martes, 16 de marzo de 2010
viernes, 12 de marzo de 2010
INTRODUCCIÓN a "Las Historias de mi abuelo".
INTRODUCCIÓN.
Pretendo contar a los lectores de este Blog, a medida que vayan surgiendo en mi memoria y el tiempo y la salud me lo permitan, una serie de historias que me contó mi abuelo materno, incluyendo también algunas vivencias y experiencias suyas y mías, que fueron formando mi persona y mi carácter. La forma que les daré, será de "relatos cortos", esperando ayudar con ellos a otros. Distinta cosa es que lo consiga, pero lo intentaré. He aprendido que la sabiduría no está tanto en los libros, aunque son muy importantes, como en la experiencia y la capacidad para extraer de ella lo positivo que contenga. Persona honesta, mi abuelo vivió su vida gris, a contracorriente, pero sin adoptar ningún papel de héroe, ni menos aun, que yo sepa, cometer ninguna villanía. Cuando, ahora que también yo soy viejo, pienso en él, lo veo como una mezcla de santo, revolucionario, algo profeta, bastante prudente, poco egoista y con el olfato sabio del campesino
.
EL TRANVÍA DE CAPUCHINOS.
EL TRANVÍA DE CAPUCHINOS.
Eran muchos los niños que, además de bomberos, querían ser tranviarios cuando fuesen mayores. Jugábamos a los tranvías, formando una gran cola o fila, en la que cada uno se sujetaba con ambas manos a la cintura que iba delante, como si fuéramos a bailar “la conga”, y el primero de todos, hacía de conductor o tranviario.
Con la izquierda, tiraba del cordel paralelo al techo, que atravesaba a lo largo del pasillo central, todo el tranvía, para hacer sonar, a cada tirón, la campanilla. Y con la mano derecha, maniobraba con la enorme manivela, como si moliese café en enorme molinillo.
--¡Tú no sabes!. El cordel es para los pasajeros. Para que avisen de la parada donde se quieren bajar. Para que la gente se aparte de la vía, tienes que pisar fuerte el pedal, que hará sonar mucho mas fuerte otra campanilla, igual que el claxon de los coches.
Dicho lo cual, reemplazaba al conductor, para mostrar a todos que él era mejor tranviario.
--¡Tampoco tú sabes!. Le replicaba otro cuando tan sólo había conducido uno cuantos metros.
--Has dado una curva muy cerrada y las de la vía son mas abiertas. Además, se te ha olvidado echar un puñado de arena por el tubo, para que al caer sobre los raíles de la curva, lo frenen un poco y evitar así que descarrile.
Siendo, el conductor, reemplazado por este nuevo tranviario que, evitó el posible accidente y nos mostraba, con mas pericia, cómo se tomaban las curvas correctamente.
Ya no existen en Málaga los tranvías. Los aniquiló el progreso. Decían que eran antiestéticos e impropios de una ciudad moderna. Pero mucho mas feos son los autobuses que los reemplazaron. Mucho mas nocivos, vomitando monóxido de carbono por sus tubos de escape, como metálicas serpientes que escupen su veneno. También talaron los tilos centenarios que oxigenaban y sombreaban el largo Paseo de los Tilos y sustituyeron los adoquines que alfombraban las calles de Málaga entera, por el asfalto insaludable del alquitrán, que además de necesitar parchearlo continuamente, resulta con nuestro ardiente sol, cancerígeno.
Aun me acuerdo de cuando quitaban los raíles de los amarillos tranvías. Largas calles de adoquines amontonados que parecían trincheras o barricadas de una rebelión inexistente, salvo la que el Ayuntamiento había iniciado contra las elementales normas de la ecología. Para los niños de mi generación, quitar los ecológicos tranvías, significaba la muerte de la ilusión de ser tranviarios. Ahora sólo podíamos soñar con ser bomberos, único vehículo con campanilla que nos dejaron. Los niños de hoy, lo tienen peor, porque hasta les quitaron las campanillas de los bomberos, sustituyéndolas estridentes sirenas. Si quieren tocar la campanilla, sólo les queda recurrir a los coches de bomberos de los carruseles de ferias.
El tranvía murió. Ya nos transportaría mas desde Capuchinos hasta las playas de La Malagueta, ni al Palo, ni desde la Alameda hasta Huelin y la Misericordia. Arrancando su férreo camino, ya no podrían circular, desconectando sus troles, ya no volveríamos a verlos como enormes cañas de pescar, cañas de hierro con sedales de cordeles, inclinados mástiles sin banderas, que se alzaban hasta los primeros pisos de las casas. Ya no volveríamos a correr tras ellos para sentarnos, de un salto, en sus anchos topes de hierro negro que, algún tranviario pintaba con alquitrán o engrasaba, para manchar, a modo de castigo, las posaderas de los pantalones de los niños que se atrevían a subirse a ellos. Otras veces, ahuyentaban a los infantiles polizones, arrojándoles con fuerza un puñado de arena, del que tenían para ayudar la frenada en curvas y cuestas abajo. Y otras, los echaban de su asiento improvisado en los topes, atizándoles con el sobrante de la cuerda del trole. Los tranviarios mas considerados, lo hacían al aproximábamos a alguna parada, cuando se aminoraba la velocidad. Otros, en cualquier momento, por lo que nos hacían abandonar el tope del tranvía de la misma manera que cogíamos: de un salto, sobre la misma marcha. Mas de un chaval se caía, al no poder acompasar su carrera a la marcha del tranvía en aquellos apeaderos forzosos. Cuando estas cosas ocurrían, si entre los subidos al tope había algún chaval ágil, éste desataba la cuerda del trole o se colgaba de ella para, con su peso, desconectarlo del cable tenso que suministraba electricidad al tranvía, con lo que éste iba perdiendo velocidad hasta llegar a pararse completamente, obligando al cabreado cobrador o tranviario a engancharlo de nuevo para poder proseguir la ruta, ante la mirada de los transeúntes y las risas de los traviesos niños, a quienes obligaron a saltar del tope, que así consumaban su venganza.
Una vez que junté un duro, me lo gasté consumiendo viajes en el tranvía. No tenía ningún motivo para cogerlo. Simplemente, viajar por viajar. Era mejor que montarse en la noria o en las barquillas del feriante y me salía el paseo, mucho mas barato, comparando el tiempo que duraba el funcionamiento de cualquiera de los cacharritos, con el largo recorrido, para mí paseo, que me daba el tranvía.
Me apeé, gastados ya los cuartos, en el Jardín de los Monos. Plazuela a donde desembocaba la calle Cruz Verde, a orillas de la calla Victoria y punto de arranque del Camino Nuevo por donde se sube al Castillo andalusí de Gibralfaro, guardián de Málaga. Estaban enjaulados dos pobres monos. Había otro, pequeñín, con una larga cadena a la cintura, sujeta a una cabañita situada a la orilla del pequeño estanque, como si fuera un trocito de selva africana en medio de la plaza.
Le echábamos cualquier cosa. Pan, papeles, caramelos y hasta cacahuetes. Nos reíamos de sus monerías, sin reparar en su triste cautiverio. El Ayuntamiento los quitó de allí, no se sabe muy bien si por su mala conciencia o porque se murieron. Yo quise pensar, años después, que hartos de su inmerecido presidio, emprendieron un largo viaje a su añorada selva, siendo los tres últimos viajeros del último de los tranvías, que tantas veces vieron circular desde su cárcel disfrazada de cabaña.
Con la izquierda, tiraba del cordel paralelo al techo, que atravesaba a lo largo del pasillo central, todo el tranvía, para hacer sonar, a cada tirón, la campanilla. Y con la mano derecha, maniobraba con la enorme manivela, como si moliese café en enorme molinillo.
--¡Tú no sabes!. El cordel es para los pasajeros. Para que avisen de la parada donde se quieren bajar. Para que la gente se aparte de la vía, tienes que pisar fuerte el pedal, que hará sonar mucho mas fuerte otra campanilla, igual que el claxon de los coches.
Dicho lo cual, reemplazaba al conductor, para mostrar a todos que él era mejor tranviario.
--¡Tampoco tú sabes!. Le replicaba otro cuando tan sólo había conducido uno cuantos metros.
--Has dado una curva muy cerrada y las de la vía son mas abiertas. Además, se te ha olvidado echar un puñado de arena por el tubo, para que al caer sobre los raíles de la curva, lo frenen un poco y evitar así que descarrile.
Siendo, el conductor, reemplazado por este nuevo tranviario que, evitó el posible accidente y nos mostraba, con mas pericia, cómo se tomaban las curvas correctamente.
Ya no existen en Málaga los tranvías. Los aniquiló el progreso. Decían que eran antiestéticos e impropios de una ciudad moderna. Pero mucho mas feos son los autobuses que los reemplazaron. Mucho mas nocivos, vomitando monóxido de carbono por sus tubos de escape, como metálicas serpientes que escupen su veneno. También talaron los tilos centenarios que oxigenaban y sombreaban el largo Paseo de los Tilos y sustituyeron los adoquines que alfombraban las calles de Málaga entera, por el asfalto insaludable del alquitrán, que además de necesitar parchearlo continuamente, resulta con nuestro ardiente sol, cancerígeno.
Aun me acuerdo de cuando quitaban los raíles de los amarillos tranvías. Largas calles de adoquines amontonados que parecían trincheras o barricadas de una rebelión inexistente, salvo la que el Ayuntamiento había iniciado contra las elementales normas de la ecología. Para los niños de mi generación, quitar los ecológicos tranvías, significaba la muerte de la ilusión de ser tranviarios. Ahora sólo podíamos soñar con ser bomberos, único vehículo con campanilla que nos dejaron. Los niños de hoy, lo tienen peor, porque hasta les quitaron las campanillas de los bomberos, sustituyéndolas estridentes sirenas. Si quieren tocar la campanilla, sólo les queda recurrir a los coches de bomberos de los carruseles de ferias.
El tranvía murió. Ya nos transportaría mas desde Capuchinos hasta las playas de La Malagueta, ni al Palo, ni desde la Alameda hasta Huelin y la Misericordia. Arrancando su férreo camino, ya no podrían circular, desconectando sus troles, ya no volveríamos a verlos como enormes cañas de pescar, cañas de hierro con sedales de cordeles, inclinados mástiles sin banderas, que se alzaban hasta los primeros pisos de las casas. Ya no volveríamos a correr tras ellos para sentarnos, de un salto, en sus anchos topes de hierro negro que, algún tranviario pintaba con alquitrán o engrasaba, para manchar, a modo de castigo, las posaderas de los pantalones de los niños que se atrevían a subirse a ellos. Otras veces, ahuyentaban a los infantiles polizones, arrojándoles con fuerza un puñado de arena, del que tenían para ayudar la frenada en curvas y cuestas abajo. Y otras, los echaban de su asiento improvisado en los topes, atizándoles con el sobrante de la cuerda del trole. Los tranviarios mas considerados, lo hacían al aproximábamos a alguna parada, cuando se aminoraba la velocidad. Otros, en cualquier momento, por lo que nos hacían abandonar el tope del tranvía de la misma manera que cogíamos: de un salto, sobre la misma marcha. Mas de un chaval se caía, al no poder acompasar su carrera a la marcha del tranvía en aquellos apeaderos forzosos. Cuando estas cosas ocurrían, si entre los subidos al tope había algún chaval ágil, éste desataba la cuerda del trole o se colgaba de ella para, con su peso, desconectarlo del cable tenso que suministraba electricidad al tranvía, con lo que éste iba perdiendo velocidad hasta llegar a pararse completamente, obligando al cabreado cobrador o tranviario a engancharlo de nuevo para poder proseguir la ruta, ante la mirada de los transeúntes y las risas de los traviesos niños, a quienes obligaron a saltar del tope, que así consumaban su venganza.
Una vez que junté un duro, me lo gasté consumiendo viajes en el tranvía. No tenía ningún motivo para cogerlo. Simplemente, viajar por viajar. Era mejor que montarse en la noria o en las barquillas del feriante y me salía el paseo, mucho mas barato, comparando el tiempo que duraba el funcionamiento de cualquiera de los cacharritos, con el largo recorrido, para mí paseo, que me daba el tranvía.
Me apeé, gastados ya los cuartos, en el Jardín de los Monos. Plazuela a donde desembocaba la calle Cruz Verde, a orillas de la calla Victoria y punto de arranque del Camino Nuevo por donde se sube al Castillo andalusí de Gibralfaro, guardián de Málaga. Estaban enjaulados dos pobres monos. Había otro, pequeñín, con una larga cadena a la cintura, sujeta a una cabañita situada a la orilla del pequeño estanque, como si fuera un trocito de selva africana en medio de la plaza.
Le echábamos cualquier cosa. Pan, papeles, caramelos y hasta cacahuetes. Nos reíamos de sus monerías, sin reparar en su triste cautiverio. El Ayuntamiento los quitó de allí, no se sabe muy bien si por su mala conciencia o porque se murieron. Yo quise pensar, años después, que hartos de su inmerecido presidio, emprendieron un largo viaje a su añorada selva, siendo los tres últimos viajeros del último de los tranvías, que tantas veces vieron circular desde su cárcel disfrazada de cabaña.
MATÍAS, cuenta-chistes de Málaga.
MATÍAS.
-“Y dice Matías...” Así comenzaba y así remataba siempre sus populares chascarrillos, sus chistes historiados, sus cuentos, hablando de sí mismo en tercera persona y dando un fuerte zapatazo en el suelo, que era como el subrayado con el que remarcaba sus frases, o los signos de admiración y llamadas de atención al público, para que se fijasen en las palabras o frases que deseaba resaltar.
Era famoso en las calles donde antaño estaba situado el centro de Málaga, antes de que se desplazara a las anchas avenidas del extrarradio, a la nueva prolongación de la Alameda y nuevos barrios que plantaron al final de la carretera de Cádiz.
La calle Larios, dedicada al Marqués que inició la industrialización de la ciudad y que proporcionó tanto trabajo a sus gentes, con sus anchas y enlosetadas aceras, la calle Nueva, peatonal desde que yo recuerdo y la mas comercial, la Plaza de José Antonio, que los malagueños seguían llamando “de la Constitución” en memoria de la República, la estrecha y sinuosa calle Compañía con alusión a la iglesia de los jesuitas, la calle Granada, Alcazabilla y el Parque, constituían el escenario urbano de Matías, el chistero loco, embutido siempre en su gabardina, fuera invierno o verano, ligeramente encorvado, sin calva alguna en su cabeza blanca, a pesar de su edad, con gran bigote también blanco, pero amarilleado por la nicotina de su dueño, persistente fumador de Celtas, Peninsulares, Bisontes y los socorridos cajillas, mas baratos, porque estaban hechos de las colillas de los demás. Él no ponía reparos a todo lo que fuera fumable, ni siquiera a los infantiles cigarros de matalauva, con los que los niños queríamos imitar a los mayores en eso del fumar. Matías era una chimenea ambulante, empalmando los cigarros uno tras otro, con la colilla apurada del anterior. Tan apurada, que apenas quedaba sitio a los dedos para sujetar al pitillo. Sus oyentes se los ofrecían como pago por sus divertidos chistes o como muestra de cariño y amistad. Llevaba los bolsillos de su perpetua gabardina llenos de ellos, por lo que siempre los cigarros estaban torcidos y él no se molestaba en enderezarlos.
Había estado en el psiquiátrico muchas veces. Era su segunda casa, según decían, pero no permanecía mucho tiempo en este almacén de locos situado a las espaldas del Hospital Civil, antes de las leproserías. Siempre salía a esta zona de Málaga para llenar sus calles de risas. Muchos de sus chistes eran de invención propia y, si tenían éxito, los repetía por las esquinas. Cuando los chascarrillos o relatos cortos que narraba, versaban sobre Franco, sobre los curas, sobre el ejército y la mili, eran escuchados con especial atención, y mas de una vez aparecía un guardia de la secreta que, abriéndose paso entre el corrillo, se lo llevaba cogido del brazo, ante las protestas del público, que se quedaba sin conocer el final del chiste, cabreándose mas por ésto que porque se llevaran a Matías; porque la gente sabía que no iría a la cárcel. Todo lo mas, algunos días encerrado en algún centro para mendigos del Auxilio Social o en el manicomio. Efectivamente, tras unos días, otra vez Matías estaba suelto, a sus anchas, contando sus chistes y provocando corrillos de carcajadas y aplausos por las céntricas calles de la ciudad, dando su característico zapatazo en el suelo y apostillando su ya célebre “y dice Matías”.
Era Matías un pintoresco personaje de mi niñez y, junto a mi abuelo, integré muchas veces los corrillos de gente que le oían y aplaudían. Mi abuelo, fumador como él, le dio algunos cigarrillos. Dinero, no aceptaba, aunque sí alguna invitación a un café o un vino que, muchas veces, partía de los propios dueños de los bares, puesto que sabían que si Matías contaba algo en la barra del bar, el lleno del local estaba asegurado.
Los chistes de Matías eran peculiares. O quizá era su manera de contarlos. La mayoría de las veces, arrancaba risas destornillantes de la concurrencia. Otras veces, la gente no se reía. Cuando esto ocurría, Matías se enfadaba y dando su clásico zapatazo, se iba a paso ligero hacia otra parte, en busca de otro público mas inteligente que comprendiera su peculiar humor.
Algunos niños maleducados, corriendo tras él, le tiraban de los faldones de su gabardina eterna y echaban a correr. No se molestaba en perseguirlos, sino que recurriendo a sus particulares zapatazos en el asfalto, apresuraba la fuga de los mocosos impertinentes y continuaba su camino en busca de otra esquina mas propicia.
A Matías, los mas viejos, como mi abuelo, le comparaban con un cómico llamado Rampe (o algo parecido ), que en el escenario del Teatro Cervantes actuó mientras pudo. En una ocasión lo hizo representando una escena de un señor que estando en su casa, recibió un regalo. Lo desenvolvió. Era un gran cuadro. Se puso entre contento y enfadado, preguntándole al público “¿Qué hago yo con esto?”. Lo mostró al público: era un retrato de Franco. Y exclamó: “¡Esto es para colgarlo!”. Y lo colgó de un gran clavo en la pared. Cayó el telón. La gente estuvo riéndose quince minutos a telón bajado.
No he visto ningún recuerdo en las calles del centro, vacías ya de risas desde que murió Matías. Nadie, excepto los de mi generación y los mas viejos, sabe hoy en Málaga que existió Matías. Como también se olvidó al Piyayo, el gitano viejo que rascaba su guitarra para poder llevar a sus nietos pescaíto frito para llenar sus panzas, allá en el Altozano, donde con ellos vivía. Pero al Piyayo, al menos, lo recuerda la popular poesía de José Carlos de Luna. A Matías, nada lo recuerda. Y es que no hay nada mas etéreo que la fama de un payaso, que sólo pervive mientras suenan las risas.
Sin embargo, Diputaciones y Ayuntamientos adornan plazas y parques con estatuas de generales, reyes, escritores, científicos, que no seré yo quien diga que está mal, pero que no captan la cotidianidad, el sentimiento, el modo de ser de los hijos mas humildes y auténticos de un pueblo.
Mi abuelo prefería estatuas a Matías y a Piyayos, antes que esas ecuestres dedicadas a reyes y generales, conmemorando heroicas gestas derramadoras de sangres, sin que importe mucho el ideal que las provocaron. Porque los Matías fueron genios que hacían reír y no sufrir a las gentes. Genios locos que no usaron ni siquiera la pluma como los escritores, porque jamás persiguieron la fama, ni la perduración de su ingenio que transmitían oralmente, como los grandes sabios griegos. Palabra hablada que no perdura, que como la vida misma, con la mudez desaparece, sobreviviendo lo esencial, no en libros ni estatuas, sino en el recuerdo de las mentes.
---“Y dice Matías...”. Y dando un fuerte zapatazo, se retiró de Málaga y del mundo para siempre.
Era famoso en las calles donde antaño estaba situado el centro de Málaga, antes de que se desplazara a las anchas avenidas del extrarradio, a la nueva prolongación de la Alameda y nuevos barrios que plantaron al final de la carretera de Cádiz.
La calle Larios, dedicada al Marqués que inició la industrialización de la ciudad y que proporcionó tanto trabajo a sus gentes, con sus anchas y enlosetadas aceras, la calle Nueva, peatonal desde que yo recuerdo y la mas comercial, la Plaza de José Antonio, que los malagueños seguían llamando “de la Constitución” en memoria de la República, la estrecha y sinuosa calle Compañía con alusión a la iglesia de los jesuitas, la calle Granada, Alcazabilla y el Parque, constituían el escenario urbano de Matías, el chistero loco, embutido siempre en su gabardina, fuera invierno o verano, ligeramente encorvado, sin calva alguna en su cabeza blanca, a pesar de su edad, con gran bigote también blanco, pero amarilleado por la nicotina de su dueño, persistente fumador de Celtas, Peninsulares, Bisontes y los socorridos cajillas, mas baratos, porque estaban hechos de las colillas de los demás. Él no ponía reparos a todo lo que fuera fumable, ni siquiera a los infantiles cigarros de matalauva, con los que los niños queríamos imitar a los mayores en eso del fumar. Matías era una chimenea ambulante, empalmando los cigarros uno tras otro, con la colilla apurada del anterior. Tan apurada, que apenas quedaba sitio a los dedos para sujetar al pitillo. Sus oyentes se los ofrecían como pago por sus divertidos chistes o como muestra de cariño y amistad. Llevaba los bolsillos de su perpetua gabardina llenos de ellos, por lo que siempre los cigarros estaban torcidos y él no se molestaba en enderezarlos.
Había estado en el psiquiátrico muchas veces. Era su segunda casa, según decían, pero no permanecía mucho tiempo en este almacén de locos situado a las espaldas del Hospital Civil, antes de las leproserías. Siempre salía a esta zona de Málaga para llenar sus calles de risas. Muchos de sus chistes eran de invención propia y, si tenían éxito, los repetía por las esquinas. Cuando los chascarrillos o relatos cortos que narraba, versaban sobre Franco, sobre los curas, sobre el ejército y la mili, eran escuchados con especial atención, y mas de una vez aparecía un guardia de la secreta que, abriéndose paso entre el corrillo, se lo llevaba cogido del brazo, ante las protestas del público, que se quedaba sin conocer el final del chiste, cabreándose mas por ésto que porque se llevaran a Matías; porque la gente sabía que no iría a la cárcel. Todo lo mas, algunos días encerrado en algún centro para mendigos del Auxilio Social o en el manicomio. Efectivamente, tras unos días, otra vez Matías estaba suelto, a sus anchas, contando sus chistes y provocando corrillos de carcajadas y aplausos por las céntricas calles de la ciudad, dando su característico zapatazo en el suelo y apostillando su ya célebre “y dice Matías”.
Era Matías un pintoresco personaje de mi niñez y, junto a mi abuelo, integré muchas veces los corrillos de gente que le oían y aplaudían. Mi abuelo, fumador como él, le dio algunos cigarrillos. Dinero, no aceptaba, aunque sí alguna invitación a un café o un vino que, muchas veces, partía de los propios dueños de los bares, puesto que sabían que si Matías contaba algo en la barra del bar, el lleno del local estaba asegurado.
Los chistes de Matías eran peculiares. O quizá era su manera de contarlos. La mayoría de las veces, arrancaba risas destornillantes de la concurrencia. Otras veces, la gente no se reía. Cuando esto ocurría, Matías se enfadaba y dando su clásico zapatazo, se iba a paso ligero hacia otra parte, en busca de otro público mas inteligente que comprendiera su peculiar humor.
Algunos niños maleducados, corriendo tras él, le tiraban de los faldones de su gabardina eterna y echaban a correr. No se molestaba en perseguirlos, sino que recurriendo a sus particulares zapatazos en el asfalto, apresuraba la fuga de los mocosos impertinentes y continuaba su camino en busca de otra esquina mas propicia.
A Matías, los mas viejos, como mi abuelo, le comparaban con un cómico llamado Rampe (o algo parecido ), que en el escenario del Teatro Cervantes actuó mientras pudo. En una ocasión lo hizo representando una escena de un señor que estando en su casa, recibió un regalo. Lo desenvolvió. Era un gran cuadro. Se puso entre contento y enfadado, preguntándole al público “¿Qué hago yo con esto?”. Lo mostró al público: era un retrato de Franco. Y exclamó: “¡Esto es para colgarlo!”. Y lo colgó de un gran clavo en la pared. Cayó el telón. La gente estuvo riéndose quince minutos a telón bajado.
No he visto ningún recuerdo en las calles del centro, vacías ya de risas desde que murió Matías. Nadie, excepto los de mi generación y los mas viejos, sabe hoy en Málaga que existió Matías. Como también se olvidó al Piyayo, el gitano viejo que rascaba su guitarra para poder llevar a sus nietos pescaíto frito para llenar sus panzas, allá en el Altozano, donde con ellos vivía. Pero al Piyayo, al menos, lo recuerda la popular poesía de José Carlos de Luna. A Matías, nada lo recuerda. Y es que no hay nada mas etéreo que la fama de un payaso, que sólo pervive mientras suenan las risas.
Sin embargo, Diputaciones y Ayuntamientos adornan plazas y parques con estatuas de generales, reyes, escritores, científicos, que no seré yo quien diga que está mal, pero que no captan la cotidianidad, el sentimiento, el modo de ser de los hijos mas humildes y auténticos de un pueblo.
Mi abuelo prefería estatuas a Matías y a Piyayos, antes que esas ecuestres dedicadas a reyes y generales, conmemorando heroicas gestas derramadoras de sangres, sin que importe mucho el ideal que las provocaron. Porque los Matías fueron genios que hacían reír y no sufrir a las gentes. Genios locos que no usaron ni siquiera la pluma como los escritores, porque jamás persiguieron la fama, ni la perduración de su ingenio que transmitían oralmente, como los grandes sabios griegos. Palabra hablada que no perdura, que como la vida misma, con la mudez desaparece, sobreviviendo lo esencial, no en libros ni estatuas, sino en el recuerdo de las mentes.
---“Y dice Matías...”. Y dando un fuerte zapatazo, se retiró de Málaga y del mundo para siempre.
EL SUELDO DEL ALCALDE.
EL SUELDO DEL ALCALDE.
Oí decir a mi tío Manuel: Si el Alcalde y los Concejales del Ayuntamiento son –como aseguran- hombres de izquierdas, si su solidaridad con los parados que tanto pregonan, es cierta, si efectivamente son austeros y honrados administradores de la hacienda pública, ¿por qué, a la primera ocasión, se suben sus sueldos en porcentajes muy superiores al I.P.C. y a lo pactado en los Convenios Colectivos del resto de los trabajadores?.
--Está claro –continuó- que una cosa es predicar, y otra, dar trigo. Como se decía de los frailes medievales que invadían los pueblos hambrientos en misiones de evangelización, teniendo repletos los graneros de sus conventos.
Le oía atentamente, mientras mareaba el corto de café que le sirvió el camarero. Y, como sólo sonreí ante su comentario, se apresuró a convertirlo en una acusación generalizada a toda la clase política, pero que –a su juicio- era mas sangrante, por contradictoria, cuando eran políticos de izquierdas los que incurrían en tal actitud.
--Las derechas, -decía- es lógico que así actúen, porque siempre han ejercido el poder como un medio de enriquecimiento personal y familiar. El caciquismo brutal, ha sido su distintivo durante generaciones. Siempre han disfrazado sus pretensiones con sofismas tales, como la necesaria dignidad de la función pública. No podría ser digno (ejemplo extremo) que un rey fuese en alpargatas. Por ende, del rey abajo, ministros, diputados, senadores, secretarios generales, gobernadores, alcaldes concejales y hasta sus escribientes, para evitar la indignidad que supondrían las alpargatas, mejoraron sus sueldos y prebendas, dietas, gastos de representación, etc., en progresión geométrica, chupando cada vez mas y en mayor número de mamantes o mamones, de la gran ubre del Estado que, en buena concepción democrática, somos todos. Lo que quiere decir, que cada ciudadano productivo se convierte en un pezón del que chupan varios lechones; si hacemos bien la suma de todos los funcionarios de todas clases de las administraciones estatales, autonómicas, provinciales y locales, no es de extrañar que la gran teta del Estado, haya contraído así una crónica anemia, sin que las derechas tengan compasión de tan escuálido enfermo.
--¿Sugieres que la solución pasaría por la supresión del Estado?. Le pregunté.
--No. Todo lo contrario. Sugiero que hay que alimentar muy bien a esta vaca sagrada para que tenga mucha leche y, al mismo tiempo, regular muy bien la cantidad de leche que cada lechón puede succionar de la gran ubre. El Mercado Productor, el de Bienes y Servicios y el Laboral, no pueden ser dejado a su suerte, capricho o intenciones. El Patrimonio, tampoco. Toda persona, física, jurídica, toda actividad económica, ha de contribuir con el sobrante o plusvalía que genere su actividad a engordar la vaca sagrada, para que su ubre tenga alimento suficiente para todos. La diferencia entre los mamíferos no deberían sustanciarse en mas de tres puntos. Lo que conllevaría la implantación de sueldos máximos. Por lo menos, hasta que la educación y solidaridad necesarias hayan impregnado la sociedad, para llegar a implantarse la utópica igualdad económica, base del resto de las igualdades humanas.
Le interrumpí lo que ya parecía un discurso, diciéndole: --Entonces, ¿cómo te respondió cuado le hablaste de la subida de su sueldo y el de los Concejales?. Y me resumió la respuesta del Alcalde:
--Me dijo, quedándose tan ancho, que él perdía dinero siendo Alcalde. Había abandonado sus negocios particulares para ocuparse de las tareas del Ayuntamiento, donde, aun con la subida, ganaba menos que en sus anteriores ocupaciones. Lo mismo le ocurría a los demás miembros de la Corporación.
Intervine: --Es mas o menos, lo que afirman los Ministros y Diputados: que ganan mas en la actividad privada que dedicándose a la función pública.
--Sí, sobrino. Es la mentira mas socorrida que existe. Porque nadie hace tal, si de alguna manera, no previeran obtener mayor ventaja de lo público que de lo privado. Pero la ley les permite a unos y otros, fijarse sus propios sueldos. En esto, funcionan como los Consejos de Administración de las empresas privadas. Son los obreros, los que no tienen potestad legal para fijarse a sí mismos los sueldos. Luego, cuando oigas decir que un Ministro, Diputado, Consejero, etc., son “trabajadores”, término que gustan usar ellos mismos en democracia, puedes reírte o tomártelo a broma; pero en ningún caso creerlo.
Si estuviesen en política para servir al pueblo, no les importaría ganar menos dinero que en las empresas privadas. “Si el mismo estómago tenemos, ¿por qué cobran unos de mas, y otros cobramos de menos?”. Eso sería lo justo: que fueran considerados como “Obreros de cuello blanco”, como propusieron en la Comuna de París. Que no se aprovechasen de la política y cuando se retiraran de ella, lo hicieran sin obtener privilegios especiales. Mientras esto no suceda, son una clase especial, aparte, distinta de la clase trabajadora: son la Clase Política.
En la lógica de la Derecha, la política es una profesión legítima en la que la ambición está bien vista, en la que también impera las Leyes del Mercado. Pero en la lógica de la Izquierda, la política es una vocación. Su motor no es mercantil, sino ideológico. Desea el poder, para ir cambiando la realidad, en una larga marcha hacia la utopía: el establecimiento de la Justicia real, no simplemente teórica. Están obligados a dar ejemplo de austeridad.
Si no se dedican a la cosa pública, porque lo privado tiene mas incentivo económico, la solución no está en hacer atractiva la política incentivándola igual o mas que lo privado, sino en todo lo contrario: desprenderse de estos políticos profesionales, porque jamás cambiarán nada, ni eliminarán las injusticias sociales. Todo lo mas que harán será esforzarse en ser buenos administradores o gestores. Pero aceptar que la política no es nada mas que administrar bien, es un pensamiento conservador, derechista. La moral de la Izquierda, además de administrar bien, exige un cambio de las estructuras, que haga posible la Justicia y la Igualdad real.
Esta moral exige que el rey de un país de alpargatas, vaya también en alpargatas. El Estado no debe remunerar a sus servidores, a sus cargos, como para permitirles que, en un país de alpargatas, ellos puedan permitirse usar zapatos de piel de cocodrilo.
Oí decir a mi tío Manuel: Si el Alcalde y los Concejales del Ayuntamiento son –como aseguran- hombres de izquierdas, si su solidaridad con los parados que tanto pregonan, es cierta, si efectivamente son austeros y honrados administradores de la hacienda pública, ¿por qué, a la primera ocasión, se suben sus sueldos en porcentajes muy superiores al I.P.C. y a lo pactado en los Convenios Colectivos del resto de los trabajadores?.
--Está claro –continuó- que una cosa es predicar, y otra, dar trigo. Como se decía de los frailes medievales que invadían los pueblos hambrientos en misiones de evangelización, teniendo repletos los graneros de sus conventos.
Le oía atentamente, mientras mareaba el corto de café que le sirvió el camarero. Y, como sólo sonreí ante su comentario, se apresuró a convertirlo en una acusación generalizada a toda la clase política, pero que –a su juicio- era mas sangrante, por contradictoria, cuando eran políticos de izquierdas los que incurrían en tal actitud.
--Las derechas, -decía- es lógico que así actúen, porque siempre han ejercido el poder como un medio de enriquecimiento personal y familiar. El caciquismo brutal, ha sido su distintivo durante generaciones. Siempre han disfrazado sus pretensiones con sofismas tales, como la necesaria dignidad de la función pública. No podría ser digno (ejemplo extremo) que un rey fuese en alpargatas. Por ende, del rey abajo, ministros, diputados, senadores, secretarios generales, gobernadores, alcaldes concejales y hasta sus escribientes, para evitar la indignidad que supondrían las alpargatas, mejoraron sus sueldos y prebendas, dietas, gastos de representación, etc., en progresión geométrica, chupando cada vez mas y en mayor número de mamantes o mamones, de la gran ubre del Estado que, en buena concepción democrática, somos todos. Lo que quiere decir, que cada ciudadano productivo se convierte en un pezón del que chupan varios lechones; si hacemos bien la suma de todos los funcionarios de todas clases de las administraciones estatales, autonómicas, provinciales y locales, no es de extrañar que la gran teta del Estado, haya contraído así una crónica anemia, sin que las derechas tengan compasión de tan escuálido enfermo.
--¿Sugieres que la solución pasaría por la supresión del Estado?. Le pregunté.
--No. Todo lo contrario. Sugiero que hay que alimentar muy bien a esta vaca sagrada para que tenga mucha leche y, al mismo tiempo, regular muy bien la cantidad de leche que cada lechón puede succionar de la gran ubre. El Mercado Productor, el de Bienes y Servicios y el Laboral, no pueden ser dejado a su suerte, capricho o intenciones. El Patrimonio, tampoco. Toda persona, física, jurídica, toda actividad económica, ha de contribuir con el sobrante o plusvalía que genere su actividad a engordar la vaca sagrada, para que su ubre tenga alimento suficiente para todos. La diferencia entre los mamíferos no deberían sustanciarse en mas de tres puntos. Lo que conllevaría la implantación de sueldos máximos. Por lo menos, hasta que la educación y solidaridad necesarias hayan impregnado la sociedad, para llegar a implantarse la utópica igualdad económica, base del resto de las igualdades humanas.
Le interrumpí lo que ya parecía un discurso, diciéndole: --Entonces, ¿cómo te respondió cuado le hablaste de la subida de su sueldo y el de los Concejales?. Y me resumió la respuesta del Alcalde:
--Me dijo, quedándose tan ancho, que él perdía dinero siendo Alcalde. Había abandonado sus negocios particulares para ocuparse de las tareas del Ayuntamiento, donde, aun con la subida, ganaba menos que en sus anteriores ocupaciones. Lo mismo le ocurría a los demás miembros de la Corporación.
Intervine: --Es mas o menos, lo que afirman los Ministros y Diputados: que ganan mas en la actividad privada que dedicándose a la función pública.
--Sí, sobrino. Es la mentira mas socorrida que existe. Porque nadie hace tal, si de alguna manera, no previeran obtener mayor ventaja de lo público que de lo privado. Pero la ley les permite a unos y otros, fijarse sus propios sueldos. En esto, funcionan como los Consejos de Administración de las empresas privadas. Son los obreros, los que no tienen potestad legal para fijarse a sí mismos los sueldos. Luego, cuando oigas decir que un Ministro, Diputado, Consejero, etc., son “trabajadores”, término que gustan usar ellos mismos en democracia, puedes reírte o tomártelo a broma; pero en ningún caso creerlo.
Si estuviesen en política para servir al pueblo, no les importaría ganar menos dinero que en las empresas privadas. “Si el mismo estómago tenemos, ¿por qué cobran unos de mas, y otros cobramos de menos?”. Eso sería lo justo: que fueran considerados como “Obreros de cuello blanco”, como propusieron en la Comuna de París. Que no se aprovechasen de la política y cuando se retiraran de ella, lo hicieran sin obtener privilegios especiales. Mientras esto no suceda, son una clase especial, aparte, distinta de la clase trabajadora: son la Clase Política.
En la lógica de la Derecha, la política es una profesión legítima en la que la ambición está bien vista, en la que también impera las Leyes del Mercado. Pero en la lógica de la Izquierda, la política es una vocación. Su motor no es mercantil, sino ideológico. Desea el poder, para ir cambiando la realidad, en una larga marcha hacia la utopía: el establecimiento de la Justicia real, no simplemente teórica. Están obligados a dar ejemplo de austeridad.
Si no se dedican a la cosa pública, porque lo privado tiene mas incentivo económico, la solución no está en hacer atractiva la política incentivándola igual o mas que lo privado, sino en todo lo contrario: desprenderse de estos políticos profesionales, porque jamás cambiarán nada, ni eliminarán las injusticias sociales. Todo lo mas que harán será esforzarse en ser buenos administradores o gestores. Pero aceptar que la política no es nada mas que administrar bien, es un pensamiento conservador, derechista. La moral de la Izquierda, además de administrar bien, exige un cambio de las estructuras, que haga posible la Justicia y la Igualdad real.
Esta moral exige que el rey de un país de alpargatas, vaya también en alpargatas. El Estado no debe remunerar a sus servidores, a sus cargos, como para permitirles que, en un país de alpargatas, ellos puedan permitirse usar zapatos de piel de cocodrilo.
LA RADIO DE PACO. LA PIRENÁICA.


LA RADIO DE PACO.
Escuchaban la radio que, no existiendo todavía la Televisión, era el medio mas popular de la comunicación. Al principio, era también un lujo tener una en los carentes años de postguerra que de todo faltaba, por culpa del cerco económico que sufría España, un verdadero bloqueo de las Naciones Unidas, al que no se sumó Argentina, gobernada entonces por el General Perón y la santa maniquí, su esposa “Evita”, que suplía la carencia de un Ministerio de Seguridad o Atención Social, haciendo ingentes obras de caridad con los fondos del Estado. Por tanto, nación no influida por el contubernio judeo-comunista-masónico internacional, fantasma franquista al que se le achacaban todos los males de España, que tenía por objetivo impedir el progreso patrio, prioridad del Glorioso Movimiento Nacional: el crecimiento económico, que hiciera verdad el lema que Franco hizo poner en el cuello del negro pájaro, que añadió al Escudo de España: “Una, Grande y Libre”. El trigo y la carne enlatada argentina, se ocuparon de llenar los estómagos de los vencedores, primero, y el sobrante, cuando lo había, podía encontrarse en el mercado negro, llamado entonces “estraperlo” y en los comedores públicos del Auxilio Social.
No tienen derecho los hijos y nietos de los vencedores, a criticar la escasez de Cuba, tras un bloqueo que dura casi medio siglo, cuando la España franquista lo pasó tan mal, en otro bloqueo que apenas duró quince años, nos impuso Cartilla de Racionamiento, nos dejó fuera del Plan Marshall, como retrató bien Berlanga en su película “Bienvenido Mr. Marshall”, y que consiguió leche en polvo, latas de queso naranja y material bélico americano, usado, además de su membresía en la ONU, a cambio de vender la dignidad nacional, cediendo al Presidente Eisenhower, suelo patrio para sus bases militares, desde entonces y hasta hoy, usadas en todos los conflictos y guerras económicas americanas, hasta las últimas de Iraq y Afganistán.
La radio era importante. Mantenía vivo el espíritu de los demócratas republicanos, y el de todos los que lucharon por la Constitución y la libertad, que nos trajo la República que pidieron las urnas, a mediados del florido y alegre mes de Abril de1931.
Se escuchaban novelas lagrimosas que las vecinas de mi patio comentaban en corrillo, por las tardes, mientras zurzían calcetines, repasaban camisas o remendaban los pantalones de sus hijos y maridos.
Se escuchaban todos los domingos locutores charlatanes, narrando con inusitada rapidez lo que sucedía en los campos de fútbol, deporte importado de Inglaterra y que, junto a las corridas de Toros, eran fomentados por el Régimen, con el claro propósito de tener las mentes de los hombres entretenidas. Incluso la canción Andaluza, llamada desde entonces Española, entretenía a las mujeres. Tanto a la hora de comer, como a la de cenar, el Régimen tenía reservado su espacio propagandístico, “ el Parte” precedido por una composición musical que englobaba los tres Himnos representativos de los vencedores: el requetés “Por Dios, por la Patria y el Rey”, el falangista “Cara al Sol” y el de los granaderos o monárquico, al que puso letra el fascista Pemán, invitándonos a los españoles a saludar al estilo nazi, con su “alzad los brazos, hijos del pueblo español”. Los oyentes, no se enteraban nunca de lo que ocurría en el mundo y, menos aun, de lo que acontecía en España. Para estar informados, había de recurrirse a la BBC de Londres y a la muy perseguida y siempre saboteada con estruendosas interferencias, Radio España Independiente, REI, popularmente conocida como “La Pirenaica”, porque se creía que emitían desde los Pirineos franceses, como indicaba la cabecera de sus emisiones: “Buenas noches. Aquí Radio España Independiente, emitiendo en sus ondas 21, 25, 30 y 39 metros y en sus ONDAS VOLANTES”.
Así nos informábamos de lo que ocurría con los maquis, con los presos políticos, con la policía política, llamada Brigada Político-social, semejante a la GESTAPO alemana o DINA pinochetista, con las posteriores Comisiones Obreras, sindicatos clandestinos que, junto a los cenetistas, llevaban el peso de la lucha obrera. Por aquel entonces, no tuvieron presencia interna ni el PSOE ni la UGT que se hallaban todos en la vecina Francia; desaparecieron en la guerra y, como el Guadiana, no reaparecieron hasta que el parkinson aflojó la férrea mano del Dictador.
La radio de Paco cumplió perfectamente esta labor informativa y alentadora. Era especialmente hermoso oír la voz de La Pasionaria animando las huelgas de los mineros, los encierros de trabajadores en algunas iglesias o las protestas universitarias de Madrid. Sirvió también para dar el nombre de muchos detenidos, insistentemente, evitando así, su probable desaparición o que se les aplicase la muy recurrente “ley de fuga”. También supo reunir grandes movilizaciones internacionales, en contra de las penas de muerte que Franco firmó.
La radio de Paco era popular entre amigos y vecinos. Estaba encendida todo el día. Entre novelas, retransmisión de deportes, los partes de Radio Nacional de España, los concursos de todas clases y las ocurrentes cuñas de propaganda comercial, sólo dejaba de transmitir cuando la luz se iba. Es decir, cuando la cortaban desde la fábrica, como se decía, porque la escasa producción, obligaba a racionarla, al igual que ocurría con el agua que, racionada también, sólo salía de los grifos comunales de ocho de la mañana a doce o una de la tarde.
A Paco y los demás radioyentes, les parecía milagroso poder oír con tanta nitidez a Matías Prat que hablaba en Madrid, como si estuviera en la misma habitación con ellos.
En uno de los partes, o “diarios hablados”, dos días después de visitar a su familia del pueblo, oyó decir:-“ Esta mañana esplendorosa, de sol radiante, se ha cumplido con uno de los mas fervientes deseos de los vecinos de la comarca....que ya podrán almacenar el agua para sus campos y regadíos, evitando con ello en el futuro, las constantes sequías que impedían a sus tierras dar los esperados frutos como resultados de sus duros trabajos y esfuerzos en las labores agrícolas. Porque hoy, Su Excelencia el Caudillo, acompañado del Ministro de Trabajo, Alcaldes de la comarca y demás autoridades, ha inaugurado el pantano de...., cuyos efectos benéficos se notarán en breve, en todos los pueblos de la zona, cando se recojan los ...hectómetros que tiene de capacidad esta necesaria y ejemplar obra pública, planificada por el arquitecto don....y los ingenieros don... y don... Tras cortar la la preceptiva cinta, el Obispo Monseñor...., bendijo las grandiosas instalaciones y a los obreros que las habían realizado, con el empeño de engrandecer a la Patria, haciendo mas productivos sus campos.........etc.,etc.,...” porque en esto de la palabra, nadie superaba a don Matías Prats. De hecho, existían dos frases típicas para referirse a las personas locuaces: “hablas mas que Castelar” y “te enrollas mas que Matías”. Castelar fue un diputado de la Primera República que llegó a ser su Presidente y Matías el locutor mas afamado de la naciente radio.
Pero, tras oír la radio, Paco dijo al corrillo de amigos que la oían con él: “¡Esto no me lo puedo creer!. Anteayer mismo, estuve visitando a mis parientes del pueblo y pude ver que la presa no está aun acabada. Falta un gran trozo de muro. Estaban aun las vigas de hierro, junto a un enorme montón de rocas, las grúas y además, charlé con el guarda y me dijo que aun tenían para largo.”
Un oyente le contestó:-“¡Pues ya lo has oído, el Caudillo acaba de inaugurarlo!.Se habrán dado prisa. En estos dos días que hace que pasaste por allí, habrán terminado el muro que faltaba, habrán gastado las vigas y las rocas que viste y hasta lo habrán llenado de agua.”
Ante las risas de todos, prosiguió:-“¡Qué incrédulo eres Paco!. Tú, créeme, lo que tienes que hacer es viajar menos, y oír la radio mas.”
Esto provocó mas risas todavía, porque acababan de aplicarle a Paco, las mismas palabras de un chiste que, por entonces corría, referido a un viajante de comercio que leyendo la prensa, afirmaba que ninguna de las obras citadas existían, porque él había pasado por esos lugares y no las había visto. A lo que fue respondido: “Usted, lo que ha de hacer, si quiere estar bien informado, es viajar menos y leer la prensa mas”. Recordaron el chiste, y todos se carcajearon al verlo aplicado, como anillo al dedo, al viejo Paco.
Entre bromas y charlas, se quedaron un poco mas con Paco, aunque un par de ellos se despidieron con la excusa de ser demasiado tarde y tener que madrugar, pero la verdad es que se iban por miedo. Porque intuían que estaban haciendo tiempo, para poder conectar con La Pirenaica y no querían tener problemas, de ser descubiertos o delatados en tan temeraria acción.
Efectivamente, pasado un tiempo, abandonaron el patio común de vecinos y se introdujeron en el dormitorio de Paco, al fondo, cerrando la puerta tras sí, además de las ventanas. Bajaron al mínimo el volumen de la radio y comenzaron a mover el dial, despacio, buscando la deseada conexión, hasta que entre chasquidos, pitidos y toda clase de ruidos, lograron sintonizar con las notas del Himno de Riego y sus caras se alegraron con su contagioso ritmo que, aquellos oyentes clandestinos, en voz baja, trataban de canturrear. –“Si Torrijos fue fusilado, no lo fe ni por vil ni traidor, que murió con la espada en la mano, defendiendo la Constitución”.Cantaba Paco, refiriéndose a La Pepa, promulgada en Cádiz. Otro, usaba la mas popular letra anticlerical de: “Si los curas y monjas supieran, la paliza que les van a dar, cantarían a coro gritando, ¡libertad, libertad, libertad”. Letrilla ésta que mostraba que el pueblo llano era consciente de la total implicación de la Iglesia Católica en la guerra civil, en contra de la República. Mas ruidos, pitidos y chasquidos.
No tienen derecho los hijos y nietos de los vencedores, a criticar la escasez de Cuba, tras un bloqueo que dura casi medio siglo, cuando la España franquista lo pasó tan mal, en otro bloqueo que apenas duró quince años, nos impuso Cartilla de Racionamiento, nos dejó fuera del Plan Marshall, como retrató bien Berlanga en su película “Bienvenido Mr. Marshall”, y que consiguió leche en polvo, latas de queso naranja y material bélico americano, usado, además de su membresía en la ONU, a cambio de vender la dignidad nacional, cediendo al Presidente Eisenhower, suelo patrio para sus bases militares, desde entonces y hasta hoy, usadas en todos los conflictos y guerras económicas americanas, hasta las últimas de Iraq y Afganistán.
La radio era importante. Mantenía vivo el espíritu de los demócratas republicanos, y el de todos los que lucharon por la Constitución y la libertad, que nos trajo la República que pidieron las urnas, a mediados del florido y alegre mes de Abril de1931.
Se escuchaban novelas lagrimosas que las vecinas de mi patio comentaban en corrillo, por las tardes, mientras zurzían calcetines, repasaban camisas o remendaban los pantalones de sus hijos y maridos.
Se escuchaban todos los domingos locutores charlatanes, narrando con inusitada rapidez lo que sucedía en los campos de fútbol, deporte importado de Inglaterra y que, junto a las corridas de Toros, eran fomentados por el Régimen, con el claro propósito de tener las mentes de los hombres entretenidas. Incluso la canción Andaluza, llamada desde entonces Española, entretenía a las mujeres. Tanto a la hora de comer, como a la de cenar, el Régimen tenía reservado su espacio propagandístico, “ el Parte” precedido por una composición musical que englobaba los tres Himnos representativos de los vencedores: el requetés “Por Dios, por la Patria y el Rey”, el falangista “Cara al Sol” y el de los granaderos o monárquico, al que puso letra el fascista Pemán, invitándonos a los españoles a saludar al estilo nazi, con su “alzad los brazos, hijos del pueblo español”. Los oyentes, no se enteraban nunca de lo que ocurría en el mundo y, menos aun, de lo que acontecía en España. Para estar informados, había de recurrirse a la BBC de Londres y a la muy perseguida y siempre saboteada con estruendosas interferencias, Radio España Independiente, REI, popularmente conocida como “La Pirenaica”, porque se creía que emitían desde los Pirineos franceses, como indicaba la cabecera de sus emisiones: “Buenas noches. Aquí Radio España Independiente, emitiendo en sus ondas 21, 25, 30 y 39 metros y en sus ONDAS VOLANTES”.
Así nos informábamos de lo que ocurría con los maquis, con los presos políticos, con la policía política, llamada Brigada Político-social, semejante a la GESTAPO alemana o DINA pinochetista, con las posteriores Comisiones Obreras, sindicatos clandestinos que, junto a los cenetistas, llevaban el peso de la lucha obrera. Por aquel entonces, no tuvieron presencia interna ni el PSOE ni la UGT que se hallaban todos en la vecina Francia; desaparecieron en la guerra y, como el Guadiana, no reaparecieron hasta que el parkinson aflojó la férrea mano del Dictador.
La radio de Paco cumplió perfectamente esta labor informativa y alentadora. Era especialmente hermoso oír la voz de La Pasionaria animando las huelgas de los mineros, los encierros de trabajadores en algunas iglesias o las protestas universitarias de Madrid. Sirvió también para dar el nombre de muchos detenidos, insistentemente, evitando así, su probable desaparición o que se les aplicase la muy recurrente “ley de fuga”. También supo reunir grandes movilizaciones internacionales, en contra de las penas de muerte que Franco firmó.
La radio de Paco era popular entre amigos y vecinos. Estaba encendida todo el día. Entre novelas, retransmisión de deportes, los partes de Radio Nacional de España, los concursos de todas clases y las ocurrentes cuñas de propaganda comercial, sólo dejaba de transmitir cuando la luz se iba. Es decir, cuando la cortaban desde la fábrica, como se decía, porque la escasa producción, obligaba a racionarla, al igual que ocurría con el agua que, racionada también, sólo salía de los grifos comunales de ocho de la mañana a doce o una de la tarde.
A Paco y los demás radioyentes, les parecía milagroso poder oír con tanta nitidez a Matías Prat que hablaba en Madrid, como si estuviera en la misma habitación con ellos.
En uno de los partes, o “diarios hablados”, dos días después de visitar a su familia del pueblo, oyó decir:-“ Esta mañana esplendorosa, de sol radiante, se ha cumplido con uno de los mas fervientes deseos de los vecinos de la comarca....que ya podrán almacenar el agua para sus campos y regadíos, evitando con ello en el futuro, las constantes sequías que impedían a sus tierras dar los esperados frutos como resultados de sus duros trabajos y esfuerzos en las labores agrícolas. Porque hoy, Su Excelencia el Caudillo, acompañado del Ministro de Trabajo, Alcaldes de la comarca y demás autoridades, ha inaugurado el pantano de...., cuyos efectos benéficos se notarán en breve, en todos los pueblos de la zona, cando se recojan los ...hectómetros que tiene de capacidad esta necesaria y ejemplar obra pública, planificada por el arquitecto don....y los ingenieros don... y don... Tras cortar la la preceptiva cinta, el Obispo Monseñor...., bendijo las grandiosas instalaciones y a los obreros que las habían realizado, con el empeño de engrandecer a la Patria, haciendo mas productivos sus campos.........etc.,etc.,...” porque en esto de la palabra, nadie superaba a don Matías Prats. De hecho, existían dos frases típicas para referirse a las personas locuaces: “hablas mas que Castelar” y “te enrollas mas que Matías”. Castelar fue un diputado de la Primera República que llegó a ser su Presidente y Matías el locutor mas afamado de la naciente radio.
Pero, tras oír la radio, Paco dijo al corrillo de amigos que la oían con él: “¡Esto no me lo puedo creer!. Anteayer mismo, estuve visitando a mis parientes del pueblo y pude ver que la presa no está aun acabada. Falta un gran trozo de muro. Estaban aun las vigas de hierro, junto a un enorme montón de rocas, las grúas y además, charlé con el guarda y me dijo que aun tenían para largo.”
Un oyente le contestó:-“¡Pues ya lo has oído, el Caudillo acaba de inaugurarlo!.Se habrán dado prisa. En estos dos días que hace que pasaste por allí, habrán terminado el muro que faltaba, habrán gastado las vigas y las rocas que viste y hasta lo habrán llenado de agua.”
Ante las risas de todos, prosiguió:-“¡Qué incrédulo eres Paco!. Tú, créeme, lo que tienes que hacer es viajar menos, y oír la radio mas.”
Esto provocó mas risas todavía, porque acababan de aplicarle a Paco, las mismas palabras de un chiste que, por entonces corría, referido a un viajante de comercio que leyendo la prensa, afirmaba que ninguna de las obras citadas existían, porque él había pasado por esos lugares y no las había visto. A lo que fue respondido: “Usted, lo que ha de hacer, si quiere estar bien informado, es viajar menos y leer la prensa mas”. Recordaron el chiste, y todos se carcajearon al verlo aplicado, como anillo al dedo, al viejo Paco.
Entre bromas y charlas, se quedaron un poco mas con Paco, aunque un par de ellos se despidieron con la excusa de ser demasiado tarde y tener que madrugar, pero la verdad es que se iban por miedo. Porque intuían que estaban haciendo tiempo, para poder conectar con La Pirenaica y no querían tener problemas, de ser descubiertos o delatados en tan temeraria acción.
Efectivamente, pasado un tiempo, abandonaron el patio común de vecinos y se introdujeron en el dormitorio de Paco, al fondo, cerrando la puerta tras sí, además de las ventanas. Bajaron al mínimo el volumen de la radio y comenzaron a mover el dial, despacio, buscando la deseada conexión, hasta que entre chasquidos, pitidos y toda clase de ruidos, lograron sintonizar con las notas del Himno de Riego y sus caras se alegraron con su contagioso ritmo que, aquellos oyentes clandestinos, en voz baja, trataban de canturrear. –“Si Torrijos fue fusilado, no lo fe ni por vil ni traidor, que murió con la espada en la mano, defendiendo la Constitución”.Cantaba Paco, refiriéndose a La Pepa, promulgada en Cádiz. Otro, usaba la mas popular letra anticlerical de: “Si los curas y monjas supieran, la paliza que les van a dar, cantarían a coro gritando, ¡libertad, libertad, libertad”. Letrilla ésta que mostraba que el pueblo llano era consciente de la total implicación de la Iglesia Católica en la guerra civil, en contra de la República. Mas ruidos, pitidos y chasquidos.
Dijo Paco, volviendo a explorar con los grandes botones de la radio: -“Esta noche se están pasando con los ruidos. Estos fachas lo hacen a propósito, para fastidiarnos la audición”. –“¡Chist, chistsss, que ya la tenemos!”, se dijeron unos a otros cuando sonaron las primeras palabras inteligibles, pero con intercalaciones ruidosas:
-“ ...la horrible dictadura fascista del general Franco acabará pronto...el pueblo español, amante de la libertad, no permitirá que la opresión se prolongue....Nuestros camaradas del interior, desde su patriótica clandestinidad, nos han informado de las luchas que se están librando en los montes de...entre la resistencia y la Guardia Civil...donde las fuerzas franquistas, vestidas de partisanos, lograron engañar a la gente campesina, apresando a cuantos ayudaron con provisiones a las guerrillas del monte...La respuesta de los patriotas republicanos ha sido contundente.....muertos y cinco fascistas heridos......el pasado Uno de Mayo, que el dictador ha rebautizado como “Día de San José Obrero”, mientras los adictos a la dictadura ofrecían al dictador un multitudinario homenaje...los Coros y Danzas de la Sección Femenina de la Falange...llevados desde las ciudades en autobuses y trenes fletados por el Régimen...Pilar Primo de Rivera pronunció... agradecidos...rememoración de los homenajes obligados del pueblo alemán al Führer....una multitud de trabajadores recorrieron las calles de Atocha...y...cantando la Internacional...con miles de puños en alto..significando la fuerza del trabajo, única que puede levantar Esp...y..rest....la democracia, bruscamente interrumpida por la traidora sublevación... hasta que..fueron disueltos..fuerte carga policial.....llamados popularmente “los Grises”.....practicando detenciones...como si en vez de trabajadores fueran delincuent.....rojo las calles con sang..obrer.....trasladados a la Dirección Gener..y cárcel de Carabanchel. Las fotografías que disponemos....colaborador italiano, que pudo burlar la........También es noticia que................”
Y los ruidos e interferencias producidas adrede en las ondas, hicieron imposible seguir oyendo al insurrecto locutor republicano de la muy estimada estación que, suponíamos, emitía desde los mismos Montes Pirineos, cuando la realidad fue que transmitió durante un año mas o menos, desde Moscú y el resto del tiempo, desde Rumanía.
-“¡Joder!”, exclamó Paco. “Parece que en Madrid ha estallado la revolución general que estamos esperando. Sin embargo, esta misma mañana he hablado por conferencia telefónica con mi hijo Manolito (ya sabéis, el que se fue a trabajar a Madrid) y, nada parecido a esto, me ha contado. Me dijo que sólo vio un poco de jaleo, aunque estuvo en la glorieta de Atocha; algunas carreras a lo lejos y, eso sí, muchísima policía. Pero claro, por teléfono, no puede uno explayarse en explicaciones”.
A lo que el mismo del chiste, volvió a repetirle a Paco: -“ Tú, querido Paco, lo que tienes que hacer es hablar menos con tu hijo de Madrid y oír mas la Pirenaica”.
¡Demasiado!. Le habían aplicado las palabras del chiste por segunda vez en una misma tarde. No sé si Paco aprendió algo de esta lección, pero uno de los oyentes sí, porque se lo contó a mi abuelo y así pude yo saberla y aplicarla en muchos aspectos a los tiempos en que, gracias a Dios, volvemos en España a tener elecciones. Antes de seguir, quiero afirmar mi contentamiento por la libertad y democracia que disfrutamos hoy. La sé valorar porque casi la mitad de mi vida carecí de ella. Lo cual no significa que la democracia existente, no sea manifiestamente mejorable.
Los partidos políticos diseñan sus campañas, contratando especialistas en marketing, hablando en cada lugar de los problemas locales, leídos a veces, minutos antes del mitin. El dinero que cada formación política gasta en campaña, no es el mismo. Por lo que quien gasta mas en el bombardeo propagandístico, suele ganar las elecciones.
Los candidatos designados por las cúpulas de los partidos, no son los mejores, sino los que consiguen imponerse mediante acuerdos y pactos internos entre los distintos grupos, tendencias e influencias existentes en cada partido. Como mucho, en aquellos que su funcionamiento interno es mas democrático, estaría dispuesto a admitir que el candidato sea el mejor dentro del partido en cuestión. Pero los mejores hombres no suelen presentarse a las elecciones. Todavía mas: no suelen trabajar en la política. Incluso huyen de ella, detestando sus forcejeos internos.
El político debería serlo por vocación. Para conseguir que sólo los vocacionales entren en este campo, ha de despojársele de toda ventaja distinta a la del resto de los ciudadanos. Incluso el sueldo no debe ser superior al que le proporcionaba su anterior profesión. Los gastos especiales en los que necesariamente se verá obligado a efectuar en el cumplimiento de sus deberes, serán rigurosamente supervisados. Ni un centavo mas, ni tampoco menos. Ninguna prebenda, regalo, ni beneficio alguno. Dedicación absoluta y plena sin ninguna compatibilización.
Suelen aducir que así perderíamos a los mejores gestores, que se irían al sector privado por su mayor remuneración. ¡Eso es precisamente lo que necesita la vida política!: la liberación de tales gestores que no entrarían en política, si con ello menguaran sus estipendios, poderes e influencias. Los políticos deberían ser obreros de cuello blanco, iguales en todo a los obreros de mono azul.
“Cada hombre, un voto”. Es la esencia de la democracia. Cada escaño, el mismo número de votos, y también el mismo para cada concejal. Lo demás inventos, no son democráticos y obedecen a oscuros deseos de distorsionar la democracia, eliminando de ella a las opciones políticas minoritarias, con lo que en pro del pragmatismo, se cercenan los derechos de las minorías que las auténticas democracias, están obligadas a proteger.
Los reparos a la proporcionalidad que podrían poner las comunidades poco y mucho pobladas, se solventarían con la pendiente reforma del Senado que tendría en cuenta éstas y otras diferencias.
De poco sirven las intervenciones de los diputados en el Parlamento, senadores en el Senado o concejales en los Ayuntamientos, con sus réplicas y contrarréplicas. Nadie convencerá a nadie, porque antes de votar, han ordenado previamente el sentido del voto desde los diversos portavoces de cada partido. La llamada “disciplina de voto” hace inservible al Parlamento, que ya no sirve para “parlamentar”, sino para asentir o negar lo acordado previamente en despachos y pasillos.
Las Comisiones de Estudio o Investigación, nunca dan otros resultados que los previstos, porque sus miembros son los propios interesados: no hay Jueces en ellas.
Las promesas electorales son meras declaraciones de intenciones. Pocas, pues, se cumplen. Y su incumplimiento no puede ser castigado, como lo es el de cualquier contrato comercial, sino que teóricamente, lo será en las urnas, cuando el olvidadizo pueblo vuelva a votar.
Los votos en blanco, nulos y abstenciones, no se reflejan en escaños vacíos, sin titular, ni en sillas vacías de los Consistorios, sino que se redistribuyen entre los partidos, con lo que el ciudadano que no vota o lo hace en blanco, no está representado en las instituciones. No puede hacerse visible el número de los descontentos, indiferentes o contrarios al sistema. Quizá sea esto, precisamente, lo que se quiera evitar.
Y hablo de la democracia española; no lo quiero hacer de las “democracias formales” de muchos países del mundo, donde se manipula el censo o se impide, se compran los votos o se impide votar, donde se dice que los que ganan las elecciones, son los que recuentan los votos.
Al final, el interlocutor de Paco, el repetidor del chiste, tenía razón: lo que debo hacer es creer mas a los políticos, y menos a la insistente realidad.
-“ ...la horrible dictadura fascista del general Franco acabará pronto...el pueblo español, amante de la libertad, no permitirá que la opresión se prolongue....Nuestros camaradas del interior, desde su patriótica clandestinidad, nos han informado de las luchas que se están librando en los montes de...entre la resistencia y la Guardia Civil...donde las fuerzas franquistas, vestidas de partisanos, lograron engañar a la gente campesina, apresando a cuantos ayudaron con provisiones a las guerrillas del monte...La respuesta de los patriotas republicanos ha sido contundente.....muertos y cinco fascistas heridos......el pasado Uno de Mayo, que el dictador ha rebautizado como “Día de San José Obrero”, mientras los adictos a la dictadura ofrecían al dictador un multitudinario homenaje...los Coros y Danzas de la Sección Femenina de la Falange...llevados desde las ciudades en autobuses y trenes fletados por el Régimen...Pilar Primo de Rivera pronunció... agradecidos...rememoración de los homenajes obligados del pueblo alemán al Führer....una multitud de trabajadores recorrieron las calles de Atocha...y...cantando la Internacional...con miles de puños en alto..significando la fuerza del trabajo, única que puede levantar Esp...y..rest....la democracia, bruscamente interrumpida por la traidora sublevación... hasta que..fueron disueltos..fuerte carga policial.....llamados popularmente “los Grises”.....practicando detenciones...como si en vez de trabajadores fueran delincuent.....rojo las calles con sang..obrer.....trasladados a la Dirección Gener..y cárcel de Carabanchel. Las fotografías que disponemos....colaborador italiano, que pudo burlar la........También es noticia que................”
Y los ruidos e interferencias producidas adrede en las ondas, hicieron imposible seguir oyendo al insurrecto locutor republicano de la muy estimada estación que, suponíamos, emitía desde los mismos Montes Pirineos, cuando la realidad fue que transmitió durante un año mas o menos, desde Moscú y el resto del tiempo, desde Rumanía.
-“¡Joder!”, exclamó Paco. “Parece que en Madrid ha estallado la revolución general que estamos esperando. Sin embargo, esta misma mañana he hablado por conferencia telefónica con mi hijo Manolito (ya sabéis, el que se fue a trabajar a Madrid) y, nada parecido a esto, me ha contado. Me dijo que sólo vio un poco de jaleo, aunque estuvo en la glorieta de Atocha; algunas carreras a lo lejos y, eso sí, muchísima policía. Pero claro, por teléfono, no puede uno explayarse en explicaciones”.
A lo que el mismo del chiste, volvió a repetirle a Paco: -“ Tú, querido Paco, lo que tienes que hacer es hablar menos con tu hijo de Madrid y oír mas la Pirenaica”.
¡Demasiado!. Le habían aplicado las palabras del chiste por segunda vez en una misma tarde. No sé si Paco aprendió algo de esta lección, pero uno de los oyentes sí, porque se lo contó a mi abuelo y así pude yo saberla y aplicarla en muchos aspectos a los tiempos en que, gracias a Dios, volvemos en España a tener elecciones. Antes de seguir, quiero afirmar mi contentamiento por la libertad y democracia que disfrutamos hoy. La sé valorar porque casi la mitad de mi vida carecí de ella. Lo cual no significa que la democracia existente, no sea manifiestamente mejorable.
Los partidos políticos diseñan sus campañas, contratando especialistas en marketing, hablando en cada lugar de los problemas locales, leídos a veces, minutos antes del mitin. El dinero que cada formación política gasta en campaña, no es el mismo. Por lo que quien gasta mas en el bombardeo propagandístico, suele ganar las elecciones.
Los candidatos designados por las cúpulas de los partidos, no son los mejores, sino los que consiguen imponerse mediante acuerdos y pactos internos entre los distintos grupos, tendencias e influencias existentes en cada partido. Como mucho, en aquellos que su funcionamiento interno es mas democrático, estaría dispuesto a admitir que el candidato sea el mejor dentro del partido en cuestión. Pero los mejores hombres no suelen presentarse a las elecciones. Todavía mas: no suelen trabajar en la política. Incluso huyen de ella, detestando sus forcejeos internos.
El político debería serlo por vocación. Para conseguir que sólo los vocacionales entren en este campo, ha de despojársele de toda ventaja distinta a la del resto de los ciudadanos. Incluso el sueldo no debe ser superior al que le proporcionaba su anterior profesión. Los gastos especiales en los que necesariamente se verá obligado a efectuar en el cumplimiento de sus deberes, serán rigurosamente supervisados. Ni un centavo mas, ni tampoco menos. Ninguna prebenda, regalo, ni beneficio alguno. Dedicación absoluta y plena sin ninguna compatibilización.
Suelen aducir que así perderíamos a los mejores gestores, que se irían al sector privado por su mayor remuneración. ¡Eso es precisamente lo que necesita la vida política!: la liberación de tales gestores que no entrarían en política, si con ello menguaran sus estipendios, poderes e influencias. Los políticos deberían ser obreros de cuello blanco, iguales en todo a los obreros de mono azul.
“Cada hombre, un voto”. Es la esencia de la democracia. Cada escaño, el mismo número de votos, y también el mismo para cada concejal. Lo demás inventos, no son democráticos y obedecen a oscuros deseos de distorsionar la democracia, eliminando de ella a las opciones políticas minoritarias, con lo que en pro del pragmatismo, se cercenan los derechos de las minorías que las auténticas democracias, están obligadas a proteger.
Los reparos a la proporcionalidad que podrían poner las comunidades poco y mucho pobladas, se solventarían con la pendiente reforma del Senado que tendría en cuenta éstas y otras diferencias.
De poco sirven las intervenciones de los diputados en el Parlamento, senadores en el Senado o concejales en los Ayuntamientos, con sus réplicas y contrarréplicas. Nadie convencerá a nadie, porque antes de votar, han ordenado previamente el sentido del voto desde los diversos portavoces de cada partido. La llamada “disciplina de voto” hace inservible al Parlamento, que ya no sirve para “parlamentar”, sino para asentir o negar lo acordado previamente en despachos y pasillos.
Las Comisiones de Estudio o Investigación, nunca dan otros resultados que los previstos, porque sus miembros son los propios interesados: no hay Jueces en ellas.
Las promesas electorales son meras declaraciones de intenciones. Pocas, pues, se cumplen. Y su incumplimiento no puede ser castigado, como lo es el de cualquier contrato comercial, sino que teóricamente, lo será en las urnas, cuando el olvidadizo pueblo vuelva a votar.
Los votos en blanco, nulos y abstenciones, no se reflejan en escaños vacíos, sin titular, ni en sillas vacías de los Consistorios, sino que se redistribuyen entre los partidos, con lo que el ciudadano que no vota o lo hace en blanco, no está representado en las instituciones. No puede hacerse visible el número de los descontentos, indiferentes o contrarios al sistema. Quizá sea esto, precisamente, lo que se quiera evitar.
Y hablo de la democracia española; no lo quiero hacer de las “democracias formales” de muchos países del mundo, donde se manipula el censo o se impide, se compran los votos o se impide votar, donde se dice que los que ganan las elecciones, son los que recuentan los votos.
Al final, el interlocutor de Paco, el repetidor del chiste, tenía razón: lo que debo hacer es creer mas a los políticos, y menos a la insistente realidad.
CHARLAS DE ENTIERROS.
CHARLAS DE ENTIERROS.
-“Acompaño su sentimiento”, repetían casi unánimemente todos los vecinos, dándole el pésame a Pascual por la repentina muerte de su suegra, que llevaba diez años viviendo con el matrimonio, los que habían transcurrido desde que enviudó. Un desgraciado accidente acabó con su quisquillosa vida.
El día anterior, mientras echaba afrecho a las gallinas en el corral, pasando delante de la cuadra, recibió de improviso una contundente coz de la mula. No duró viva, la pobre, mas de unas horas. El médico no estaba en el pueblo pero, según el boticario que la asistió, aunque hubiese estado, tampoco podría haber hecho nada mas por la pobre mujer.
Todo esto y mas, se comentaba esa noche en el velatorio, alrededor de la difunta decorosamente amortajada con sus mejores ropas, chal nuevo, y su peinado perfecto, luciendo sus horquillas y peinetas y velo negro que resaltaba el gris azulado de sus cabellos.
Entre taza y taza de café que una vecina distribuía entre el velatorio, se oyeron los siempre repetidos lamentos de : “¡No somos nada!, ¡Con lo buena que era!”, al tiempo que las cabezas se movían afirmativamente, expresado asentimiento y resignación, intercalado por algún que otro suspiro.
Por la mañana siguiente, el soñoliento Pascual, continuaba haciendo gestiones en el Ayuntamiento, Juzgado de Paz y en la Parroquia, para completar la burocracia que, por lo visto, nos persigue aun después de muertos.
Por fin sobre las cinco de la tarde se realizó el sepelio. Dada la cercanía del Camposanto, llevaron a hombros el féretro, seguidos del cura y monaguillos, revestidos de negro y oro para la ocasión, y a pocos metros iba Pascual, familiares y vecinos, todos hombres, ya que ni mujeres ni niños solían ir a los entierros, sino que se reservaban para la Misa de Difuntos que se les decía a los finados, unas semanas después y, a la que no acudían los hombres que, solían esperar a sus mujeres en la taberna. Así repartían el rol de cada sexo en estos eventos.
El cura canturreaba en latín, idioma oficial de la Iglesia para los actos litúrgicos, una retahíla de rezos, contestada mecánicamente por los dos monaguillos, hasta que llegaron a la fosa abierta donde continuó y terminó el responso aspergiendo la caja con agua bendita.
-“A mí, cuando me traigan aquí, que me rocíen con vino o me levanto y los corro a todos”, decía a su corrillo en voz baja. Las risas contenidas del grupito, atrajeron la mirada amonestadora del párroco e hizo que éste se apresurara, leyendo lo que le quedaba, como si no existiesen los puntos ni las comas, apresurándose a despedirse de Pascual y subir con prisas la cuesta, acompañado de sus monaguillos que, corriendo y saltando, le tomaron la delantera en su regreso apresurado a la iglesia.
Las primeras paladas de tierra sonaron como tambor, al chocar contra la tapa del féretro, con menor cadencia cada vez, como si los enterradores estuvieran tomando parte en alguna apuesta por ver quien acababa antes con su parte del montón que rodeaba la fosa. Pascual se encamino hacia la puerta del recinto, donde se detuvo, saludando la larga fila formada por la concurrencia que, dándole la mano, repetían su monótono “acompaño su sentimiento”, “paciencia”, “resignación” u otras del escaso repertorio reservado para tan tristes momentos. Por ello, causó sensación la frase del que pedía se rociado con vino que, estrechando la mano de Pascual, le dijo: “Pascual, ¡te compro tu mula!”.
Broma negra y macabra que siguió comentándose después del entierro, en la taberna, donde todos coincidían para tomase unos chatos de vino, quizá con la intención de olvidar la seriedad de la muerte. Costumbre sabia de muchos pueblos que con naturalidad aceptan la muerte porque es en la taberna, done se puede filosofar y teologizar mejor sobre ella. En este etnólogo foro, se oyeron los recios argumentos de la ruda sencillez de los hombres del campo. Estoy seguro que, de decirse en castellano las retahílas latinescas del cura, hubieran servido para aclarar algo sobre el tema de la muerte, pero pronunciadas en latín, ninguno de cuantos las oyeron pudieron saber el punto de vista de la Iglesia, ya que la lengua de Virgilio estaba fuera de la formación que se daba a quienes labraban la tierra.
-“Si estuviera aquí el cura, podríamos preguntarle”. Dijo uno.
-“El cura no bebe. ¿cómo va a estar en una taberna?. Le respondió otro.
-“Bueno...eso de que no bebe...Lo que pasa es que bebe solo. Por lo menos, unos buenos lingotazos de moscatel en cada Misa, sin invitar a nadie. Alza el copón y lo muestra a la concurrencia, de izquierda a derecha, para que todos lo vean. Como si dijera: LO VERÉIS, PERO NO LO CATARÉIS,...y se lo bebe todo en un trago largo sin respirar siquiera”. Describió un tercero.
-“No. Primero hinca la rodilla y luego bebe”. Rectificó otro, añadiendo: “¿Por qué lo hará?”.
-“Hinca la rodilla para pedir perdón, porque beber es pecado. Lo que pasa es que los curas tienen permiso para hacer las cosas al revés. Así que primero pide perdón y luego, bebe.”
-“¡No seas bestia –replicó otro- los curas no pecan!,¡ése es su trabajo!: decir Misas”.
-“¡Le cambio su trabaja por el mío!. ¡Vaya trabajo: media hora a la semana y, encima, con vino gratis!”.Le respondió alguien.
-“Bueno, bueno. En todas partes hay algún cura. Cada pueblo tiene el suyo. Incluso las tribus africanas tienen sus hechiceros. ¡Por algo será!, ¿no?. Se oyó desde el fondo del mostrador.
-“¡Claro –repuso el que reclamaba la presencia del cura- porque hasta los negros de África se mueren!”.
Sin quizá pretenderlo, éste dio la explicación a la existencia universal de la religión organizada: la muerte. Toda religión está conectada con la muerte. Sin muerte no habría iglesias, curas ni hechiceros de ninguna clase. El temor, el miedo, la esperanza de algo mejor, la inquietud ante lo desconocido, el silencio mismo de los que se mueren, que jamás retornan. Todo ello, mas o menos explicado, puesto en orden, organizado, parieron las religiones del mundo y nos trajeron las disputas sobre asuntos de fe que lo ensangrentaron.
-“¿Por qué morimos?”. Preguntó Pascual para, sin esperar respuesta, contestarse a sí mismo:-“Porque todo muere. Animales, plantas, todo lo que está vivo. Una piedra no muere, porque está muerta”.
-“Tú, ¿no crees que la muerte sea un castigo divino por el pecado?. Señaló uno.
-“No lo sé. Pero, ¿pecan los animales o las plantas, que también mueren?”. Respondió Pascual y prosiguió: -“Tal vez la muerte formara parte de los planes de Dios, aun antes que el hombre pecara, porque también algunos ángeles pecaron y no se dice que mueran. Tal vez la vida eterna sea incompatible con el cuerpo que tenemos.
Tal vez, aunque creamos que vivimos, estamos simplemente ensayando, para luego, poder realmente vivir. La muerte existe. La vemos. Pero sigo sin saber por qué morimos, y tampoco por qué vivimos. Sólo creo saber, que estamos aquí.”
-“El cementerio es el punto final”. Decretó otro, tras apurar su chato de vino, añadiendo: -“Si antes de nacer, no existíamos, ¿por qué vamos a existir después de morir?”; dejando en el aire la pregunta, por si alguien se atrevía a contestarla, mientras limpiaba con la manga su punzante barba de tres días.
-“¿Qué sabes tú si lo que nos falta es memoria o intuición, y por eso no recordamos haber vivido antes, ni intuimos volver a vivir después?. Tal vez, esta vida sea sólo un paréntesis, el intermedio real de una película de ficción.” Sugirió alguien.
-“Si la amnesia es universal, bien podría ser el castigo del pecado. Una amnesia general que alimente nuestra ignorancia o una puerta abierta a alguna secreta esperanza. Tal vez, la amnesia aunque larga, no sea eterna y volvamos a recordar y a saber. Así que estamos como al principio. Sin poder decir que el cura dice la verdad, pero tampoco que miente.” Respondieron desde el fondo de la barra.
-“Hombre, si viniera alguien de los que se han ido, para decirnos algo, sería otra cosa”. Afirmó el iniciador de este debate, que se volvía a repetir en cada entierro, con los mismos o parecidos resultados que éste.
-“¡Yo sí la creería!”. Dijo uno. A lo que otro respondió:”¡Pues yo no!; con lo mentirosa que era la pobrecilla”. Y, dirigiéndose a Pascual, le dijo:-“Pascual, no te ofendas. ¡Lo mismo nos gastaba una broma pesada para obligarnos a todos a ir a Misa!”.
-“Éste no creería ni a su santa madre que se le apareciera. Lo achacaría a la tajada que pilló el sábado”. Afirmó otro, provocando una vez mas las risas de sus compañeros.
-“O sea: que tampoco nos valdría como prueba determinante, que alguien del mas allá viniera al mas acá a contarnos lo que allá ocurre. Unos creerían y otros no. Estamos, pues, como al principio.” Fue la conclusión que otro sacó.
Mi abuelo, que allí se hallaba como vecino cumplidor, mas por causa de Pascual que por su suegra, a la que apenas conoció, instó a todos a volver a sus casas porque las manecillas del reloj casi llegaban a las diez de la noche y había que cenar y madrugar al día siguiente para la diaria faena.
Se despidieron todos de todos y el tabernero se quedó prácticamente sin clientela, a la que posiblemente, no volvería a ver junta, hasta el próximo entierro que se celebrara en el pueblo.
Desviándose de su camino, acompañó a Pascual hasta su puerta y, algo creyente y algo incrédulo, repetiría lo que tantas veces oí de sus labios: -“Cá uno é cá uno. Vive y deja vivir. Cá uno tié su experiencia”.
Nadie tiene derecho a coaccionar ninguna conciencia. La fe o las fes, son personales. Tan íntimas, que nadie puede adquirirlas ni perderlas. Quien cree en Dios, en el mas allá, etc., lo hace por fe, no por pruebas. Quien no cree, también lo hace por fe, porque tampoco tiene pruebas. ¿Qué pasará luego, cuando la muerte nos llegue?. La verdad, que no demasiado. Si el no creyente es quien tiene razón, no pasará nada: la no existencia, la nada absoluta, la eterna amnesia. Si es el creyente el que tiene la razón, ¡eso que se lleva! Y, en tal caso, tal vez encontraríamos todos la justicia y la paz que no vimos en la tierra.
-“A mí, personalmente, me parece lógico que habiéndonos hallado con el regalo de una vida, sin pedirlo ni buscarlo, tengamos que dar algún tipo de cuentas, de cómo vivimos esos años. La idea de un Juicio o Auto-examen, liberados de todos los problemas y condicionantes de esta vida, me parece razonable. Como también, que unos aprueben y otros suspendan y que, el aprobar y el suspender, tengan sus consecuencias.”
Postuló mi abuelo a Pascual en mi imaginación, ya que, siendo niño, ni acudí al entierro, ni a la taberna. Sólo supe que la pobre suegra de Pascual, murió de una coz que le propinó su propia mula, que seguramente, me lo dijo mi abuelo como seria advertencia, para que jamás pasara por detrás de las mas mansas caballerías.
-“Acompaño su sentimiento”, repetían casi unánimemente todos los vecinos, dándole el pésame a Pascual por la repentina muerte de su suegra, que llevaba diez años viviendo con el matrimonio, los que habían transcurrido desde que enviudó. Un desgraciado accidente acabó con su quisquillosa vida.
El día anterior, mientras echaba afrecho a las gallinas en el corral, pasando delante de la cuadra, recibió de improviso una contundente coz de la mula. No duró viva, la pobre, mas de unas horas. El médico no estaba en el pueblo pero, según el boticario que la asistió, aunque hubiese estado, tampoco podría haber hecho nada mas por la pobre mujer.
Todo esto y mas, se comentaba esa noche en el velatorio, alrededor de la difunta decorosamente amortajada con sus mejores ropas, chal nuevo, y su peinado perfecto, luciendo sus horquillas y peinetas y velo negro que resaltaba el gris azulado de sus cabellos.
Entre taza y taza de café que una vecina distribuía entre el velatorio, se oyeron los siempre repetidos lamentos de : “¡No somos nada!, ¡Con lo buena que era!”, al tiempo que las cabezas se movían afirmativamente, expresado asentimiento y resignación, intercalado por algún que otro suspiro.
Por la mañana siguiente, el soñoliento Pascual, continuaba haciendo gestiones en el Ayuntamiento, Juzgado de Paz y en la Parroquia, para completar la burocracia que, por lo visto, nos persigue aun después de muertos.
Por fin sobre las cinco de la tarde se realizó el sepelio. Dada la cercanía del Camposanto, llevaron a hombros el féretro, seguidos del cura y monaguillos, revestidos de negro y oro para la ocasión, y a pocos metros iba Pascual, familiares y vecinos, todos hombres, ya que ni mujeres ni niños solían ir a los entierros, sino que se reservaban para la Misa de Difuntos que se les decía a los finados, unas semanas después y, a la que no acudían los hombres que, solían esperar a sus mujeres en la taberna. Así repartían el rol de cada sexo en estos eventos.
El cura canturreaba en latín, idioma oficial de la Iglesia para los actos litúrgicos, una retahíla de rezos, contestada mecánicamente por los dos monaguillos, hasta que llegaron a la fosa abierta donde continuó y terminó el responso aspergiendo la caja con agua bendita.
-“A mí, cuando me traigan aquí, que me rocíen con vino o me levanto y los corro a todos”, decía a su corrillo en voz baja. Las risas contenidas del grupito, atrajeron la mirada amonestadora del párroco e hizo que éste se apresurara, leyendo lo que le quedaba, como si no existiesen los puntos ni las comas, apresurándose a despedirse de Pascual y subir con prisas la cuesta, acompañado de sus monaguillos que, corriendo y saltando, le tomaron la delantera en su regreso apresurado a la iglesia.
Las primeras paladas de tierra sonaron como tambor, al chocar contra la tapa del féretro, con menor cadencia cada vez, como si los enterradores estuvieran tomando parte en alguna apuesta por ver quien acababa antes con su parte del montón que rodeaba la fosa. Pascual se encamino hacia la puerta del recinto, donde se detuvo, saludando la larga fila formada por la concurrencia que, dándole la mano, repetían su monótono “acompaño su sentimiento”, “paciencia”, “resignación” u otras del escaso repertorio reservado para tan tristes momentos. Por ello, causó sensación la frase del que pedía se rociado con vino que, estrechando la mano de Pascual, le dijo: “Pascual, ¡te compro tu mula!”.
Broma negra y macabra que siguió comentándose después del entierro, en la taberna, donde todos coincidían para tomase unos chatos de vino, quizá con la intención de olvidar la seriedad de la muerte. Costumbre sabia de muchos pueblos que con naturalidad aceptan la muerte porque es en la taberna, done se puede filosofar y teologizar mejor sobre ella. En este etnólogo foro, se oyeron los recios argumentos de la ruda sencillez de los hombres del campo. Estoy seguro que, de decirse en castellano las retahílas latinescas del cura, hubieran servido para aclarar algo sobre el tema de la muerte, pero pronunciadas en latín, ninguno de cuantos las oyeron pudieron saber el punto de vista de la Iglesia, ya que la lengua de Virgilio estaba fuera de la formación que se daba a quienes labraban la tierra.
-“Si estuviera aquí el cura, podríamos preguntarle”. Dijo uno.
-“El cura no bebe. ¿cómo va a estar en una taberna?. Le respondió otro.
-“Bueno...eso de que no bebe...Lo que pasa es que bebe solo. Por lo menos, unos buenos lingotazos de moscatel en cada Misa, sin invitar a nadie. Alza el copón y lo muestra a la concurrencia, de izquierda a derecha, para que todos lo vean. Como si dijera: LO VERÉIS, PERO NO LO CATARÉIS,...y se lo bebe todo en un trago largo sin respirar siquiera”. Describió un tercero.
-“No. Primero hinca la rodilla y luego bebe”. Rectificó otro, añadiendo: “¿Por qué lo hará?”.
-“Hinca la rodilla para pedir perdón, porque beber es pecado. Lo que pasa es que los curas tienen permiso para hacer las cosas al revés. Así que primero pide perdón y luego, bebe.”
-“¡No seas bestia –replicó otro- los curas no pecan!,¡ése es su trabajo!: decir Misas”.
-“¡Le cambio su trabaja por el mío!. ¡Vaya trabajo: media hora a la semana y, encima, con vino gratis!”.Le respondió alguien.
-“Bueno, bueno. En todas partes hay algún cura. Cada pueblo tiene el suyo. Incluso las tribus africanas tienen sus hechiceros. ¡Por algo será!, ¿no?. Se oyó desde el fondo del mostrador.
-“¡Claro –repuso el que reclamaba la presencia del cura- porque hasta los negros de África se mueren!”.
Sin quizá pretenderlo, éste dio la explicación a la existencia universal de la religión organizada: la muerte. Toda religión está conectada con la muerte. Sin muerte no habría iglesias, curas ni hechiceros de ninguna clase. El temor, el miedo, la esperanza de algo mejor, la inquietud ante lo desconocido, el silencio mismo de los que se mueren, que jamás retornan. Todo ello, mas o menos explicado, puesto en orden, organizado, parieron las religiones del mundo y nos trajeron las disputas sobre asuntos de fe que lo ensangrentaron.
-“¿Por qué morimos?”. Preguntó Pascual para, sin esperar respuesta, contestarse a sí mismo:-“Porque todo muere. Animales, plantas, todo lo que está vivo. Una piedra no muere, porque está muerta”.
-“Tú, ¿no crees que la muerte sea un castigo divino por el pecado?. Señaló uno.
-“No lo sé. Pero, ¿pecan los animales o las plantas, que también mueren?”. Respondió Pascual y prosiguió: -“Tal vez la muerte formara parte de los planes de Dios, aun antes que el hombre pecara, porque también algunos ángeles pecaron y no se dice que mueran. Tal vez la vida eterna sea incompatible con el cuerpo que tenemos.
Tal vez, aunque creamos que vivimos, estamos simplemente ensayando, para luego, poder realmente vivir. La muerte existe. La vemos. Pero sigo sin saber por qué morimos, y tampoco por qué vivimos. Sólo creo saber, que estamos aquí.”
-“El cementerio es el punto final”. Decretó otro, tras apurar su chato de vino, añadiendo: -“Si antes de nacer, no existíamos, ¿por qué vamos a existir después de morir?”; dejando en el aire la pregunta, por si alguien se atrevía a contestarla, mientras limpiaba con la manga su punzante barba de tres días.
-“¿Qué sabes tú si lo que nos falta es memoria o intuición, y por eso no recordamos haber vivido antes, ni intuimos volver a vivir después?. Tal vez, esta vida sea sólo un paréntesis, el intermedio real de una película de ficción.” Sugirió alguien.
-“Si la amnesia es universal, bien podría ser el castigo del pecado. Una amnesia general que alimente nuestra ignorancia o una puerta abierta a alguna secreta esperanza. Tal vez, la amnesia aunque larga, no sea eterna y volvamos a recordar y a saber. Así que estamos como al principio. Sin poder decir que el cura dice la verdad, pero tampoco que miente.” Respondieron desde el fondo de la barra.
-“Hombre, si viniera alguien de los que se han ido, para decirnos algo, sería otra cosa”. Afirmó el iniciador de este debate, que se volvía a repetir en cada entierro, con los mismos o parecidos resultados que éste.
-“¡Yo sí la creería!”. Dijo uno. A lo que otro respondió:”¡Pues yo no!; con lo mentirosa que era la pobrecilla”. Y, dirigiéndose a Pascual, le dijo:-“Pascual, no te ofendas. ¡Lo mismo nos gastaba una broma pesada para obligarnos a todos a ir a Misa!”.
-“Éste no creería ni a su santa madre que se le apareciera. Lo achacaría a la tajada que pilló el sábado”. Afirmó otro, provocando una vez mas las risas de sus compañeros.
-“O sea: que tampoco nos valdría como prueba determinante, que alguien del mas allá viniera al mas acá a contarnos lo que allá ocurre. Unos creerían y otros no. Estamos, pues, como al principio.” Fue la conclusión que otro sacó.
Mi abuelo, que allí se hallaba como vecino cumplidor, mas por causa de Pascual que por su suegra, a la que apenas conoció, instó a todos a volver a sus casas porque las manecillas del reloj casi llegaban a las diez de la noche y había que cenar y madrugar al día siguiente para la diaria faena.
Se despidieron todos de todos y el tabernero se quedó prácticamente sin clientela, a la que posiblemente, no volvería a ver junta, hasta el próximo entierro que se celebrara en el pueblo.
Desviándose de su camino, acompañó a Pascual hasta su puerta y, algo creyente y algo incrédulo, repetiría lo que tantas veces oí de sus labios: -“Cá uno é cá uno. Vive y deja vivir. Cá uno tié su experiencia”.
Nadie tiene derecho a coaccionar ninguna conciencia. La fe o las fes, son personales. Tan íntimas, que nadie puede adquirirlas ni perderlas. Quien cree en Dios, en el mas allá, etc., lo hace por fe, no por pruebas. Quien no cree, también lo hace por fe, porque tampoco tiene pruebas. ¿Qué pasará luego, cuando la muerte nos llegue?. La verdad, que no demasiado. Si el no creyente es quien tiene razón, no pasará nada: la no existencia, la nada absoluta, la eterna amnesia. Si es el creyente el que tiene la razón, ¡eso que se lleva! Y, en tal caso, tal vez encontraríamos todos la justicia y la paz que no vimos en la tierra.
-“A mí, personalmente, me parece lógico que habiéndonos hallado con el regalo de una vida, sin pedirlo ni buscarlo, tengamos que dar algún tipo de cuentas, de cómo vivimos esos años. La idea de un Juicio o Auto-examen, liberados de todos los problemas y condicionantes de esta vida, me parece razonable. Como también, que unos aprueben y otros suspendan y que, el aprobar y el suspender, tengan sus consecuencias.”
Postuló mi abuelo a Pascual en mi imaginación, ya que, siendo niño, ni acudí al entierro, ni a la taberna. Sólo supe que la pobre suegra de Pascual, murió de una coz que le propinó su propia mula, que seguramente, me lo dijo mi abuelo como seria advertencia, para que jamás pasara por detrás de las mas mansas caballerías.
CABRERO.

CABRERO.
No siempre había sido así. No siempre había tenido ese aspecto desaliñado que ahora mostraba. Antaño trabajaba cuidando las cabras de su padre, vendiendo la leche a domicilio, ordeñando con destreza las enormes ubres que casi rozaban el suelo empedrado de las calles y tropezaban con las patas traseras del caprino. Iba de puerta e puerta y no llevaba medida. Colmaba los jarros que las amas de casa le traían para llevarse sólo un cuartillo, medio o un litro, guardando los reales en su faldiquera.
Cuando Bruno aparecía en el fondo de la calle, al frente de su cornudo ejército, las señoras, vasija en mano, le aguardaban ya en el tranco; el tintineo desordenado y alegre de los cencerros de hojalata, avisaba con antelación suficiente de su presencia. Cencerril concierto gratuito con el que bruno obsequiaba dos veces al día a sus vecinos: de madrugada y antes del anochecer, al regresar para acuartelar su ejército en el aprisco. Las vecinas que no madrugaban porque sus maridos eran funcionarios del Ayuntamiento o tenderos, protestaban por el despertar campanillero de las cabras de Bruno, quejándose muchas veces por estos despertares cencerrosos, pero Bruno proseguía con su diario desfile cabrero con puntualidad militar. Incluso le pidieron que cambiara su itinerario para acabar con sus madrugones; mas como eran mas las que usaban a Bruno como despertador que como ahuyentador de Morfeo, el cabrero se mantuvo firme en su costumbre, alegando en su defensa que las mismas cabras conocían ya el camino y le evitaban usar los gritos, la honda o los perros.
--“Tus cencerros despiertan a las señoras”, le espetó un municipal, “que no tienen que levantarse a esas horas”. A lo que Bruno contestó:--“ También el cura despierta a todo el pueblo con los cencerros de la iglesia, y sólo son unos pocos los que acuden a la misa”.
La verdad es que la gente prefería como concierto mañanero, el de las cabras de Bruno al de las campanas del cura. Y, ante la necesidad de proveerse de leche fresca, puesto que no existían los frigoríficos, prevaleció el cencerro, pues Bruno solía dejar para el ordeño mañanero las ubres que, calculaba, necesitaban sus asiduas compradoras para el desayuno.
Entonces, la leche era leche. No estaba desnatada, pasteurizada, desgrasada, ni envasada. Leche directa: de la teta al cacillo, donde ere hervida dos veces para evitar las fiebres maltas y, hasta su nata, de dos dedos de grosor, era untada en el pan como mantequilla. En las lecherías, le agregaban agua los lecheros mas pícaros. La gente, prefería la leche mora a la leche “bautizada”. Las centrales lecheras, como ahora, le quitaban sus componentes. Lo que Bruno vendía cada mañana y cada atardecer, era nada mas, pero tampoco nada menos, que leche.
No siempre había sido así. No siempre había tenido ese aspecto desaliñado que ahora mostraba. Antaño trabajaba cuidando las cabras de su padre, vendiendo la leche a domicilio, ordeñando con destreza las enormes ubres que casi rozaban el suelo empedrado de las calles y tropezaban con las patas traseras del caprino. Iba de puerta e puerta y no llevaba medida. Colmaba los jarros que las amas de casa le traían para llevarse sólo un cuartillo, medio o un litro, guardando los reales en su faldiquera.
Cuando Bruno aparecía en el fondo de la calle, al frente de su cornudo ejército, las señoras, vasija en mano, le aguardaban ya en el tranco; el tintineo desordenado y alegre de los cencerros de hojalata, avisaba con antelación suficiente de su presencia. Cencerril concierto gratuito con el que bruno obsequiaba dos veces al día a sus vecinos: de madrugada y antes del anochecer, al regresar para acuartelar su ejército en el aprisco. Las vecinas que no madrugaban porque sus maridos eran funcionarios del Ayuntamiento o tenderos, protestaban por el despertar campanillero de las cabras de Bruno, quejándose muchas veces por estos despertares cencerrosos, pero Bruno proseguía con su diario desfile cabrero con puntualidad militar. Incluso le pidieron que cambiara su itinerario para acabar con sus madrugones; mas como eran mas las que usaban a Bruno como despertador que como ahuyentador de Morfeo, el cabrero se mantuvo firme en su costumbre, alegando en su defensa que las mismas cabras conocían ya el camino y le evitaban usar los gritos, la honda o los perros.
--“Tus cencerros despiertan a las señoras”, le espetó un municipal, “que no tienen que levantarse a esas horas”. A lo que Bruno contestó:--“ También el cura despierta a todo el pueblo con los cencerros de la iglesia, y sólo son unos pocos los que acuden a la misa”.
La verdad es que la gente prefería como concierto mañanero, el de las cabras de Bruno al de las campanas del cura. Y, ante la necesidad de proveerse de leche fresca, puesto que no existían los frigoríficos, prevaleció el cencerro, pues Bruno solía dejar para el ordeño mañanero las ubres que, calculaba, necesitaban sus asiduas compradoras para el desayuno.
Entonces, la leche era leche. No estaba desnatada, pasteurizada, desgrasada, ni envasada. Leche directa: de la teta al cacillo, donde ere hervida dos veces para evitar las fiebres maltas y, hasta su nata, de dos dedos de grosor, era untada en el pan como mantequilla. En las lecherías, le agregaban agua los lecheros mas pícaros. La gente, prefería la leche mora a la leche “bautizada”. Las centrales lecheras, como ahora, le quitaban sus componentes. Lo que Bruno vendía cada mañana y cada atardecer, era nada mas, pero tampoco nada menos, que leche.
Pocos años mas tarde, el cencerreo de las cabras de Bruno silenció sus metálicos tilines, porque lo sustituyó el pregón de una lechera y el rechinar de la única rueda de su carrito, en el que portaba dos enormes cántaros cilíndricos de hojalata, llenos de leche ordeñada unas horas antes. No era lo mismo. Sobre todo para los niños, que se imaginaban entre una manada de toros enanos, hecha a su medida, que incluso podían intentar torear, por la tarde, aprovechando que el cabrero ordeñaba sobre la vasija de alguna vecina.
Bruno, liberado del aspecto mercantil del negocio, pasaba mas tiempo en el monte con sus cabras, cuidando de las preñadas, de los débiles cabritillos, de los traviesos chivos adolescentes que envestían jugueteando, al barbudo cabrón de cuernos retorcidos que luchaba por liberarse del peto de esparto colocado en su vientre para impedirle montar a las hembras cuando no debía. Llevaba a su manada de un lugar a otro, buscando siempre la mejor hierba y el agua mas clara. Y mientras tanto, sentado en alguna piedra o recostado en el rugoso tronco de algún olivo, meditaba largamente en sus cosas. Su padre, idealista revolucionario, le había infundido sus inquietudes políticas y Bruno, mas tranquilo, menos activo, mas filósofo y poeta que su progenitor y que sus hermanos, se dedicaba a pensar y repensar en todas las cosas, como buscando desentrañar el alma oscura de los hombres, en medio del rumiar reposado de sus cabras.
Se casó y enviudó pronto. Fiel a sus principios, colaboró junto con su hermano Antonio con los sindicatos y, sobrevenida la guerra civil, se enroló en las filas rojinegras de la izquierda. No era un guerrero nato, sino un pacifista e introvertido pensador. Por eso, su colaboración, mas que en batallas y refriegas, se ceñía a aportar sus vastos conocimientos de las quebradas, riscos, barrancos, arroyos y cuevas del terreno que había asimilado como cabrero en sus años juveniles.
La revolución que se buscaba en sus círculos aprovechando la guerra, fracasó y se impuso la férrea dictadura militar, del cura y del señorito, con su alma vengativa que produjeron presos y muertos hasta 1955, dieciséis años después de terminada la guerra. Conoció la cárcel, como su hermano Antonio, pero los años entre rejas erosionaron su espíritu acostumbrado a la libertad del campo y los montes, mucho mas que a otros. Cuando salió libre, ya no quiso volver a vivir jamás bajo ningún tipo de rejas, bajo ningunas cadenas. Se hizo el firme propósito de ser libre para siempre. Libre de todo. Libre ante todos. Libre en su conciencia. Expresión de libertad que pocos entendieron.
Y éste es el recuerdo que dejó Bruno entre los viejos de Quesada que llegaron a conocerle y que yo escribo, antes de que los pocos que hoy viven, desvanezcan como neblina su figura en el tiempo de la otra historia: la historia de gente sencilla, en vidas sencillas y en muertes sencillas. La gente decía: “No siempre ha sido así. Se ha vuelto loco. ¡Pobre Bruno!”.
Presiones hubo, de todas clases, de familiares, de amigos, de conocidos, de autoridades, etc., para “recuperar” al Bruno de siempre, al Bruno de antes. Pero por lo que sé de los que me contaron esta historia, no lo consiguieron. Fue libre hasta el final. Libre “como los pajaros”, nunca mejor aplicada esta popular expresión, con las ventajas y los inconvenientes que tiene siempre la libertad pura.
Bruno, liberado del aspecto mercantil del negocio, pasaba mas tiempo en el monte con sus cabras, cuidando de las preñadas, de los débiles cabritillos, de los traviesos chivos adolescentes que envestían jugueteando, al barbudo cabrón de cuernos retorcidos que luchaba por liberarse del peto de esparto colocado en su vientre para impedirle montar a las hembras cuando no debía. Llevaba a su manada de un lugar a otro, buscando siempre la mejor hierba y el agua mas clara. Y mientras tanto, sentado en alguna piedra o recostado en el rugoso tronco de algún olivo, meditaba largamente en sus cosas. Su padre, idealista revolucionario, le había infundido sus inquietudes políticas y Bruno, mas tranquilo, menos activo, mas filósofo y poeta que su progenitor y que sus hermanos, se dedicaba a pensar y repensar en todas las cosas, como buscando desentrañar el alma oscura de los hombres, en medio del rumiar reposado de sus cabras.
Se casó y enviudó pronto. Fiel a sus principios, colaboró junto con su hermano Antonio con los sindicatos y, sobrevenida la guerra civil, se enroló en las filas rojinegras de la izquierda. No era un guerrero nato, sino un pacifista e introvertido pensador. Por eso, su colaboración, mas que en batallas y refriegas, se ceñía a aportar sus vastos conocimientos de las quebradas, riscos, barrancos, arroyos y cuevas del terreno que había asimilado como cabrero en sus años juveniles.
La revolución que se buscaba en sus círculos aprovechando la guerra, fracasó y se impuso la férrea dictadura militar, del cura y del señorito, con su alma vengativa que produjeron presos y muertos hasta 1955, dieciséis años después de terminada la guerra. Conoció la cárcel, como su hermano Antonio, pero los años entre rejas erosionaron su espíritu acostumbrado a la libertad del campo y los montes, mucho mas que a otros. Cuando salió libre, ya no quiso volver a vivir jamás bajo ningún tipo de rejas, bajo ningunas cadenas. Se hizo el firme propósito de ser libre para siempre. Libre de todo. Libre ante todos. Libre en su conciencia. Expresión de libertad que pocos entendieron.
Y éste es el recuerdo que dejó Bruno entre los viejos de Quesada que llegaron a conocerle y que yo escribo, antes de que los pocos que hoy viven, desvanezcan como neblina su figura en el tiempo de la otra historia: la historia de gente sencilla, en vidas sencillas y en muertes sencillas. La gente decía: “No siempre ha sido así. Se ha vuelto loco. ¡Pobre Bruno!”.
Presiones hubo, de todas clases, de familiares, de amigos, de conocidos, de autoridades, etc., para “recuperar” al Bruno de siempre, al Bruno de antes. Pero por lo que sé de los que me contaron esta historia, no lo consiguieron. Fue libre hasta el final. Libre “como los pajaros”, nunca mejor aplicada esta popular expresión, con las ventajas y los inconvenientes que tiene siempre la libertad pura.
Ya viejo y enfermo, lo internaron a la fuerza en un hospital de Jaén y, lleno de tubos y sondas, huyó de la nueva cárcel sanitaria, para refugiarse en una cabaña, cerca del pueblo, pero no tan cerca como para volver a ser molestado. No quiso inyecciones, ni médicos, ni aparatos, ni medicinas y, desde allí, su cabaña añorada, voló para siempre por los cielos libres, escapándose de la última cárcel, la de su cuerpo, para hacer lo último que los hombres hacen; eso que llaman morir. Pero morir con dignidad.
Cuando encontraron su cuerpo, pasados unos días, como ocurre siempre con los muertos, destacaron sus virtudes, sus anécdotas e incluso su loco talento. También los hubo que se compadecieron porque “había muerto solo, como un perro”, ignorando estos compasivos vecinos que, por muy acompañado que se esté, siempre se muere solo. Por otra parte, no sé qué tiene de malo “morir como un perro”. Los que usan esta expresión, seguramente nunca han visto morir a un perrillo. Es una forma digna de morir. Tan digna como “morir como un rey”, “como un rico” o “como un santo”. Un perro muere sin odio, sin temor, aceptándolo. Un perro muere sin ninguna pretensión. Morirse no es peor ni mejor, que tomarse una taza de café.
Bruno, saliendo de la cárcel franquista, se alistó para siempre en las exiguas filas de aquellos pocos que consiguen vivir y morir en libertad.
Con larga barba y mas largo cabello, con la misma ropa siempre, abandonando su propio aspecto, se libró de todo condicionalismo de la sociedad. Jamás volvió a trabajar. Lo que necesita un estómago para vivir es tan poco, que –como los pajarillos- lo puedes buscar en cualquier parte. Renunció a todo. Sólo pedía, como el malagueño Matías, cigarrillos y cuando le ofrecían tabaco, con destreza sujetaba la petaca en una mano, el papelillo en la otra, liaba, pegaba y encendía, fumando con avidez, devolviendo agradecido la petaca, el mechero y el librillo. No lo pedía mas de una vez. Si no lo obtenía, daba media vuelta y se marchaba a pedirlo a otra parte. Dinero, no quería. No lo necesitaba ni para comprar tabaco, que hasta se lo ofrecían antes de que lo pidiera. Solía sentarse en el tranco de algunas puertas y aguardaba, sin pedir nada. Algunos le daban alguna cosa, un trozo de pan, un plato de sopa, etc., que él apuraba, sin mediar palabra y devolviendo el plato con una peluda sonrisa. Paseaba, deambulando por los viejos caminos de cabras. Si tenía hambre, se acercaba a una higuera, manzano, tomatera, según el tiempo y tomaba lo necesario. Nunca se llevaba “para después”. Entraba y salía de la huerta en cuestión, con los bolsillos vacíos. Jamás tuvo papeles, ni carnet de identidad, cartilla de racionamiento, ni el famoso “papel de pobre”, útil para visitar al médico o los comedores del Auxilio Social, ni nada parecido. Tampoco quiso obtener pensión alguna, ni ayuda de sus hermanos.
Dos hechos agresivos se le conocen y, por cuanto no hay héroe sin defecto, voy a relatarlos tan nebulosos como a mí me llegaron. Al principio, vivió un tiempo con su hermana en una casita que el padre les legó como herencia. La hermana se casó y el matrimonio quiso hacer de él una “persona normal”, discutiendo con él violentamente. Tomó una hoz, con la intención de segar dos cabezas. Ninguna cabeza rodó, pero esto hizo que Bruno abandonara la casa para siempre, mudándose a una de las cabañas donde se refugiaba en sus tiempos de cabrero, viviendo allí hasta su muerte.
La otra ocasión de violencia por parte de Bruno, fue a raíz de una encerrona o entrevista forzada o trampa, en la que el cura quiso convencerle, con su mejor intención, para que volviese a ser el Bruno de siempre. El cura no empleó la misma violencia verbal que su hermana y cuñado, pero a Bruno que tanto había vivido y visto en la guerra y después de ella, le parecieron tan vanos los argumentos clericales, que se fue, dando un portazo. Y al pasar por la Calle Adentro, como creo que la llamaban, viendo un arco con una urna y una virgen en su interior, costumbre ésta de muchos pueblos andaluces, tomó una piedra del suelo y la lanzó contra la pequeña imagen con furia. Ignoro si le dio o no, pero –digo yo- habiendo sido cabrero, no dudaría de su habilidad y puntería.
En una España franquista, donde la blasfemia estaba castigada por Ley, este acto podía costarle muy caro. Sin embargo Bruno, ni huyó ni se escondió. Tampoco fue a la cárcel. Ignoro la razón. Supongo que porque nadie le delató y supusieron que se podría haber originado por una pelota de los chiquillos jugando, o porque, aun sabiéndolo, aquel cura quiso demostrarle a Bruno que todos los curas no eran como los que él conoció en la guerra y en la cárcel. Que también habían curas misericordiosos y compasivos, refrendando así, su precedente charla en la que pretendió hacerle volver al buen camino.
La pregunta que me sigo haciendo, es ¿ qué tuvo que ver, oír, padecer y presenciar en la cárcel, para que le transformara de esta manera?.
En fin, Bruno, profeta viejo, desaliñado melenudo y luengo barbudo, de ásperas manos con uñas negras, envuelto en reales andrajos, fue rey. Rey de sí mismo. A nadie mandó, ni a nadie obedeció. Así de libre fue Bruno.
Esta historia me la contó la madre de mi compañera, cuñada que fue de uno de los hermanos de Bruno que por entonces era una moza que vivía en la Calle Adentro, mujer de izquierdas y devota de la virgen de Tíscar, y la he narrado permitiéndome alguna, digamos, licencia poética.
Cuando encontraron su cuerpo, pasados unos días, como ocurre siempre con los muertos, destacaron sus virtudes, sus anécdotas e incluso su loco talento. También los hubo que se compadecieron porque “había muerto solo, como un perro”, ignorando estos compasivos vecinos que, por muy acompañado que se esté, siempre se muere solo. Por otra parte, no sé qué tiene de malo “morir como un perro”. Los que usan esta expresión, seguramente nunca han visto morir a un perrillo. Es una forma digna de morir. Tan digna como “morir como un rey”, “como un rico” o “como un santo”. Un perro muere sin odio, sin temor, aceptándolo. Un perro muere sin ninguna pretensión. Morirse no es peor ni mejor, que tomarse una taza de café.
Bruno, saliendo de la cárcel franquista, se alistó para siempre en las exiguas filas de aquellos pocos que consiguen vivir y morir en libertad.
Con larga barba y mas largo cabello, con la misma ropa siempre, abandonando su propio aspecto, se libró de todo condicionalismo de la sociedad. Jamás volvió a trabajar. Lo que necesita un estómago para vivir es tan poco, que –como los pajarillos- lo puedes buscar en cualquier parte. Renunció a todo. Sólo pedía, como el malagueño Matías, cigarrillos y cuando le ofrecían tabaco, con destreza sujetaba la petaca en una mano, el papelillo en la otra, liaba, pegaba y encendía, fumando con avidez, devolviendo agradecido la petaca, el mechero y el librillo. No lo pedía mas de una vez. Si no lo obtenía, daba media vuelta y se marchaba a pedirlo a otra parte. Dinero, no quería. No lo necesitaba ni para comprar tabaco, que hasta se lo ofrecían antes de que lo pidiera. Solía sentarse en el tranco de algunas puertas y aguardaba, sin pedir nada. Algunos le daban alguna cosa, un trozo de pan, un plato de sopa, etc., que él apuraba, sin mediar palabra y devolviendo el plato con una peluda sonrisa. Paseaba, deambulando por los viejos caminos de cabras. Si tenía hambre, se acercaba a una higuera, manzano, tomatera, según el tiempo y tomaba lo necesario. Nunca se llevaba “para después”. Entraba y salía de la huerta en cuestión, con los bolsillos vacíos. Jamás tuvo papeles, ni carnet de identidad, cartilla de racionamiento, ni el famoso “papel de pobre”, útil para visitar al médico o los comedores del Auxilio Social, ni nada parecido. Tampoco quiso obtener pensión alguna, ni ayuda de sus hermanos.
Dos hechos agresivos se le conocen y, por cuanto no hay héroe sin defecto, voy a relatarlos tan nebulosos como a mí me llegaron. Al principio, vivió un tiempo con su hermana en una casita que el padre les legó como herencia. La hermana se casó y el matrimonio quiso hacer de él una “persona normal”, discutiendo con él violentamente. Tomó una hoz, con la intención de segar dos cabezas. Ninguna cabeza rodó, pero esto hizo que Bruno abandonara la casa para siempre, mudándose a una de las cabañas donde se refugiaba en sus tiempos de cabrero, viviendo allí hasta su muerte.
La otra ocasión de violencia por parte de Bruno, fue a raíz de una encerrona o entrevista forzada o trampa, en la que el cura quiso convencerle, con su mejor intención, para que volviese a ser el Bruno de siempre. El cura no empleó la misma violencia verbal que su hermana y cuñado, pero a Bruno que tanto había vivido y visto en la guerra y después de ella, le parecieron tan vanos los argumentos clericales, que se fue, dando un portazo. Y al pasar por la Calle Adentro, como creo que la llamaban, viendo un arco con una urna y una virgen en su interior, costumbre ésta de muchos pueblos andaluces, tomó una piedra del suelo y la lanzó contra la pequeña imagen con furia. Ignoro si le dio o no, pero –digo yo- habiendo sido cabrero, no dudaría de su habilidad y puntería.
En una España franquista, donde la blasfemia estaba castigada por Ley, este acto podía costarle muy caro. Sin embargo Bruno, ni huyó ni se escondió. Tampoco fue a la cárcel. Ignoro la razón. Supongo que porque nadie le delató y supusieron que se podría haber originado por una pelota de los chiquillos jugando, o porque, aun sabiéndolo, aquel cura quiso demostrarle a Bruno que todos los curas no eran como los que él conoció en la guerra y en la cárcel. Que también habían curas misericordiosos y compasivos, refrendando así, su precedente charla en la que pretendió hacerle volver al buen camino.
La pregunta que me sigo haciendo, es ¿ qué tuvo que ver, oír, padecer y presenciar en la cárcel, para que le transformara de esta manera?.
En fin, Bruno, profeta viejo, desaliñado melenudo y luengo barbudo, de ásperas manos con uñas negras, envuelto en reales andrajos, fue rey. Rey de sí mismo. A nadie mandó, ni a nadie obedeció. Así de libre fue Bruno.
Esta historia me la contó la madre de mi compañera, cuñada que fue de uno de los hermanos de Bruno que por entonces era una moza que vivía en la Calle Adentro, mujer de izquierdas y devota de la virgen de Tíscar, y la he narrado permitiéndome alguna, digamos, licencia poética.
LOLA, LA LOCA.
LOLA, LA LOCA.
Me cautivó tanto la historia de Lola, la loca, que no pude resistir la tentación de pintarla en un cuadro. Pero ¿qué momento de la historia pintaría?. Reparé en la costumbre o secuala que le quedó de su trauma, la repetición, con algún significado para ella, de la escena en la que, voluntariamente, montaba su burra, paseando erguida, despacio, con el orgullo de un ecuestre general, por el grupo de casas blancas que formaban la cortijada, con puertas y ventanas cerradas, quizá por la siesta si el paso era por la tarde, o por respeto o vergüenza, si lo era en cualquier otra hora del día. Porque, lo cierto es que la escena, les avivaba los recuerdos de la injusticia que los vecinos habían cometido con ella, punto de partida de donde procedía su supuesta locura.
Mi abuelo conoció en la siega a un vecino de Lola y, recostados bajo los olivos en una calurosa y negra noche de agosto salpicada de estrellas, fue que se la contó.
Lola quedó huérfana a los catorce o quince años. Heredó de su madre la casa y de su padre, la burra y un pequeño huerto, cerca del arroyo, del que la familia obtenía su sustento. Desde que faltó su padre, ella se ocupaba del huerto y de la casa. Era lo que hacía incluso en vida del padre, cuando éste recorría la región con las cuadrillas de segadores, se iba a la vendimia y luego a la recogida de la aceituna, según la época del año. Así que , muerto su padre, en nada cambió la cienicientil vida de Lola. Con los vecinos se llevaba bien, aunque algo retraída, ni daba ni tomaba excesivas confianzas, no traspasando nunca los límites de la buena y pueblerina educación.
En un par de años, la niña se convirtió en una guapa moza y, viéndola tan trabajadora y tan sola, despertó amores en los pocos mozos del lugar. Proposiciones tuvo, incluso matrimoniales, que ella fue rechazando sistemáticamente, provocando el despecho de sus otrora admiradores. Fue objeto de apuestas y de acoso por parte de todos. Hasta los casados hablaban de ella cuando se reunían en el patio del bodeguero alrededor de unos tintos.
En una de estas reuniones, un bocazas mentiroso y lleno de vino, pretendió cobrar la apuesta jurando y perjurando haber conseguido los codiciados favores de la muchacha. Otros bocazas, para no ser menos, pretendían también haberlos obtenido en la bajada de la huerta, donde doblaba el arroyo. La noticia corrió entre los vecinos y sus mujeres. Éstas, celosas, creyéndose la historia y comparando sus ceñudas caras y obesas figuras con la belleza y lozanía de la joven, decidieron como encendidas y aragonesas Agustinas, defender sus matrimonios y la pureza de sus niños y mozos, de aquella retraída y picara solitaria que la Lola había resultado ser.
Fueron en grupo, acompañadas de sus despechados hombres, como si de un linchamiento se tratara y, ante el asombro de la joven, que nada entendía de aquella tumultuosa visita o invasión, la desnudaron de su ropa a tirones, cubriéndola de reproches y vituperios y montándola en su burra, la pasearon por la única calle que existía, arrojándola fuera de la cortijada, entre vocerío, palabrotas y pedradas a la burra que, asustada igual que Lola, emprendió la huída desbocada, lamentando no ser un pura sangre de la estirpe de Pegaso.
Al cabo de tres días, regresó envuelta en un largo y verdoso capote acompañada de dos Civiles que se la habían encontrado inconsciente en un pedregoso camino, mientras la burra, cercana, masticaba unos cardosos espinos. Como la muchacha no respondía las preguntas del bigotudo Guardia, éste la zarandeó, hasta que rompió a llorar y, algo mas tranquila les pudo referir lo acontecido. Envuelta en la capa del tricorniado samaritano que la sostenía en la montura caminando a su lado, mientras que el del bigote tiraba de la soga del cabestro, aparecieron en la cortijada, provocando el temor de las vecinas que contemplaban silenciosas, el resultado de sus celos. Después de acostar a la joven en su casa y recuperar su capote, el bigotudo ordenó a una vieja que cuidara de la joven maltratada. Le dio algunos reales y prometió pagarle lo que demás se gastara, cuando regresara, pasados unos días, de dar parte al cuartelillo de tan salvaje tropelía.
No obstante, esperó, sin hablar mas que con su compañero, que el sol amarillento terminara de esconderse en el olivar de la colina, hora en que los hombres dejaban sus trabajos y regresaban,
haciendo parada en el patio del bodeguero, para tras unos tintos, encerrarse en sus casas hasta que el sol despuntara de nuevo, por el lado opuesto al que se había ido.
Cuando todos estuvieron reunidos, los Civiles reprocharon duramente aquella acción, calificándola de criminal y metiéndoles a todos el miedo en el cuerpo. Sólo la amistad que les unía a ellos evitaría que en el parte que tenían que dar, constaran los hechos previos al encuentro de la muchacha, pero a condición de que la cuidaran hasta su total restablecimiento y que, en adelante, nadie se atreviera a tocarle ni un pelo. Cualquier cosa que le ocurriera a Lola, aunque fuese un accidente, la pagarían ellos y muy caro. La joven no presentó denuncia y por ello le tenían que estar agradecidos. Si no iban así las cosas, habrían de vérselas con ellos y, en especial con el del bigote, bonachón y servicial, como todos sabían, pero que tenía fama de muy mala leche cuando la sangre se le subía a los picos del tricornio.
Después se supo que Lola era tan decente como la que mas. Los bocazas fueron descubiertos y los vecinos les retiraron la palabra, considerándoles los verdaderos culpables de lo acaecido. Siendo dados de lado y hallando sólo espaldas, optaron por marcharse de la cortijada para no volver jamás.
Pero allí quedaba Lola. Lola la loca. Mas guapa, mas hacendosa y trabajadora que nunca, porque a pesar de si constante retraimiento y voluntaria soledad, ahora era vista con misericordia y lastimera simpatía por los vecinos del lugar. Su vida transcurría monótoma, como la de todos, sumida en la tranquila rutia de la cotidianidad. Nadie podía decir que estaba loca y tal vez no lo estaba, a pesar de que, esporádicamente, a cualquier hora del día o de la noche, se montaba desnuda en su burra y, recorriendo la calle despacio, erguida, con la mirada fija en los lejanos montes, abandonaba el lugar.
Cuando esto ocurría, todos cerraban sus puertas y ventanas. Nadie miraba a la joven, humilde amazona hermosa que, como la procesión lenta de la Virgen, sólo despertaba llantos, rezos y remordimientos de los que ya no querían mirar. Iba como dormida sin cerrar los ojos. Como escultura inmóvil sin, ni siquiera respirar. Nadie interrumpía aquella liturgia y las mas viejas, tomaban las ropas de Lola en su casa y la seguían en sepulcral silencio, como penitentes de una Virgen, hasta las afueras del mini-pueblo, hasta que, unas leguas mas allá, entre pencas u olivares, Lola se despertaba y rompía a llorar. Entonces se acercaban las viejas, la consolaban, la vestían y la acompañaban de nuevo a su casa, acostándola, haciéndole tomar algún caldo caliente o un cazo de leche recién ordeñada, retirándose luego con sus familias, cuando la joven se quedaba sosegada, dormida, para volver a reanudar la faena de la casa, cuando el gallo la despertara en el próximo madrugar.
Mi abuelo conoció en la siega a un vecino de Lola y, recostados bajo los olivos en una calurosa y negra noche de agosto salpicada de estrellas, fue que se la contó.
Lola quedó huérfana a los catorce o quince años. Heredó de su madre la casa y de su padre, la burra y un pequeño huerto, cerca del arroyo, del que la familia obtenía su sustento. Desde que faltó su padre, ella se ocupaba del huerto y de la casa. Era lo que hacía incluso en vida del padre, cuando éste recorría la región con las cuadrillas de segadores, se iba a la vendimia y luego a la recogida de la aceituna, según la época del año. Así que , muerto su padre, en nada cambió la cienicientil vida de Lola. Con los vecinos se llevaba bien, aunque algo retraída, ni daba ni tomaba excesivas confianzas, no traspasando nunca los límites de la buena y pueblerina educación.
En un par de años, la niña se convirtió en una guapa moza y, viéndola tan trabajadora y tan sola, despertó amores en los pocos mozos del lugar. Proposiciones tuvo, incluso matrimoniales, que ella fue rechazando sistemáticamente, provocando el despecho de sus otrora admiradores. Fue objeto de apuestas y de acoso por parte de todos. Hasta los casados hablaban de ella cuando se reunían en el patio del bodeguero alrededor de unos tintos.
En una de estas reuniones, un bocazas mentiroso y lleno de vino, pretendió cobrar la apuesta jurando y perjurando haber conseguido los codiciados favores de la muchacha. Otros bocazas, para no ser menos, pretendían también haberlos obtenido en la bajada de la huerta, donde doblaba el arroyo. La noticia corrió entre los vecinos y sus mujeres. Éstas, celosas, creyéndose la historia y comparando sus ceñudas caras y obesas figuras con la belleza y lozanía de la joven, decidieron como encendidas y aragonesas Agustinas, defender sus matrimonios y la pureza de sus niños y mozos, de aquella retraída y picara solitaria que la Lola había resultado ser.
Fueron en grupo, acompañadas de sus despechados hombres, como si de un linchamiento se tratara y, ante el asombro de la joven, que nada entendía de aquella tumultuosa visita o invasión, la desnudaron de su ropa a tirones, cubriéndola de reproches y vituperios y montándola en su burra, la pasearon por la única calle que existía, arrojándola fuera de la cortijada, entre vocerío, palabrotas y pedradas a la burra que, asustada igual que Lola, emprendió la huída desbocada, lamentando no ser un pura sangre de la estirpe de Pegaso.
Al cabo de tres días, regresó envuelta en un largo y verdoso capote acompañada de dos Civiles que se la habían encontrado inconsciente en un pedregoso camino, mientras la burra, cercana, masticaba unos cardosos espinos. Como la muchacha no respondía las preguntas del bigotudo Guardia, éste la zarandeó, hasta que rompió a llorar y, algo mas tranquila les pudo referir lo acontecido. Envuelta en la capa del tricorniado samaritano que la sostenía en la montura caminando a su lado, mientras que el del bigote tiraba de la soga del cabestro, aparecieron en la cortijada, provocando el temor de las vecinas que contemplaban silenciosas, el resultado de sus celos. Después de acostar a la joven en su casa y recuperar su capote, el bigotudo ordenó a una vieja que cuidara de la joven maltratada. Le dio algunos reales y prometió pagarle lo que demás se gastara, cuando regresara, pasados unos días, de dar parte al cuartelillo de tan salvaje tropelía.
No obstante, esperó, sin hablar mas que con su compañero, que el sol amarillento terminara de esconderse en el olivar de la colina, hora en que los hombres dejaban sus trabajos y regresaban,
haciendo parada en el patio del bodeguero, para tras unos tintos, encerrarse en sus casas hasta que el sol despuntara de nuevo, por el lado opuesto al que se había ido.
Cuando todos estuvieron reunidos, los Civiles reprocharon duramente aquella acción, calificándola de criminal y metiéndoles a todos el miedo en el cuerpo. Sólo la amistad que les unía a ellos evitaría que en el parte que tenían que dar, constaran los hechos previos al encuentro de la muchacha, pero a condición de que la cuidaran hasta su total restablecimiento y que, en adelante, nadie se atreviera a tocarle ni un pelo. Cualquier cosa que le ocurriera a Lola, aunque fuese un accidente, la pagarían ellos y muy caro. La joven no presentó denuncia y por ello le tenían que estar agradecidos. Si no iban así las cosas, habrían de vérselas con ellos y, en especial con el del bigote, bonachón y servicial, como todos sabían, pero que tenía fama de muy mala leche cuando la sangre se le subía a los picos del tricornio.
Después se supo que Lola era tan decente como la que mas. Los bocazas fueron descubiertos y los vecinos les retiraron la palabra, considerándoles los verdaderos culpables de lo acaecido. Siendo dados de lado y hallando sólo espaldas, optaron por marcharse de la cortijada para no volver jamás.
Pero allí quedaba Lola. Lola la loca. Mas guapa, mas hacendosa y trabajadora que nunca, porque a pesar de si constante retraimiento y voluntaria soledad, ahora era vista con misericordia y lastimera simpatía por los vecinos del lugar. Su vida transcurría monótoma, como la de todos, sumida en la tranquila rutia de la cotidianidad. Nadie podía decir que estaba loca y tal vez no lo estaba, a pesar de que, esporádicamente, a cualquier hora del día o de la noche, se montaba desnuda en su burra y, recorriendo la calle despacio, erguida, con la mirada fija en los lejanos montes, abandonaba el lugar.
Cuando esto ocurría, todos cerraban sus puertas y ventanas. Nadie miraba a la joven, humilde amazona hermosa que, como la procesión lenta de la Virgen, sólo despertaba llantos, rezos y remordimientos de los que ya no querían mirar. Iba como dormida sin cerrar los ojos. Como escultura inmóvil sin, ni siquiera respirar. Nadie interrumpía aquella liturgia y las mas viejas, tomaban las ropas de Lola en su casa y la seguían en sepulcral silencio, como penitentes de una Virgen, hasta las afueras del mini-pueblo, hasta que, unas leguas mas allá, entre pencas u olivares, Lola se despertaba y rompía a llorar. Entonces se acercaban las viejas, la consolaban, la vestían y la acompañaban de nuevo a su casa, acostándola, haciéndole tomar algún caldo caliente o un cazo de leche recién ordeñada, retirándose luego con sus familias, cuando la joven se quedaba sosegada, dormida, para volver a reanudar la faena de la casa, cuando el gallo la despertara en el próximo madrugar.

LIMOSNAS PARA SAN ANTONIO.
Eso decía el letrero que, a modo de urna con rajita incluida, estaba fijado a la pared, justo debajo de la estatua del fraile italiano de Padua que sostenía otra, de un niño semi desnudo en uno de sus brazos y, en el otro, una varita de la flor de Nardo. La ranura horizontal de la caja, daba a ésta el aspecto de una permanente sonrisa, como si el “cepillo” se estuviera siempre riendo.
La joven Lupe, moza casadera por sus años, pero menos por su nada agraciado rostro, pasaba por ser una de las mas devotas de este San Antonio celestino.
-Claro. Como es tan fea la pobre, necesita rezarle mucho para encontrar novio. Decían las vecinas y, parece que con razón, porque el pobre San Antonio, lo tenía muy difícil en el caso de Lupe. Pero, a fin de cuentas, ése era su trabajo y la moza, reverentemente insistía casi a diario.
Lo que no sabían las vecinas, ni nadie en el pueblo, era que Lupe no buscaba novio. Sabiéndose fea, se había resignado a ser solterona. Ella, con su padre enfermo, iba al santo por sus propios motivos.
Aguardaba, arrodillada ante el santo fraile, a que la iglesia se quedara vacía y en esos momentos, con perfecto disimulo, introducía por la ranura de la hucha, unas largas pinzas de alambre y, trasteando y removiendo el fondo, lograba atrapar con firmeza y precisión alguna moneda que, despacio, sacaba del cepillo. Había adquirido tanta experiencia, que podía hacerlo con una sola mano, mirando de perfil, es decir: un ojo a la iglesia y otro al santo, sin dejar de mover los labios como rezando, ni descomponer su postura reverente. Si entraba alguien en la iglesia, sin inmutarse, sacaba de la hucha el artilugio, introduciéndoselo en la manga, dando la impresión visual de estar echando, mas que tomando, una limosna. Era muy difícil sorprender tanta pericia que aumentaba la casi diaria experiencia.
Así fue como San Antonio se convirtió para Lupe en su mas querido bienhechor, ya que el fraile ayudaba al mísero sueldo de su padre para mantener la casa, sobre todo, en los largos meses de para agrícola. Durante años, San Antonio contribuyó al sostenimiento de aquella familia, ya que la prudente Lupe, nunca abusó de su habilidad, incluso desistía si notaba con su alámbrico artilugio, escasez de monedas en la caja del santo. Esta moderación hizo imposible que ni el cura ni el sacristán llegaran a sospechar sobre el asunto. Siempre, cada mes, recogían del cepillo cantidades similares. Y tampoco recurrió Lupe a otros santos. Le era fiel a su, nunca mejor dicho, protector.
Por otra parte, San Antonio nunca protestó porque Lupita le sisara. Una de dos: o comprendía las razones de la moza o porque, siendo de escayola, no se enteraba, ya que ni comía ni bebía, ni tampoco, viviendo en la iglesia, tenía necesidad de alquilar ninguna casa. Pero a pesar del silencio o, tal vez complicidad, del santo, Lupita fue descubierta y el cura la denunció, constando como testigo su fiel sacristán.
Según mi abuelo, Lupe fue acusada de profanación y robo en el juzgado de la capital, donde la habían llevado los Guardias de Asalto en aquellos primeros meses de República. Mi abuelo la acompañó a ver al juez, porque su padre estaba enfermo del disgusto. En el enorme despacho del juez estaban también el cura y el sacristán. No era la Sala de Vistas. Era como una toma de declaraciones, vista previa u algo parecido, porque todos estaban sentados alrededor del juez con un escribiente que tomaba nota de cuanto se decía. Tras los testimonios de cura y sacristán y nerviosismo de Lupe, que confesó su culpa y explicó la necesidad económica del por qué lo hizo, mi abuelo intervino, sin que nadie le preguntara ni tampoco callara, diciéndole al cura:--¿Alguna vez dio Lupe algún escándalo o se comportó inadecuadamente en la iglesia?,¿No se comportaba correctamente, rezando en silencio, llevando su velo o sus mangas en verano, etc.?
Cura y sacristán reconocieron que externamente el comportamiento de Lupe en la iglesia no difería del de las demás beatas en la casa de Dios. El juez estimó, por tanto, que no había habido “profanación”.
En cuanto a la segunda acusación, la muchacha había reconocido que, para ayudar a sus padres, algunas veces había sacado monedas del cepillo de San Antonio. Cura y sacristán insistieron, por lo que mi abuelo dijo, mas o menos esto:
-“Señoría: nadie niega que Lupe tomó monedas de una caja empotrada en la pared de la iglesia que, curiosamente, dice textualmente: LIMOSNAS PARA SAN ANTONIO. Dice eso exactamente: “Limosnas para San Antonio”. El dinero allí depositado es pues, propiedad de San Antonio, no del cura ni del sacristán. El damnificado ha sido San Antonio. Es, pues, San Antonio el que debe poner la denuncia. Y el santo no ha firmado denuncia alguna. No se ha dado por robado. Tal vez prestó ese dinero a Lupe. Tal vez se lo regaló. ¿Quién lo sabe?”.
El juez, hombre muy liberal, entendió muy bien el problema y, después de examinar el caso, sentenció: -“Debido a que el afectado en la causa......no ha presentado denuncia alguna de por sí, ni delegando en otros “poder” para presentarla, queda emplazado en este Tribunal en el plazo de ....días, para contestar a las preguntas del litigio...si fue robado o no...si prestó o donó su dinero a la encausada....Mientras tanto, la acusada queda libre...y si en dicho plazo, el afectado no presenta denuncia alguna,...la acusada quedará definitivamente absuelta de los cargos que se le imputan”.
San Antonio continuó en su altar de siempre, con su niño en brazos y su varita de nardo. No presentó ninguna denuncia, ni delegó a otro, poder para hacerlo en su nombre. Eso sí. El cura hizo cambiar el letrero de su cepillo por otro que decía: “Limosnas para la Iglesia, ofrecidas a través de San Antonio”.
Eso decía el letrero que, a modo de urna con rajita incluida, estaba fijado a la pared, justo debajo de la estatua del fraile italiano de Padua que sostenía otra, de un niño semi desnudo en uno de sus brazos y, en el otro, una varita de la flor de Nardo. La ranura horizontal de la caja, daba a ésta el aspecto de una permanente sonrisa, como si el “cepillo” se estuviera siempre riendo.
La joven Lupe, moza casadera por sus años, pero menos por su nada agraciado rostro, pasaba por ser una de las mas devotas de este San Antonio celestino.
-Claro. Como es tan fea la pobre, necesita rezarle mucho para encontrar novio. Decían las vecinas y, parece que con razón, porque el pobre San Antonio, lo tenía muy difícil en el caso de Lupe. Pero, a fin de cuentas, ése era su trabajo y la moza, reverentemente insistía casi a diario.
Lo que no sabían las vecinas, ni nadie en el pueblo, era que Lupe no buscaba novio. Sabiéndose fea, se había resignado a ser solterona. Ella, con su padre enfermo, iba al santo por sus propios motivos.
Aguardaba, arrodillada ante el santo fraile, a que la iglesia se quedara vacía y en esos momentos, con perfecto disimulo, introducía por la ranura de la hucha, unas largas pinzas de alambre y, trasteando y removiendo el fondo, lograba atrapar con firmeza y precisión alguna moneda que, despacio, sacaba del cepillo. Había adquirido tanta experiencia, que podía hacerlo con una sola mano, mirando de perfil, es decir: un ojo a la iglesia y otro al santo, sin dejar de mover los labios como rezando, ni descomponer su postura reverente. Si entraba alguien en la iglesia, sin inmutarse, sacaba de la hucha el artilugio, introduciéndoselo en la manga, dando la impresión visual de estar echando, mas que tomando, una limosna. Era muy difícil sorprender tanta pericia que aumentaba la casi diaria experiencia.
Así fue como San Antonio se convirtió para Lupe en su mas querido bienhechor, ya que el fraile ayudaba al mísero sueldo de su padre para mantener la casa, sobre todo, en los largos meses de para agrícola. Durante años, San Antonio contribuyó al sostenimiento de aquella familia, ya que la prudente Lupe, nunca abusó de su habilidad, incluso desistía si notaba con su alámbrico artilugio, escasez de monedas en la caja del santo. Esta moderación hizo imposible que ni el cura ni el sacristán llegaran a sospechar sobre el asunto. Siempre, cada mes, recogían del cepillo cantidades similares. Y tampoco recurrió Lupe a otros santos. Le era fiel a su, nunca mejor dicho, protector.
Por otra parte, San Antonio nunca protestó porque Lupita le sisara. Una de dos: o comprendía las razones de la moza o porque, siendo de escayola, no se enteraba, ya que ni comía ni bebía, ni tampoco, viviendo en la iglesia, tenía necesidad de alquilar ninguna casa. Pero a pesar del silencio o, tal vez complicidad, del santo, Lupita fue descubierta y el cura la denunció, constando como testigo su fiel sacristán.
Según mi abuelo, Lupe fue acusada de profanación y robo en el juzgado de la capital, donde la habían llevado los Guardias de Asalto en aquellos primeros meses de República. Mi abuelo la acompañó a ver al juez, porque su padre estaba enfermo del disgusto. En el enorme despacho del juez estaban también el cura y el sacristán. No era la Sala de Vistas. Era como una toma de declaraciones, vista previa u algo parecido, porque todos estaban sentados alrededor del juez con un escribiente que tomaba nota de cuanto se decía. Tras los testimonios de cura y sacristán y nerviosismo de Lupe, que confesó su culpa y explicó la necesidad económica del por qué lo hizo, mi abuelo intervino, sin que nadie le preguntara ni tampoco callara, diciéndole al cura:--¿Alguna vez dio Lupe algún escándalo o se comportó inadecuadamente en la iglesia?,¿No se comportaba correctamente, rezando en silencio, llevando su velo o sus mangas en verano, etc.?
Cura y sacristán reconocieron que externamente el comportamiento de Lupe en la iglesia no difería del de las demás beatas en la casa de Dios. El juez estimó, por tanto, que no había habido “profanación”.
En cuanto a la segunda acusación, la muchacha había reconocido que, para ayudar a sus padres, algunas veces había sacado monedas del cepillo de San Antonio. Cura y sacristán insistieron, por lo que mi abuelo dijo, mas o menos esto:
-“Señoría: nadie niega que Lupe tomó monedas de una caja empotrada en la pared de la iglesia que, curiosamente, dice textualmente: LIMOSNAS PARA SAN ANTONIO. Dice eso exactamente: “Limosnas para San Antonio”. El dinero allí depositado es pues, propiedad de San Antonio, no del cura ni del sacristán. El damnificado ha sido San Antonio. Es, pues, San Antonio el que debe poner la denuncia. Y el santo no ha firmado denuncia alguna. No se ha dado por robado. Tal vez prestó ese dinero a Lupe. Tal vez se lo regaló. ¿Quién lo sabe?”.
El juez, hombre muy liberal, entendió muy bien el problema y, después de examinar el caso, sentenció: -“Debido a que el afectado en la causa......no ha presentado denuncia alguna de por sí, ni delegando en otros “poder” para presentarla, queda emplazado en este Tribunal en el plazo de ....días, para contestar a las preguntas del litigio...si fue robado o no...si prestó o donó su dinero a la encausada....Mientras tanto, la acusada queda libre...y si en dicho plazo, el afectado no presenta denuncia alguna,...la acusada quedará definitivamente absuelta de los cargos que se le imputan”.
San Antonio continuó en su altar de siempre, con su niño en brazos y su varita de nardo. No presentó ninguna denuncia, ni delegó a otro, poder para hacerlo en su nombre. Eso sí. El cura hizo cambiar el letrero de su cepillo por otro que decía: “Limosnas para la Iglesia, ofrecidas a través de San Antonio”.
EL TONTO.
EL TONTO.
Corrían los chiquillos tras otro chiquillo de cuarenta años que, seguido de tal tropa de enanos, se sentía –por lo menos- capitán.
Dándose palmadas en el trasero y trotando, algunos con los pies descalzos, sujetaban las riendas invisibles de sus fantasiosos corceles blancos.
Cuando el capitán, mano en alto paraba, todos frenaban sus monturas, deteniéndose como el capitán. Reanudar la marcha o sentarse en el borde de la acera, dependían de lo cansados que pudieran estar. Si paraban, daba comienzo el parlamento en el que, discutían sus próximos actos.
--¡Veamos quien llega mas lejos!. Dijo uno. --¡Vale!, respondieron los demás.
Todos de pie, perfectamente alineados y subidos en el borde de la acera, desabrochándose las braguetas los de pantalón largo y sacándosela por el pernil los de pantalón corto, apuntaban al centro de la calle dirigiendo sus chorros al frente y elevando el ángulo de sus baterías, los que se imaginaban soldados; o de sus mangueras, los que por bomberos se tenían. Estaba claro que esta competición urinaria, la ganaba quien llegara mas lejos y ponían tal empeño en que el suyo, fuera el chorro mas largo, que a mas de uno, por el esfuerzo puesto en la tarea, se le escapaba un ruido apestoso por la retaguardia, provocando las risas de los artilleros, que consideraban las ventosidades, fuera de concurso.
--¡Ha ganado Pepín, ha ganado Pepín!.
--¡No. He ganado yo!.
Y ante la discrepancia de criterios, todos bajaban de la acera para comprobar el mojado del asfalto. En esta verificación estaban, cuando hubieron de salir corriendo, olvidándose de sus caballos, tras oír los gritos de “¡Sinvergüenzas!, ¡ marranos!, que unas viejas beatas proferían contra ellos, saliendo de Misa.
Las madres siempre regañaban a los chicos por estas travesuras, pero la que peor lo llevaba, era la madre del capitán, que no aceptaba que su hijo fuera, simplemente, el niño mas alto.
La gente tenía lástima de ella. –Pobrecilla, tan mayor y con ese hijo tan tonto.
Ella, aunque sufría, en el fondo de su alma estaba contenta. A las demás madres, la niñez de sus hijos se les iría pronto; en cambio, ella había disfrutado ya de una niñez larga, que duraba ya cuarenta años y, que aun se prolongaría muchos mas. Siempre tendría de qué reír, de qué regañar, de qué llorar y de qué consolar a su corpulento niño cuarentón.
Entre los indios pieles rojas, los tontos y locos eran muy queridos y bien cuidados, porque los consideraban protegidos de los dioses. Pensaban que traían a la tribu suerte y bendición.
En el pueblo, no es que hubiera tal creencia, pero todo el mundo apreciaba al niño grande, le saludaban, se reían con él, mas que de él. Le trataban como lo que era: un niño. Le mandaban recados, le premiaban con golosinas, bromeaban con él y hasta le regañaban.
No iba a la escuela, ni tampoco a Misa. No lo necesitaba. Después de todo, el mayor sabio es el que no sabe nada y el mayor santo es el que ni siquiera sabe creer.
Le regalaron, cierta vez, un grueso lápiz amarillo de los que usan los albañiles y carpinteros. Se puso muy contento el capitán de la chiquillería que, para celebrarlo, comenzó a pintarrajear las blancas paredes, dando rienda suelta a sus dotes pictóricas, al igual que vio hacer tantas veces a los demás niños que, pícaros ellos, solían dibujar culos, monigotes y pichas, con el fin de divertirse, viendo escandalizadas las caras de las beatas. La tapia de la escuela, era todo un museo de tan infantil arte.
El lápiz del capitán se entretuvo en plasmar con trazos simples la figura de un monigote con sombrero de picador de toros y largas faldas, llevando en una mano una cruz. Estaba claro que el muñeco era el cura. No hubiera tenido mas consecuencias esta expresión artística, si no le hubiera añadido unos trazos rectos y desproporcionados figurando una pilila grande, junto a otro monigote representando una mujer o niña.
Esta vez el tonto se había pasado de listo. Las beatas formaron corro, averiguaron la autoría del improvisado dibujante, se quejaron a su anciana madre que tuvo que darle otra regañina mas, y prometer a la dueña de la fachada usada como lienzo, su ayuda para volver a encalarla.
También hubo vecinos que felicitaron al Picasso e incluso le incitaron, para que repitiese el dibujo en otras fachadas del pueblo, a cambio de algunas golosinas.
Lo cierto es que, meses mas tarde, trasladaron al párroco , dijeron que a Bilbao, acusado de embarazar a una joven beata. En un corro de vecinos que comentaban el hecho, se hallaban también el capitán, cogido de la mano de su madre. Y escuchando lo que allí se decía, con risa socarrona dijo, o mas bien tartamudeó:
--¡Ya, ya, ya lo sabía yo!. Dicho lo cual, se soltó de la mano maternal y se retiró del corro vecinal, galopando en su brioso corcel blanco que le había regalado su maravillosa y nada tonta, fantasía.
Corrían los chiquillos tras otro chiquillo de cuarenta años que, seguido de tal tropa de enanos, se sentía –por lo menos- capitán.
Dándose palmadas en el trasero y trotando, algunos con los pies descalzos, sujetaban las riendas invisibles de sus fantasiosos corceles blancos.
Cuando el capitán, mano en alto paraba, todos frenaban sus monturas, deteniéndose como el capitán. Reanudar la marcha o sentarse en el borde de la acera, dependían de lo cansados que pudieran estar. Si paraban, daba comienzo el parlamento en el que, discutían sus próximos actos.
--¡Veamos quien llega mas lejos!. Dijo uno. --¡Vale!, respondieron los demás.
Todos de pie, perfectamente alineados y subidos en el borde de la acera, desabrochándose las braguetas los de pantalón largo y sacándosela por el pernil los de pantalón corto, apuntaban al centro de la calle dirigiendo sus chorros al frente y elevando el ángulo de sus baterías, los que se imaginaban soldados; o de sus mangueras, los que por bomberos se tenían. Estaba claro que esta competición urinaria, la ganaba quien llegara mas lejos y ponían tal empeño en que el suyo, fuera el chorro mas largo, que a mas de uno, por el esfuerzo puesto en la tarea, se le escapaba un ruido apestoso por la retaguardia, provocando las risas de los artilleros, que consideraban las ventosidades, fuera de concurso.
--¡Ha ganado Pepín, ha ganado Pepín!.
--¡No. He ganado yo!.
Y ante la discrepancia de criterios, todos bajaban de la acera para comprobar el mojado del asfalto. En esta verificación estaban, cuando hubieron de salir corriendo, olvidándose de sus caballos, tras oír los gritos de “¡Sinvergüenzas!, ¡ marranos!, que unas viejas beatas proferían contra ellos, saliendo de Misa.
Las madres siempre regañaban a los chicos por estas travesuras, pero la que peor lo llevaba, era la madre del capitán, que no aceptaba que su hijo fuera, simplemente, el niño mas alto.
La gente tenía lástima de ella. –Pobrecilla, tan mayor y con ese hijo tan tonto.
Ella, aunque sufría, en el fondo de su alma estaba contenta. A las demás madres, la niñez de sus hijos se les iría pronto; en cambio, ella había disfrutado ya de una niñez larga, que duraba ya cuarenta años y, que aun se prolongaría muchos mas. Siempre tendría de qué reír, de qué regañar, de qué llorar y de qué consolar a su corpulento niño cuarentón.
Entre los indios pieles rojas, los tontos y locos eran muy queridos y bien cuidados, porque los consideraban protegidos de los dioses. Pensaban que traían a la tribu suerte y bendición.
En el pueblo, no es que hubiera tal creencia, pero todo el mundo apreciaba al niño grande, le saludaban, se reían con él, mas que de él. Le trataban como lo que era: un niño. Le mandaban recados, le premiaban con golosinas, bromeaban con él y hasta le regañaban.
No iba a la escuela, ni tampoco a Misa. No lo necesitaba. Después de todo, el mayor sabio es el que no sabe nada y el mayor santo es el que ni siquiera sabe creer.
Le regalaron, cierta vez, un grueso lápiz amarillo de los que usan los albañiles y carpinteros. Se puso muy contento el capitán de la chiquillería que, para celebrarlo, comenzó a pintarrajear las blancas paredes, dando rienda suelta a sus dotes pictóricas, al igual que vio hacer tantas veces a los demás niños que, pícaros ellos, solían dibujar culos, monigotes y pichas, con el fin de divertirse, viendo escandalizadas las caras de las beatas. La tapia de la escuela, era todo un museo de tan infantil arte.
El lápiz del capitán se entretuvo en plasmar con trazos simples la figura de un monigote con sombrero de picador de toros y largas faldas, llevando en una mano una cruz. Estaba claro que el muñeco era el cura. No hubiera tenido mas consecuencias esta expresión artística, si no le hubiera añadido unos trazos rectos y desproporcionados figurando una pilila grande, junto a otro monigote representando una mujer o niña.
Esta vez el tonto se había pasado de listo. Las beatas formaron corro, averiguaron la autoría del improvisado dibujante, se quejaron a su anciana madre que tuvo que darle otra regañina mas, y prometer a la dueña de la fachada usada como lienzo, su ayuda para volver a encalarla.
También hubo vecinos que felicitaron al Picasso e incluso le incitaron, para que repitiese el dibujo en otras fachadas del pueblo, a cambio de algunas golosinas.
Lo cierto es que, meses mas tarde, trasladaron al párroco , dijeron que a Bilbao, acusado de embarazar a una joven beata. En un corro de vecinos que comentaban el hecho, se hallaban también el capitán, cogido de la mano de su madre. Y escuchando lo que allí se decía, con risa socarrona dijo, o mas bien tartamudeó:
--¡Ya, ya, ya lo sabía yo!. Dicho lo cual, se soltó de la mano maternal y se retiró del corro vecinal, galopando en su brioso corcel blanco que le había regalado su maravillosa y nada tonta, fantasía.
EL ASILO, NO.
El ASILO, NO.
Hace mucho tiempo se llamaban “asilos”. Hoy, la nueva semántica empeñada en lavar las cosas con palabras y nuevas definiciones, se llaman “residencias de ancianos” o, mas suave aun, “de la tercera edad”. Pero siguen siendo meros aparcamientos de viejos, retirados de la circulación por inservibles, porque ya no producen, porque no hay sitio para ellos, porque con sus manías, achaques e incluso enfermedades, se hacen insufribles y, porque ya no son estéticos, recordándonos con sus arrugados y desdentados rostros, con sus torpes y encorvados cuerpos, la degradación futura que a todos nos aguarda, que es peor que la misma muerte.
En las sociedades antiguas, primarias, atrasadas, etc., esto no era así. No es así tampoco en sociedades menos industrializadas, modernas y cultas que la nuestra.
Los asilos no existían. No existen. En una casa convivían tres y hasta cuatro generaciones. Los abuelos morían en casa. Hoy no pueden ni siquiera estar, porque su cuarto lo necesita el niño o la niña, porque escupe o quema la alfombra con su manía de fumar, porque está siempre malucho y la hija, ni la nuera, ni menos aun la nieta, tienen estómago para cuidarle. Y si, además no le queda sino una mísera pensión, o tal vez ninguna, ni tampoco bienes que legar en testamento, entonces aun es peor. Estará muy bien en la Residencia. Conocerá gente de su edad. Estarán bien atendidos. Iremos a verlo. Vendrá en puentes, festivos y vacaciones a casa. Preferimos pagar a otros para que hagan lo que debería ser labor nuestra. Es mas cómodo. La solución final, es la hermosa y bien ponderada Residencia.
En la Escuela oí una historia. Decía así:
--Niño, sube al dormitorio y trae la manta nueva para el abuelo, para que no pase frío allí en la Residencia.
El abuelo estaba con su maleta hecha, mientras su hijo, el que había mandado al niño por la manta gruesa, acomodaba los bultos en el maletero del coche y ayudaba, dulcemente, al abuelo a sentarse en el asiento trasero, agachándole suavemente la blanca cabeza, para evitarle algún posible golpe.
Al rato, regresa el niño con la manta y se la entrega, triste, a su padre. Este, al cogerla, nota que pesa poco y, creyendo que el niño se había equivocado de manta, recriminó al muchacho:--Te he dicho que trajeras la manta nueva, no este trozo de manta.
El niño respondió a su padre:--Ésa es la manta nueva. La he partido por la mitad. Esa mitad para el abuelo y la mitad que falta, la he guardado para ti, para cuando seas viejo
y yo te lleve al Asilo.
No importa si la historia tuvo o no un final feliz. Pero a mí me hizo reflexionar en lo que hacemos con los viejos. Lo mas triste es que nos hemos hecho a la idea y sabemos que el niño de la historia tenía razón. Sabemos que, salvo que consigamos reunir bastante dinero, nuestros hijos nos convencerán, por nuestro propio bien, de que estaremos mejor en una Residencia para viejos. Nosotros nos dejaremos convencer, como se dejaron tantos. Todos los que hoy pasean pos sus patios y jardines, se sientan al sol, rememorando las viejas historias del pasado remoto que a nadie interesan, como si las hubiésemos vivido ayer. O tal vez, esperemos, frustrados, la visita del hijo, que le fue imposible venir por exceso de trabajo.
Es preferible la costumbre de algunas tribus indias, donde los viejos eran queridos y respetados. Vivían con la tribu hasta el final. Mientras tuvieran hijos o nietos que cazaran para ellos y alimentarlos. Mas, si algún viejo no los tenía, o los había perdido en batallas, se retiraba a la montaña o al bosque, a esperar a la muerte que –pronto- llegaba.
Tal vez a la espera de que el cambio en esta inhumana sociedad se produzca, si es que esto ocurre sin tener que renacer, tras su destrucción, de sus cenizas cual Ave Fénix, no quede otro remedio que la resignación. Pero, a pesar de todo, hay quienes no se resignan. El Sr. Miguel fue uno de ellos.
Tenía mas de ochenta. Bajito, regordete. Boina pequeña, tanto que, cuando se la echaba hacia atrás, parecía un Cardenal de los que usaban purpurados casquetes que llaman “soli Deo”, no sé por qué, porque ni siquiera ante Dios se los quitan. Se reía cuando con ellos comparábamos a su humilde y mínima boina. Creía haber descubierto el truco de los purpurados para que no se les cayese el diminuto cubre coronillas: --Usan pegamento. Y se colocaba la boina a la manera cardenalicia.
Miguel era soltero. Vivía con un hermano de leche, el “lamparilla”, y su mujer. Mayores, también ellos, pero mas jóvenes que él. Lo de “hermano de leche” me lo explicó así: --Es que mi madre nos crió a los dos, porque la suya no tenía leche buena para poder amamantarle.
Me caía bien Miguel. ¡Cuantas cosas me contó, desahogándose o por simples ganas de hablar, apoyado o mas bien recolgado sobre la barra del bar de José, a la que casi no alcanzaba!.
Habíamos quedado en intercambiarnos las boinas. Le gustaba la mía por ser de vuelo ancho y tener intacto el pichurrín, como llamaba al rabillo que, entre bromas, le caparon en la taberna. Pero estaba seguro que su pequeña boina no serviría para mi mayor cabeza, pensé en regalarle una.
No pude hacerlo porque me dejaron frío con la noticia: --¿Sabes que Miguel se ha ahorcado y que ayer domingo, lo enterramos?.
Nadie supo por qué. Yo tampoco, pero tengo el presentimiento que casi lo intuí. Miguel no soportaría el Asilo, ningún Asilo no Residencia. Sus madrugones, sus largas caminatas, sus rondas de vino barato, su pueblo, sus calles, sus amigos, sus vecinos. Él no se convertiría en un número, en un desconocido, en un anónimo ignorado por la gente y el personal de un Asilo. Allí, en su casa de siempre, todo el mundo sabía quién era y hasta los chuchos callejeros le saludaban con sus ladridos y rabos agitados, acercándole sus hocicos.
Pasearía según su mañanera costumbre, por en medio del olivar descuidado, asilvestrado, en las afueras del pueblo de Fuenlabrada, pintando de verde agrisado los alrededores del Cementerio. Quizá quiso ahorrar trabajo a los que encontraran su cuerpo, pero allí, cerca de los muertos, decidió atar la soga a una rugosa rama, calculando las medidas para que el salto fuese eficaz y rápida su muerte. Dio el salto sin retorno que le suspendería entre la tierra y el cielo para siempre.
Después, nunca mas le vimos. ¿Quién sabe?. Tan bajito como Zaqueo, el que se subió a un sicómoro, otro árbol, para poder ver a Jesús, Miguel se subiera a un olivo con el mismo propósito.
Miguel era su nombre. Como el del arcángel que defiende a los judíos y a los cosacos de las estepas. Quizá también defendió al viejo, saludable y libre Miguel, del futuro que intuía.
Antes de irse, pagó los vinos que al tabernero debía.
En las sociedades antiguas, primarias, atrasadas, etc., esto no era así. No es así tampoco en sociedades menos industrializadas, modernas y cultas que la nuestra.
Los asilos no existían. No existen. En una casa convivían tres y hasta cuatro generaciones. Los abuelos morían en casa. Hoy no pueden ni siquiera estar, porque su cuarto lo necesita el niño o la niña, porque escupe o quema la alfombra con su manía de fumar, porque está siempre malucho y la hija, ni la nuera, ni menos aun la nieta, tienen estómago para cuidarle. Y si, además no le queda sino una mísera pensión, o tal vez ninguna, ni tampoco bienes que legar en testamento, entonces aun es peor. Estará muy bien en la Residencia. Conocerá gente de su edad. Estarán bien atendidos. Iremos a verlo. Vendrá en puentes, festivos y vacaciones a casa. Preferimos pagar a otros para que hagan lo que debería ser labor nuestra. Es mas cómodo. La solución final, es la hermosa y bien ponderada Residencia.
En la Escuela oí una historia. Decía así:
--Niño, sube al dormitorio y trae la manta nueva para el abuelo, para que no pase frío allí en la Residencia.
El abuelo estaba con su maleta hecha, mientras su hijo, el que había mandado al niño por la manta gruesa, acomodaba los bultos en el maletero del coche y ayudaba, dulcemente, al abuelo a sentarse en el asiento trasero, agachándole suavemente la blanca cabeza, para evitarle algún posible golpe.
Al rato, regresa el niño con la manta y se la entrega, triste, a su padre. Este, al cogerla, nota que pesa poco y, creyendo que el niño se había equivocado de manta, recriminó al muchacho:--Te he dicho que trajeras la manta nueva, no este trozo de manta.
El niño respondió a su padre:--Ésa es la manta nueva. La he partido por la mitad. Esa mitad para el abuelo y la mitad que falta, la he guardado para ti, para cuando seas viejo
y yo te lleve al Asilo.
No importa si la historia tuvo o no un final feliz. Pero a mí me hizo reflexionar en lo que hacemos con los viejos. Lo mas triste es que nos hemos hecho a la idea y sabemos que el niño de la historia tenía razón. Sabemos que, salvo que consigamos reunir bastante dinero, nuestros hijos nos convencerán, por nuestro propio bien, de que estaremos mejor en una Residencia para viejos. Nosotros nos dejaremos convencer, como se dejaron tantos. Todos los que hoy pasean pos sus patios y jardines, se sientan al sol, rememorando las viejas historias del pasado remoto que a nadie interesan, como si las hubiésemos vivido ayer. O tal vez, esperemos, frustrados, la visita del hijo, que le fue imposible venir por exceso de trabajo.
Es preferible la costumbre de algunas tribus indias, donde los viejos eran queridos y respetados. Vivían con la tribu hasta el final. Mientras tuvieran hijos o nietos que cazaran para ellos y alimentarlos. Mas, si algún viejo no los tenía, o los había perdido en batallas, se retiraba a la montaña o al bosque, a esperar a la muerte que –pronto- llegaba.
Tal vez a la espera de que el cambio en esta inhumana sociedad se produzca, si es que esto ocurre sin tener que renacer, tras su destrucción, de sus cenizas cual Ave Fénix, no quede otro remedio que la resignación. Pero, a pesar de todo, hay quienes no se resignan. El Sr. Miguel fue uno de ellos.
Tenía mas de ochenta. Bajito, regordete. Boina pequeña, tanto que, cuando se la echaba hacia atrás, parecía un Cardenal de los que usaban purpurados casquetes que llaman “soli Deo”, no sé por qué, porque ni siquiera ante Dios se los quitan. Se reía cuando con ellos comparábamos a su humilde y mínima boina. Creía haber descubierto el truco de los purpurados para que no se les cayese el diminuto cubre coronillas: --Usan pegamento. Y se colocaba la boina a la manera cardenalicia.
Miguel era soltero. Vivía con un hermano de leche, el “lamparilla”, y su mujer. Mayores, también ellos, pero mas jóvenes que él. Lo de “hermano de leche” me lo explicó así: --Es que mi madre nos crió a los dos, porque la suya no tenía leche buena para poder amamantarle.
Me caía bien Miguel. ¡Cuantas cosas me contó, desahogándose o por simples ganas de hablar, apoyado o mas bien recolgado sobre la barra del bar de José, a la que casi no alcanzaba!.
Habíamos quedado en intercambiarnos las boinas. Le gustaba la mía por ser de vuelo ancho y tener intacto el pichurrín, como llamaba al rabillo que, entre bromas, le caparon en la taberna. Pero estaba seguro que su pequeña boina no serviría para mi mayor cabeza, pensé en regalarle una.
No pude hacerlo porque me dejaron frío con la noticia: --¿Sabes que Miguel se ha ahorcado y que ayer domingo, lo enterramos?.
Nadie supo por qué. Yo tampoco, pero tengo el presentimiento que casi lo intuí. Miguel no soportaría el Asilo, ningún Asilo no Residencia. Sus madrugones, sus largas caminatas, sus rondas de vino barato, su pueblo, sus calles, sus amigos, sus vecinos. Él no se convertiría en un número, en un desconocido, en un anónimo ignorado por la gente y el personal de un Asilo. Allí, en su casa de siempre, todo el mundo sabía quién era y hasta los chuchos callejeros le saludaban con sus ladridos y rabos agitados, acercándole sus hocicos.
Pasearía según su mañanera costumbre, por en medio del olivar descuidado, asilvestrado, en las afueras del pueblo de Fuenlabrada, pintando de verde agrisado los alrededores del Cementerio. Quizá quiso ahorrar trabajo a los que encontraran su cuerpo, pero allí, cerca de los muertos, decidió atar la soga a una rugosa rama, calculando las medidas para que el salto fuese eficaz y rápida su muerte. Dio el salto sin retorno que le suspendería entre la tierra y el cielo para siempre.
Después, nunca mas le vimos. ¿Quién sabe?. Tan bajito como Zaqueo, el que se subió a un sicómoro, otro árbol, para poder ver a Jesús, Miguel se subiera a un olivo con el mismo propósito.
Miguel era su nombre. Como el del arcángel que defiende a los judíos y a los cosacos de las estepas. Quizá también defendió al viejo, saludable y libre Miguel, del futuro que intuía.
Antes de irse, pagó los vinos que al tabernero debía.
DOÑA CONCHA Y "LA PEANA".


Brujilla "La Peana". (Dibujo de mi Galería)
DOÑA CONCHA Y LA PEANA.
Doña Concha llevaba varios días tensa, demacrada, de mal humor. Era evidente que estaba preocupada. Todo el mundo en el cortijo, se daba cuenta. Desde la cocinera al capataz. El único que parecía estar en babia era su marido.
Estaba decidida. No podía tolerar que su hija menor, Luisita, echara a perder su vida y trajera el escándalo a su respetable familia.
Simulando un viaje a la capital, acudió aquel mismo día, acompañada de Luisita, a la cueva de la Peana, unas leguas río arriba, donde esta especie de bruja o santa, convivía con un hijo sordomudo.
Habían intentado echarla, pero nunca hasta ahora, lo habían conseguido. Siempre intercedía por ella alguien influyente que paraba el desahucio, basándose en la misericordia y en la compasión, virtudes cristianas que no mostraban hacia ella cuando, de tarde en tarde, bajaba al pueblo para hacer alguna compra o gestión.
La Peana conocía su oficio. ¡Cuantas encopetadas señoras habían pasado por su cueva!¡Cuantos secretos de familia conocía!. Sólo el cura del pueblo la aventajaba en esto, por eso de la confesión de las beatas. Preparó abundancia de agua caliente, trapos blancos, toallas, infusiones de hierbas que cocía en el puchero de barro y, con una larga aguja de hacer puntos, exploraba despacio, con mano sensible y experta, la vagina de Luisita que, permanecía semiatada y patiabierta encima de la mesa. Algunos gritos, sollozos, bastante sangre y, todo terminó bien, según dijo la Peana. Doña Concha, estuvo nerviosísima, cosas terribles pasaron por su imaginación, pero ya todo pasó.
Su corazón de madre sufría, pero su respetabilidad y posición social, el honor de la familia, etc, quedaban a salvo.
Para estos menesteres, siempre se acudía a la Peana. Ella sacaba del paso a señoronas, a chicas solteras y a las esposas de braceros, cuando les fallaban los saltos que, a postas daban, desde la mesa al suelo, o los lavados vaginales con pócimas y remedios caseros. La Peana, bruja para unos, santa para otros, era como las prostitutas: alabada en privado, pero ignorada en público.
Casi dos semanas transcurrieron hasta que Doña Concha y Luisita, regresaron al cortijo, de su viaje a la capital. Nadie sospechó su coartada y parece que su marido, permanecía en babia o lo fingía. Lo cierto es que Luisita, se repuso de sus fingidas calenturas y pudo tapar su desliz, con la ayuda inestimable de su madre y la Peana.
El motivo por el que mi abuelo me contó esta historia que, por otro lado, ignoró cómo llegó a saberla, fue una discusión que unos vecinos mantuvieron sobre el aborto, estando yo presente.
Uno, de la vieja guardia de Franco, ultra católico, mantenía muy dogmático y seguro: -El aborto es un crimen de lesa majestad, (mi abuelo sabía que, quien esto decía, era familiar de Doña Concha y había dirigido un pelotón de fusilamiento contra sospechosos de republicanismo), un crimen con todos los agravantes habidos y por haber, puesto que se quita la vida a un ser indefenso. Es también un acto de traición contra la Patria, que necesita hombres y mujeres para trabajar y hacerla grande. Es un pecado contra Dios, que ha dicho “no matarás”.
Otro vecino, mas flexible, postulaba que a este aserto general, podrían aplicársele algunas excepciones. Dijo: -A pesar del no matarás, que dijo Dios, la Iglesia, durante la guerra y años después, enseñaba este mismo mandamiento divino, diciendo: el quinto: “matarás con justicia”. El mismo Papa afirma que hay “guerras justas” y el Código Penal habla de “defensa propia”. Y en la aplicación de la “pena de muerte”, siempre asiste un cura, con sus rezos, en cada ejecución. El aborto, podría tener también algunas excepciones.
El romanísimo, contestó: -El aborto, no puede ser nunca permitido, sino condenado sin ninguna excepción.
Mi abuelo, callaba, -pero para sí mismo-, reflexionó: Curioso. Los mas acérrimos defensores de “la vida”, suelen justificar las guerras, diciendo que las hay “justas”, y la pena de muerte decidida por los tribunales o por sí mismos en el caso de defensa propia. No matarás, significa siempre no matarás; en ningún caso y bajo ninguna causa, el hombre puede matar ni a niños, ni a adultos. Decidió mojarse, y espetó a los dos, insistiendo que contestaba a ambas posiciones:
-Igualmente es un criminal, quién mata, contra lo ordenado por Dios, que –sin excepción alguna- ordena: No matarás, como quien aborta, porque mata un “niño indefenso”. Tambien lo es el general que ordena un bombardeo y el soldado que, obedeciendo, pulsa el botón; porque, como resultado, muchos “inocentes e indefensos” morirán. Incluso el que mata en defensa propia, es también criminal, porque lo que Jesús mandó es poner la otra mejilla. No hay excepción para matar a nadie. El asunto es simple. Los que admiten unas muertes y rechazan otras, sean las que fueren y con los argumentos que quieran, son inconsecuentes con el mandamiento tácito de Dios no matarás. La vida ha de defenderse con igual energía y convicción. Todas las vidas son preciosas para Dios. Quien diga defender la vida, por fuerza y lógica consecuencia ha de convertirse en un militante “pacifista”, porque de lo contrario, lo que es, es un perfecto hipócrita y mentiroso. De los pacifistas, expresión moderna de los defensores de la vida, se dice que son “bienaventurados, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Las Iglesias y sus cristianitos, deben ser consecuentes o meterse la lengua en el culo. Es su deber defender el derecho a la vida de todos, y no dejarse arrastrar en campañas políticas de desgaste a Gobiernos. No matarás, es no matarás. Nunca, en ningún caso.
Después de la parrafada de mi abuelo, el grupito de vecinos se enzarzó en los consabidos tópicos de siempre, porque es utópico que el Estado, a no ser que sea rico, pueda mantener los deseables gastos de un gabinete nacional de sicólogos para mujeres violadas, una red operativa de adopciones, otra para atender las malformaciones y sus consecuencias o seguimientos y ayudas posteriores, potenciación de orfanatos, formación moral de la juventud, etc., cuando otras necesidades perentorias como el paro indefinido, salario social universal, residencias de ancianos, viviendas, etc, no están cubiertas.
Cuando regresamos a casa, mi abuelo me contó la historia de Doña Concha, y añadió: -Esta señora, ya no vive en el cortijo. Luisita es toda una mujer, felizmente casada y con dos niños preciosos. Viven en la capital, de las rentas del cortijo. Son gente muy metida en las cosas de Iglesia. Pertenecen a la Acción Católica, la Legión de María y colaboran con la sección femenina de Falange, en un centro del Auxilio Social.
Dándome por enterado, pregunté a mi abuelo por el argumento mayor que el camisa vieja esgrimía contra el aborto, que España necesitaba gente para que, trabajando, la hicieran grande. Respondió el viejo:
-Es natural que siendo falangista, piense así. Ninguna mujer debería abortar. Algún día será posible acceder a los anticonceptivos, las madres solteras no estarán estigmatizadas, como lo están ahora y teniendo derecho al trabajo, serán tan independientes como el hombre. El aborto, que para una mujer, es una decisión terrible, será –entonces- casi inexistente. Hoy, reconozco que mi abuelo era de los que veían la botella medio llena.
-Además, tiene un hermano cura.Prosiguió: Y, si necesitan gente para que, con su trabajo, engrandezcan España, ¿por qué mataron a tantos, no ya en la guerra, sino hasta mucho tiempo después de que ésta terminó?. Cuando Dios dijo aquello de “creced y multiplicaos” y “henchid la tierra”, ésta estaba casi vacía. La actividad fundamental era la agricultura y, cuanto mayor fuera el número de hijos, mas brazos había para cultivarla. Hoy, las máquinas roban el trabajo a los hombres, después de habérseles quitado también las tierras. Cuanto mas hijos, mas bocas que alimentar, mas miseria familiar para el simple trabajador u obrero. Pero a las derechas, siempre les ha interesado tener mano de obra barata, y para ello, es preciso que la clase trabajadora se multiplique. Necesitan carne de burros y los militares, necesitan tener carne de cañón. Cierto es que si la demografía no se acerca a la sustitución o relevo de la gente vieja por la nueva, se puede estar al borde del suicidio nacional o mundial. Pero también es cierto que este relevo generacional debe producirse con mesura; sólo cuando los brazos disponibles para el trabajo escasean, o vienen justos, es cuando el trabajo llega a valorarse realmente. De hecho, creo que la acción que mas beneficiaría a la clase trabajadora, mas que cualquier revolución, sería que ella ejerciera un autocontrol de su descendencia. Que entendiera, de una vez por todas, que sólo los ricos, pueden permitirse el lujo de tener muchos hijos. Los trabajadores, no hemos de proporcionar a esta sociedad capitalista carne de burro, ni carne de cañón. De lo contrario, no podrá pretender la dignificación del trabajo, porque mientras mas brazos busquen faena, se pagará menos por ella y se realizará en peores condiciones.
No puede imaginarse el cambio que se produciría en el mundo si, de repente, los trabajadores decidieran no tener mas hijos. De hecho, hacia eso vamos: crecimiento demográfico, cero.
No era cuestión de discutir las ideas de mi abuelo. Simplemente entendí que si el viejo tenía razón, la mejor manera de conseguir mano de obra barata era recurrir a razones religiosas, por lo que los métodos de contracepción, tendrían que ser calificados como “pecado” por las iglesias en connivencia con las derechas. Pero la tierra está ya “henchida”, llena, y también nos hemos multiplicado y crecido bastante sobre ella.
-¿No sería esto un suicidio colectivo de la clase trabajadora?. Me respondió:
-No. Como no es suicidio una huelga de hambre, si se consigue algo con ella. Una huelga de natalidad, no sería tampoco un suicidio de la clase obrera, si se consiguiera que los zánganos de este mundo, apreciaran el gran valor de unas manos callosas.
Ahora sí que me callé y me fui a dormir al catre. Pero el sueño no acudía. Estaba agradecido a mi abuelo, porque nunca me trató acorde con mis pocos años. Siempre hablaba delante de mí. Nunca dijo aquello que solían decir los adultos –a modo de contraseña- para cambiar de conversación, cuando el tema no se debía tratar delante de los niños: “Cuidado, que hay ropa tendida”. Mi abuelo, mantuvo siempre el tendedero vacío para mí. Por ello, me di cuenta que el camisa vieja que, tan duramente calificaba de asesinos a quienes abortaban, recurría a practicarlo si se trataba de proteger la honra de la familia y, justificaba las muertes de personas inocentes, si se producían en una guerra o en defensa propia. También me convencí, de que el interés por el aumento de la natalidad, apoyado por la Iglesia y por los patriotas cinciflecheros, no era por defender la vida, sino por defender sus intereses: obtener mano de obra en abundancia y, por tanto, barata. Nada es lo que parece. Y Morfeo, poco a poco, me fue venciendo y....me dormí, mientras en mi parpadeo, captaba la aceitosa claridad del cándil que ayudaba a leer a mi viejo.
Referente a este último tema de la natalidad o procreación, muchos años después y, sin duda, acordándome de esta historia de mi abuelo, escribí una poesía, cuyo manuscrito transcribo, olvidándome de la ortografía, para pronunciarla tal como hablaba mi abuelo y la gente del pueblo:
Doña Concha llevaba varios días tensa, demacrada, de mal humor. Era evidente que estaba preocupada. Todo el mundo en el cortijo, se daba cuenta. Desde la cocinera al capataz. El único que parecía estar en babia era su marido.
Estaba decidida. No podía tolerar que su hija menor, Luisita, echara a perder su vida y trajera el escándalo a su respetable familia.
Simulando un viaje a la capital, acudió aquel mismo día, acompañada de Luisita, a la cueva de la Peana, unas leguas río arriba, donde esta especie de bruja o santa, convivía con un hijo sordomudo.
Habían intentado echarla, pero nunca hasta ahora, lo habían conseguido. Siempre intercedía por ella alguien influyente que paraba el desahucio, basándose en la misericordia y en la compasión, virtudes cristianas que no mostraban hacia ella cuando, de tarde en tarde, bajaba al pueblo para hacer alguna compra o gestión.
La Peana conocía su oficio. ¡Cuantas encopetadas señoras habían pasado por su cueva!¡Cuantos secretos de familia conocía!. Sólo el cura del pueblo la aventajaba en esto, por eso de la confesión de las beatas. Preparó abundancia de agua caliente, trapos blancos, toallas, infusiones de hierbas que cocía en el puchero de barro y, con una larga aguja de hacer puntos, exploraba despacio, con mano sensible y experta, la vagina de Luisita que, permanecía semiatada y patiabierta encima de la mesa. Algunos gritos, sollozos, bastante sangre y, todo terminó bien, según dijo la Peana. Doña Concha, estuvo nerviosísima, cosas terribles pasaron por su imaginación, pero ya todo pasó.
Su corazón de madre sufría, pero su respetabilidad y posición social, el honor de la familia, etc, quedaban a salvo.
Para estos menesteres, siempre se acudía a la Peana. Ella sacaba del paso a señoronas, a chicas solteras y a las esposas de braceros, cuando les fallaban los saltos que, a postas daban, desde la mesa al suelo, o los lavados vaginales con pócimas y remedios caseros. La Peana, bruja para unos, santa para otros, era como las prostitutas: alabada en privado, pero ignorada en público.
Casi dos semanas transcurrieron hasta que Doña Concha y Luisita, regresaron al cortijo, de su viaje a la capital. Nadie sospechó su coartada y parece que su marido, permanecía en babia o lo fingía. Lo cierto es que Luisita, se repuso de sus fingidas calenturas y pudo tapar su desliz, con la ayuda inestimable de su madre y la Peana.
El motivo por el que mi abuelo me contó esta historia que, por otro lado, ignoró cómo llegó a saberla, fue una discusión que unos vecinos mantuvieron sobre el aborto, estando yo presente.
Uno, de la vieja guardia de Franco, ultra católico, mantenía muy dogmático y seguro: -El aborto es un crimen de lesa majestad, (mi abuelo sabía que, quien esto decía, era familiar de Doña Concha y había dirigido un pelotón de fusilamiento contra sospechosos de republicanismo), un crimen con todos los agravantes habidos y por haber, puesto que se quita la vida a un ser indefenso. Es también un acto de traición contra la Patria, que necesita hombres y mujeres para trabajar y hacerla grande. Es un pecado contra Dios, que ha dicho “no matarás”.
Otro vecino, mas flexible, postulaba que a este aserto general, podrían aplicársele algunas excepciones. Dijo: -A pesar del no matarás, que dijo Dios, la Iglesia, durante la guerra y años después, enseñaba este mismo mandamiento divino, diciendo: el quinto: “matarás con justicia”. El mismo Papa afirma que hay “guerras justas” y el Código Penal habla de “defensa propia”. Y en la aplicación de la “pena de muerte”, siempre asiste un cura, con sus rezos, en cada ejecución. El aborto, podría tener también algunas excepciones.
El romanísimo, contestó: -El aborto, no puede ser nunca permitido, sino condenado sin ninguna excepción.
Mi abuelo, callaba, -pero para sí mismo-, reflexionó: Curioso. Los mas acérrimos defensores de “la vida”, suelen justificar las guerras, diciendo que las hay “justas”, y la pena de muerte decidida por los tribunales o por sí mismos en el caso de defensa propia. No matarás, significa siempre no matarás; en ningún caso y bajo ninguna causa, el hombre puede matar ni a niños, ni a adultos. Decidió mojarse, y espetó a los dos, insistiendo que contestaba a ambas posiciones:
-Igualmente es un criminal, quién mata, contra lo ordenado por Dios, que –sin excepción alguna- ordena: No matarás, como quien aborta, porque mata un “niño indefenso”. Tambien lo es el general que ordena un bombardeo y el soldado que, obedeciendo, pulsa el botón; porque, como resultado, muchos “inocentes e indefensos” morirán. Incluso el que mata en defensa propia, es también criminal, porque lo que Jesús mandó es poner la otra mejilla. No hay excepción para matar a nadie. El asunto es simple. Los que admiten unas muertes y rechazan otras, sean las que fueren y con los argumentos que quieran, son inconsecuentes con el mandamiento tácito de Dios no matarás. La vida ha de defenderse con igual energía y convicción. Todas las vidas son preciosas para Dios. Quien diga defender la vida, por fuerza y lógica consecuencia ha de convertirse en un militante “pacifista”, porque de lo contrario, lo que es, es un perfecto hipócrita y mentiroso. De los pacifistas, expresión moderna de los defensores de la vida, se dice que son “bienaventurados, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. Las Iglesias y sus cristianitos, deben ser consecuentes o meterse la lengua en el culo. Es su deber defender el derecho a la vida de todos, y no dejarse arrastrar en campañas políticas de desgaste a Gobiernos. No matarás, es no matarás. Nunca, en ningún caso.
Después de la parrafada de mi abuelo, el grupito de vecinos se enzarzó en los consabidos tópicos de siempre, porque es utópico que el Estado, a no ser que sea rico, pueda mantener los deseables gastos de un gabinete nacional de sicólogos para mujeres violadas, una red operativa de adopciones, otra para atender las malformaciones y sus consecuencias o seguimientos y ayudas posteriores, potenciación de orfanatos, formación moral de la juventud, etc., cuando otras necesidades perentorias como el paro indefinido, salario social universal, residencias de ancianos, viviendas, etc, no están cubiertas.
Cuando regresamos a casa, mi abuelo me contó la historia de Doña Concha, y añadió: -Esta señora, ya no vive en el cortijo. Luisita es toda una mujer, felizmente casada y con dos niños preciosos. Viven en la capital, de las rentas del cortijo. Son gente muy metida en las cosas de Iglesia. Pertenecen a la Acción Católica, la Legión de María y colaboran con la sección femenina de Falange, en un centro del Auxilio Social.
Dándome por enterado, pregunté a mi abuelo por el argumento mayor que el camisa vieja esgrimía contra el aborto, que España necesitaba gente para que, trabajando, la hicieran grande. Respondió el viejo:
-Es natural que siendo falangista, piense así. Ninguna mujer debería abortar. Algún día será posible acceder a los anticonceptivos, las madres solteras no estarán estigmatizadas, como lo están ahora y teniendo derecho al trabajo, serán tan independientes como el hombre. El aborto, que para una mujer, es una decisión terrible, será –entonces- casi inexistente. Hoy, reconozco que mi abuelo era de los que veían la botella medio llena.
-Además, tiene un hermano cura.Prosiguió: Y, si necesitan gente para que, con su trabajo, engrandezcan España, ¿por qué mataron a tantos, no ya en la guerra, sino hasta mucho tiempo después de que ésta terminó?. Cuando Dios dijo aquello de “creced y multiplicaos” y “henchid la tierra”, ésta estaba casi vacía. La actividad fundamental era la agricultura y, cuanto mayor fuera el número de hijos, mas brazos había para cultivarla. Hoy, las máquinas roban el trabajo a los hombres, después de habérseles quitado también las tierras. Cuanto mas hijos, mas bocas que alimentar, mas miseria familiar para el simple trabajador u obrero. Pero a las derechas, siempre les ha interesado tener mano de obra barata, y para ello, es preciso que la clase trabajadora se multiplique. Necesitan carne de burros y los militares, necesitan tener carne de cañón. Cierto es que si la demografía no se acerca a la sustitución o relevo de la gente vieja por la nueva, se puede estar al borde del suicidio nacional o mundial. Pero también es cierto que este relevo generacional debe producirse con mesura; sólo cuando los brazos disponibles para el trabajo escasean, o vienen justos, es cuando el trabajo llega a valorarse realmente. De hecho, creo que la acción que mas beneficiaría a la clase trabajadora, mas que cualquier revolución, sería que ella ejerciera un autocontrol de su descendencia. Que entendiera, de una vez por todas, que sólo los ricos, pueden permitirse el lujo de tener muchos hijos. Los trabajadores, no hemos de proporcionar a esta sociedad capitalista carne de burro, ni carne de cañón. De lo contrario, no podrá pretender la dignificación del trabajo, porque mientras mas brazos busquen faena, se pagará menos por ella y se realizará en peores condiciones.
No puede imaginarse el cambio que se produciría en el mundo si, de repente, los trabajadores decidieran no tener mas hijos. De hecho, hacia eso vamos: crecimiento demográfico, cero.
No era cuestión de discutir las ideas de mi abuelo. Simplemente entendí que si el viejo tenía razón, la mejor manera de conseguir mano de obra barata era recurrir a razones religiosas, por lo que los métodos de contracepción, tendrían que ser calificados como “pecado” por las iglesias en connivencia con las derechas. Pero la tierra está ya “henchida”, llena, y también nos hemos multiplicado y crecido bastante sobre ella.
-¿No sería esto un suicidio colectivo de la clase trabajadora?. Me respondió:
-No. Como no es suicidio una huelga de hambre, si se consigue algo con ella. Una huelga de natalidad, no sería tampoco un suicidio de la clase obrera, si se consiguiera que los zánganos de este mundo, apreciaran el gran valor de unas manos callosas.
Ahora sí que me callé y me fui a dormir al catre. Pero el sueño no acudía. Estaba agradecido a mi abuelo, porque nunca me trató acorde con mis pocos años. Siempre hablaba delante de mí. Nunca dijo aquello que solían decir los adultos –a modo de contraseña- para cambiar de conversación, cuando el tema no se debía tratar delante de los niños: “Cuidado, que hay ropa tendida”. Mi abuelo, mantuvo siempre el tendedero vacío para mí. Por ello, me di cuenta que el camisa vieja que, tan duramente calificaba de asesinos a quienes abortaban, recurría a practicarlo si se trataba de proteger la honra de la familia y, justificaba las muertes de personas inocentes, si se producían en una guerra o en defensa propia. También me convencí, de que el interés por el aumento de la natalidad, apoyado por la Iglesia y por los patriotas cinciflecheros, no era por defender la vida, sino por defender sus intereses: obtener mano de obra en abundancia y, por tanto, barata. Nada es lo que parece. Y Morfeo, poco a poco, me fue venciendo y....me dormí, mientras en mi parpadeo, captaba la aceitosa claridad del cándil que ayudaba a leer a mi viejo.
Referente a este último tema de la natalidad o procreación, muchos años después y, sin duda, acordándome de esta historia de mi abuelo, escribí una poesía, cuyo manuscrito transcribo, olvidándome de la ortografía, para pronunciarla tal como hablaba mi abuelo y la gente del pueblo:
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