funcionarios del Ayuntamiento o tenderos, protestaban por el despertar campanillero de las cabras de Bruno, quejándose muchas veces por estos despertares cencerrosos, pero Bruno proseguía con su diario desfile cabrero con puntualidad militar. Incluso le pidieron que cambiara su itinerario para acabar con sus madrugones; mas como eran mas las que usaban a Bruno como despertador que como ahuyentador de Morfeo, el cabrero se mantuvo firme en su costumbre, alegando en su defensa que las mismas cabras conocían ya el camino y le evitaban usar los gritos, la honda o los perros.
--“Tus cencerros despiertan a las señoras”, le espetó un municipal, “que no tienen que levantarse a esas horas”. A lo que Bruno contestó:--“ También el cura despierta a todo el pueblo con los cencerros de la iglesia, y sólo son unos pocos los que acuden a la misa”.
La verdad es que la gente prefería como concierto mañanero, el de las cabras de Bruno al de las campanas del cura. Y, ante la necesidad de proveerse de leche fresca, puesto que no existían los frigoríficos, prevaleció el cencerro, pues Bruno solía dejar para el ordeño mañanero las ubres que, calculaba, necesitaban sus asiduas compradoras para el desayuno.

Entonces, la leche era leche. No estaba desnatada, pasteurizada, desgrasada, ni envasada. Leche directa: de la teta al cacillo, donde ere hervida dos veces para evitar las fiebres maltas y, hasta su nata, de dos dedos de grosor, era untada en el pan como mantequilla. En las lecherías, le agregaban agua los lecheros mas pícaros. La gente, prefería la leche mora a la leche “bautizada”. Las centrales lecheras, como ahora, le quitaban sus componentes. Lo que Bruno vendía cada mañana y cada atardecer, era nada mas, pero tampoco nada menos, que leche.

Pocos años mas tarde, el cencerreo de las cabras de Bruno silenció sus metálicos tilines, porque lo sustituyó el pregón de una lechera y el rechinar de la única rueda de su carrito, en el que portaba dos enormes cántaros cilíndricos de hojalata, llenos de leche ordeñada unas horas antes. No era lo mismo. Sobre todo para los niños, que se imaginaban entre una manada de toros enanos, hecha a su medida, que incluso podían intentar torear, por la tarde, aprovechando que el cabrero ordeñaba sobre la vasija de alguna vecina.
Bruno, liberado del aspecto mercantil del negocio, pasaba mas tiempo en el monte con sus cabras, cuidando de las preñadas, de los débiles cabritillos, de los traviesos chivos adolescentes que envestían jugueteando, al barbudo cabrón de cuernos retorcidos que luchaba por liberarse del peto de esparto colocado en su vientre para impedirle montar a las hembras cuando no debía. Llevaba a su manada de un lugar a otro, buscando siempre la mejor hierba y el agua mas clara. Y mientras tanto, sentado en alguna piedra o recostado en el rugoso tronco de algún olivo, meditaba largamente en sus cosas. Su padre, idealista revolucionario, le había infundido sus inquietudes políticas y Bruno, mas tranquilo, menos activo, mas filósofo y poeta que su progenitor y que sus hermanos, se dedicaba a pensar y repensar en todas las cosas, como buscando desentrañar el alma oscura de los hombres, en medio del rumiar reposado de sus cabras.
Se casó y enviudó pronto. Fiel a sus principios, colaboró junto con su hermano Antonio con los sindicatos y, sobrevenida la guerra civil, se enroló en las filas rojinegras de la izquierda. No era un guerrero nato, sino un pacifista e introvertido pensador. Por eso, su colaboración, mas que en batallas y refriegas, se ceñía a aportar sus vastos conocimientos de las quebradas, riscos, barrancos, arroyos y cuevas del terreno que había asimilado como cabrero en sus años juveniles.
La revolución que se buscaba en sus círculos aprovechando la guerra, fracasó y se impuso la férrea dictadura militar, del cura y del señorito, con su alma vengativa que produjeron presos y muertos hasta 1955, dieciséis años después de terminada la guerra. Conoció la cárcel, como su hermano Antonio, pero los años entre rejas erosionaron su espíritu acostumbrado a la libertad del campo y los montes, mucho mas que a otros. Cuando salió libre, ya no quiso volver a vivir jamás bajo ningún tipo de rejas, bajo ningunas cadenas. Se hizo el firme propósito de ser libre para siempre. Libre de todo. Libre ante todos. Libre en su conciencia. Expresión de libertad que pocos entendieron.
Y éste es el recuerdo que dejó Bruno entre los viejos de Quesada que llegaron a conocerle y que yo escribo, antes de que los pocos que hoy viven, desvanezcan como neblina su figura en el tiempo de la otra historia: la historia de gente sencilla, en vidas sencillas y en muertes sencillas. La gente decía: “No siempre ha sido así. Se ha vuelto loco. ¡Pobre Bruno!”.
Presiones hubo, de todas clases, de familiares, de amigos, de conocidos, de autoridades, etc., para “recuperar” al Bruno de siempre, al Bruno de antes. Pero por lo que sé de los que me contaron esta historia, no lo consiguieron. Fue libre hasta el final. Libre “como los pajaros”, nunca mejor aplicada esta popular expresión, con las ventajas y los inconvenientes que tiene siempre la libertad pura.

Ya viejo y enfermo, lo internaron a la fuerza en un hospital de Jaén y, lleno de tubos y sondas, huyó de la nueva cárcel sanitaria, para refugiarse en una cabaña, cerca del pueblo, pero no tan cerca como para volver a ser molestado. No quiso inyecciones, ni médicos, ni aparatos, ni medicinas y, desde allí, su cabaña añorada, voló para siempre por los cielos libres, escapándose de la última cárcel, la de su cuerpo, para hacer lo último que los hombres hacen; eso que llaman morir. Pero morir con dignidad.
Cuando encontraron su cuerpo, pasados unos días, como ocurre siempre con los muertos, destacaron sus virtudes, sus anécdotas e incluso su loco talento. También los hubo que se compadecieron porque “había muerto solo, como un perro”, ignorando estos compasivos vecinos que, por muy acompañado que se esté, siempre se muere solo. Por otra parte, no sé qué tiene de malo “morir como un perro”. Los que usan esta expresión, seguramente nunca han visto morir a un perrillo. Es una forma digna de morir. Tan digna como “morir como un rey”, “como un rico” o “como un santo”. Un perro muere sin odio, sin temor, aceptándolo. Un perro muere sin ninguna pretensión. Morirse no es peor ni mejor, que tomarse una taza de café.
Bruno, saliendo de la cárcel franquista, se alistó para siempre en las exiguas filas de aquellos pocos que consiguen vivir y morir en libertad.
Con larga barba y mas largo cabello, con la misma ropa siempre, abandonando su propio aspecto, se libró de todo condicionalismo de la sociedad. Jamás volvió a trabajar. Lo que necesita un estómago para vivir es tan poco, que –como los pajarillos- lo puedes buscar en cualquier parte. Renunció a todo. Sólo pedía, como el malagueño Matías, cigarrillos y cuando le ofrecían tabaco, con destreza sujetaba la petaca en una mano, el papelillo en la otra, liaba, pegaba y encendía, fumando con avidez, devolviendo agradecido la petaca, el mechero y el librillo. No lo pedía mas de una vez. Si no lo obtenía, daba media vuelta y se marchaba a pedirlo a otra parte. Dinero, no quería. No lo necesitaba ni para comprar tabaco, que hasta se lo ofrecían antes de que lo pidiera. Solía sentarse en el tranco de algunas puertas y aguardaba, sin pedir nada. Algunos le daban alguna cosa, un trozo de pan, un plato de sopa, etc., que él apuraba, sin mediar palabra y devolviendo el plato con una peluda sonrisa. Paseaba, deambulando por los viejos caminos de cabras. Si tenía hambre, se acercaba a una higuera, manzano, tomatera, según el tiempo y tomaba lo necesario. Nunca se llevaba “para después”. Entraba y salía de la huerta en cuestión, con los bolsillos vacíos. Jamás tuvo papeles, ni carnet de identidad, cartilla de racionamiento, ni el famoso “papel de pobre”, útil para visitar al médico o los comedores del Auxilio Social, ni nada parecido. Tampoco quiso obtener pensión alguna, ni ayuda de sus hermanos.
Dos hechos agresivos se le conocen y, por cuanto no hay héroe sin defecto, voy a relatarlos tan nebulosos como a mí me llegaron. Al principio, vivió un tiempo con su hermana en una casita que el padre les legó como herencia. La hermana se casó y el matrimonio quiso hacer de él una “persona normal”, discutiendo con él violentamente. Tomó una hoz, con la intención de segar dos cabezas. Ninguna cabeza rodó, pero esto hizo que Bruno abandonara la casa para siempre, mudándose a una de las cabañas donde se refugiaba en sus tiempos de cabrero, viviendo allí hasta su muerte.
La otra ocasión de violencia por parte de Bruno, fue a raíz de una encerrona o entrevista forzada o trampa, en la que el cura quiso convencerle, con su mejor intención, para que volviese a ser el Bruno de siempre. El cura no empleó la misma violencia verbal que su hermana y cuñado, pero a Bruno que tanto había vivido y visto en la guerra y después de ella, le parecieron tan vanos los argumentos clericales, que se fue, dando un portazo. Y al pasar por la Calle Adentro, como creo que la llamaban, viendo un arco con una urna y una virgen en su interior, costumbre ésta de muchos pueblos andaluces, tomó una piedra del suelo y la lanzó contra la pequeña imagen con furia. Ignoro si le dio o no, pero –digo yo- habiendo sido cabrero, no dudaría de su habilidad y puntería.
En una España franquista, donde la blasfemia estaba castigada por Ley, este acto podía costarle muy caro. Sin embargo Bruno, ni huyó ni se escondió. Tampoco fue a la cárcel. Ignoro la razón. Supongo que porque nadie le delató y supusieron que se podría haber originado por una pelota de los chiquillos jugando, o porque, aun sabiéndolo, aquel cura quiso demostrarle a Bruno que todos los curas no eran como los que él conoció en la guerra y en la cárcel. Que también habían curas misericordiosos y compasivos, refrendando así, su precedente charla en la que pretendió hacerle volver al buen camino.
La pregunta que me sigo haciendo, es ¿ qué tuvo que ver, oír, padecer y presenciar en la cárcel, para que le transformara de esta manera?.
En fin, Bruno, profeta viejo, desaliñado melenudo y luengo barbudo, de ásperas manos con uñas negras, envuelto en reales andrajos, fue rey. Rey de sí mismo. A nadie mandó, ni a nadie obedeció. Así de libre fue Bruno.
Esta historia me la contó la madre de mi compañera, cuñada que fue de uno de los hermanos de Bruno que por entonces era una moza que vivía en la Calle Adentro, mujer de izquierdas y devota de la virgen de Tíscar, y la he narrado permitiéndome alguna, digamos, licencia poética.

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